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Conocí a Ricardo Piglia en el primer seminario que dictó en la Universidad de Buenos Aires en 1990, dedicado a tres grandes escritores argentinos que el curso señalaba desde el título como tres caminos posibles de la renovación literaria: Las tres vanguardias. Saer, Puig y Walsh. Yo acababa de graduarme y estaba dando clases de Literatura Argentina en la misma universidad como ayudante, pero fui alumna de nuevo, deslumbrada, y el curso, paradójicamente, fue el más memorable de la carrera. Ya lo había sospechado leyendo sus novelas y sus ensayos, pero en vivo la lección era más vibrante: la crítica podía ser un ejercicio de racionalidad apasionada, capaz de revivir la conmoción a la vez intelectual y sensible de la lectura, con un lenguaje transparente que no renunciaba a la densidad del análisis sino más bien la afinaba. La inteligencia de Piglia para condensar años de lecturas en un argumento preciso (muchas veces en un aforismo o una máxima), la audacia de sus relecturas de los clásicos y la generosidad con sus contemporáneos brillaban en las clases como con una especie de música del pensamiento, hasta con una influencia prosódica, diría, que acercaba las ideas y los hallazgos críticos al goce más inefable de la ficción. (Mi primer ensayo, sobre Manuel Puig, es en gran medida una expansión de algunos de esos argumentos que calaban hondo en la literatura y la cultura argentinas: “Puig trata el psicoanálisis como un producto más de la cultura de masas que influye sobre las conductas y los modos de vida”; “El psicoanálisis es el folletín de la clase media, un relato rocambolesco donde todos tienen algo de asesinos y esconden extrañas culpas y oscuros enigmas”).
Fue el maestro desde aquel primer curso, aunque la amistad empezó un poco más tarde, cuando lo entrevisté para la prensa a propósito de la publicación de La ciudad ausente y en público cuando se presentó la novela. El diálogo se fue extendiendo en otros encuentros con una naturalidad que era a la vez un don y un desafío. En un texto de homenaje a Saer, Piglia habla de la literatura como una red de amigos, de la amistad primero como aprendizaje entre el maestro y el discípulo, y de la amistad entre iguales después, fundada en la complicidad, pero también en la confrontación y la disputa. Y aunque para mí siempre siguió siendo el maestro, tenía el don de hacerle creer a uno que la conversación era entre pares. Tanto así, que muy pronto me atreví a discutirle un artículo muy duro (“imperdonable”, le dije) que alguna vez había escrito sobre Cortázar, con los mejores argumentos que pude. Lejos de sostener los suyos, me invitó varias veces a hablar sobre Cortázar en sus seminarios.
Intercambiábamos entusiasmos en la literatura y el cine, y nos comentábamos los libros con franqueza. Después de Blanco nocturno me animé a confesarle que los personajes femeninos de sus novelas siempre se me atragantaban un poco. “Qué pena”, me escribió en un mensaje, “estaba ilusionado con las mellizas, pero veo que me volví a equivocar… Sólo cuento lo que he vivido, como diría X”. X, para completar la ironía, era un mediocre escritor realista argentino que, en honor a la elegancia discreta de Piglia, no hace falta nombrar. En un gesto de generosidad que hoy no abunda, cualquier comentario sobre una lectura reciente, cualquier respuesta a una pregunta sobre sus novelas e incluso sobre incidentes de la vida privada se desviaba sutilmente hacia una reflexión literaria más amplia, un apunte crítico, una invitación a otras lecturas. “Hace dos días que me la paso buscando muebles (!) porque la casa está medio vacía”, me escribe en 2002 desde Princeton. “Empiezo las clases el jueves, así que haré una teoría sobre los muebles en Borges… (la cama de Beatriz Viterbo, el catre de Funes)”. Desde luego, era una autoironía. “Desde luego”, dicho sea de paso, era una de sus muletillas preferidas, que abría una correlación, una conexión o un movimiento dialéctico del pensamiento con una convicción única, como si una vez que algo se ha comprendido se volviera una verdad aceptada para todos. Era un extraordinario cultor de la cita apropiada o desviada y todos acabamos por imitarlo, robándole ideas, citas, argumentos. Con el tiempo, sin embargo, citarlo, repetir sus máximas o esas iluminaciones brillantes como haikus se volvió un gesto de gratitud o un temprano homenaje: “Como diría el maestro Piglia…”.
Uno de sus últimos mensajes me partió el alma. Lo releo ahora y veo que en el humor frente a la adversidad hay también una enseñanza: “Estoy bien en general, aunque el cuerpo me falla y tengo la voz muy baja. Lo que más me molesta es no poder hacer chistes cuando converso con los amigos. Así que cuando vengas conversaremos y daremos los chistes por ya dichos y nos divertiremos igual”. Cuando volví a Buenos Aires, cuatro meses más tarde, ya no podía hablar ni moverse. No terminaba de juntar fuerzas para ir a verlo y lo fui postergando. La noticia de su muerte, poco después, me dejó una pena que no acaba.
Su pieza sobre la amistad en las novelas de Saer, escrita después de la muerte del amigo, se cierra con un verso de Juan L. Ortiz que una vez más tienta robarle: “Alma, inclínate sobre los cariños idos”.
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