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Violencia de género. Del abuso a la libertad sexual (parte 1)

DISCUSIÓN

Mientras proliferan nuevos casos de violencia sexual como el de Íñigo Errejón o Gisèle Pelicot, en la memoria quedan en runrún Weinstein, Trump, Plácido Domingo y otros tantos. Cunden sospechas de estar durmiendo con el enemigo. Mujeres anónimas viven situaciones que de a poco se ventilan en las listas de denuncia. La nómina es tan larga, variada y repetitiva que habla de una pandemia de abusos. Sin concluir, sin dictaminar, siguen reflexiones sobre el tema de la violencia de género y la lucha por la libertad sexual.

Podríamos empezar recordando lo que no tenemos: plena libertad sexual. Sin duda esta se apoya en la vigencia de derechos reproductivos, acceso al aborto y libre especificación de las preferencias sexuales. Pero va más lejos: para un número creciente de mujeres, y para algunos hombres, una verdadera libertad sexual consiste en construir relaciones igualitarias con personas amadas. Y si no nos limitamos a niveles declarativos, la libertad verdadera en materia amorosa implica, para la mujer, plena propiedad de su cuerpo, garantizada por tres derechos: derecho a la actividad sexual, incluyendo el placer; derecho a la seguridad sexual, sobre una base de consentimiento; y derecho a la expresión sexual de las propias opciones, con criterios basados en la diversidad.

Es seductora la promesa y muy considerables las ganancias que reporta a las mujeres la libertad sexual. Aunque son igualmente incalculables los temores que esa perspectiva suscita en la parte masculina. Dichos miedos explican que, a lo largo de la historia y a lo ancho de la geografía, un derecho como el de la libertad sexual, que algunos creerían obvio, siglo tras siglo no deja de topar contra dos oponentes enconados y poderosos: la violencia de quienes, varones en su inmensa mayoría, ejercen todo tipo de maltratos sobre las mujeres mediante instrumentos materiales o simbólicos y según modos que se repiten en las más diversas geografías, y el marco mental, paradigma de arcaicos discursos legitimadores de tipo político, antropológico o teológico, dominantes en diversas épocas y promovidos por quienes siguen ostentando esos poderes en la sociedad, de nuevo varones en su mayoría.

De modo que reflexionar sobre la libertad sexual impone la doble tarea de precisar los modos de violencia ejercida contra las mujeres (o sea, las situaciones que coartan dicha libertad), así como las luchas y sistemas para contrariar y superar dicha violencia. Cabe también acotar y amplificar las avenidas del placer sexual (factor que cataliza la libertad sexual), impidiendo que sea contrariado o tergiversado por discursos patriarcales de todo tipo, unificados por la incansable y añeja intención de vigilar y castigar, una reflexión a la que dedicaremos la segunda entrega de estas notas.

 

Modos del maltrato

El maltrato por causa de género constituye un asunto complejo y cabe tratarlo como tal. Si queremos referirnos al maltrato de mujeres con connotaciones sexuales (masivamente provocado por hombres, según estadísticas internacionales disponibles), tomemos en cuenta que la nomenclatura difiere en los casos de España y América Latina, ámbitos que servirán para ilustrar reflexiones y acciones creativas sobre el tema. En España se razona en términos de “abuso sexual”, caratulado como “acoso sexual” (se busca al máximo legislar sobre la base de hechos constatables) en las dos versiones (de 2022 y 2023) de la misma Ley de Garantía Integral de Libertad Sexual, conocida como “Ley del sólo sí es sí”. En la Argentina y en México habían empezado a legislar diversas situaciones con anterioridad, pero la legislación recién se fue haciendo específica en progresivas ampliaciones de lo ya estipulado. Las actualizaciones argentinas de 2019 a la ley 23.352 y otras del Código Penal tipifican de forma suficiente lo que denominan “violencia de género”, así como las penas que esta merece según distintas circunstancias especificadas. Otro tanto ocurre en México con la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia.

El seguimiento del fenómeno del maltrato permite observar trasvases de terminología y de criterios entre movimientos sociales a ambos lados del charco, incluyendo organizaciones feministas, LGTBI+, de ampliación de derechos civiles, así como algunos sectores políticos del campo progresista. Las organizaciones hablan, se manifiestan con eficiencia, maduran sus posiciones y practican intercambios nacionales o internacionales. En acusado contraste, en el plano individual y microgrupal hombres y mujeres particulares no consiguen hablar con la confianza y la seriedad que sería menester. ¿No es señal de que mucha gente no entiende del todo los fundamentos de los atributos que configuran o desfiguran la libertad sexual?

Conviene entonces reflexionar sobre el término “maltrato femenino por causa de género” a fin de compendiar lo que los colectivos que discuten el tema coinciden quid de la cuestión, se refieran a abuso, acoso o violencia de género. En buena lógica, la reflexión sobre el maltrato encara el objetivo final de todo buen trato, la profundización de relaciones sexuales que buscan incluir el diálogo íntimo entre dos personas, homos o héteros, pareja o no.

En los casos de violencia de género podemos distinguir situaciones distintas. En principio, lo más chocante son los abusos (materializados como acosos) nacidos de una violencia por causa de género ejercida de modo unilateral por hombres en la inmensa mayoría de los casos. Tal violencia aparece en todos los escenarios disponibles: en la intimidad familiar (estupro o violación del cónyuge y de las hijas, mediante castigo físico a una u otras, intimidación sostenida y paralizante), en el ámbito social-privado (oficina, taller, organización política, comercio o aula) o en el ámbito público (calle, concierto, transporte colectivo, sala de fiesta o playa). En todos estos casos, abusar consiste en imponerse por la fuerza con un objetivo sexual, sin que la parte femenina manifieste consentimiento claro, sometiéndose tarde o temprano a la violencia o a la intimidación del agresor. Son los casos que parecieran más sencillos de caratular. Lo que se identifica aquí es tanto la agresión masculina como la imposibilidad o la extrema dificultad de defenderse por parte de la mujer. La no relación que se establece entre las partes está marcada por la violencia, y en consecuencia por la no elección desde una de las partes del contenido o la intencionalidad de lo que ocurre. Esta situación se refiere a casos variados que van desde feminicidios, raptos domiciliarios con o sin desaparición, hasta la sumisión química en el caso Pelicot, el gangbang o violación colectiva de la Manada en los sanfermines de Pamplona, así como los tocamientos en establecimientos escolares a niñas y jovencitas a las que se paraliza o se embauca.

Pero las situaciones de maltrato se vuelven menos claras cuando los protagonistas de lo que luego se denuncia como presunto abuso, acoso o coacción son adultos que se conocen y de alguna forma se habían elegido previamente (pareja, amistad, noviazgo, etcétera). Si deciden mantener una relación significa que son pares o iguales, antes de volverse agresor o víctima. Lo que pueda ocurrir entre ellos en buena medida se relaciona con el lenguaje de seducción utilizado por ambas partes (al irse conociendo) y con los modos de explicitar el deseo de que cada uno se vale (al trabar relación). Aquí parecen valer y darse condiciones propicias para aplicar la lógica literal del consentimiento, según el criterio del “sólo sí es sí”. No se plantea entre ellos una situación violenta o la manipulación compulsiva de una parte sobre otra, incluso si consienten conectarse según códigos arriesgados tipo BDSM o similares. En este caso puede decirse que siguen entablando una relación consentida, por más que dicho estilo de relación con frecuencia acabe resultando tóxico o destructivo. A la vez, sigue presente que en toda relación entre pares el consentimiento nunca consigue abandonar un terreno dinámico y movedizo que compete al fuero íntimo: ¿buscan lo mismo ambos intervinientes?, ¿encuentran lo mismo?, ¿quiere uno de ellos preferentemente dominar?, ¿fantasea uno con ser dominado/a? Si hubiera que responder esta retahíla de preguntas antes de intimar, ¿en qué quedaría el juego libre de la seducción? ¿Lo que ambos imaginaban un contacto abierto no lo estarían transformando en ardua negociación reglada, como la de aquellos contratos prenupciales donde cada parte detalla hasta la extravagancia las posibilidades legales del intercambio? El caso de Errejón y Mouliaá, no sujeto a contrato previo o nupcialidad, ilustra las ambigüedades de toda relación sentimental y la debilidad de ciertas acusaciones cuando abandonan el código inicial y se evaden de la esfera íntima. De modo sorprendente, las partes se retraen y cambian de opinión. El enredo Errejón-Mouliaá muestra que han medido mal la complejidad del asunto en el que se han metido.

Ahora bien, ¿qué ocurre cuando se ejerce violencia material o simbólica (se trate de agresión física, acoso, manipulación o amedrentamiento mental) sin relación amistosa necesaria entre las partes, yendo más allá de lo formal? En este caso, el abuso comienza con la tergiversación del marco de la relación inicial (jefe-empleada, en una oficina; profesor-alumna, en una universidad; director-actriz en un film, etcétera). En casos así, quien ocupa posición preeminente cambia el signo supuesto de esa relación formal e impone otro punto de partida: el maltrato por imposición, se ejerza con o sin violencia física. La vida social se apoya en protocolos tanto explícitos como implícitos. Si a la parte subordinada (muchas veces femenina) se le exige explícitamente buena presencia, puntualidad, atención a las tareas, lealtad, etcétera, a la parte directiva (muchas veces masculina) implícitamente se le presupone completo respeto en modos de trato, ausencia de tocamientos y hasta el recato necesario en miradas y comentarios. Invadir el espacio femenino al saltarse el varón los requisitos exigidos significa modificar los términos de la relación inicial. Privada de su espacio, la mujer se encuentra en una alternativa difícil: o cede al avance masculino cuando este se insinúa ambiguamente como condición de aceptación laboral, buena nota o ascenso; o explicita su rechazo a la situación y se arriesga a padecer las consecuencias laborales, académicas o artísticas que, en la experiencia de muchas mujeres, no tardan en producirse. El movimiento Me Too nació como rechazo a situaciones que en muchos casos se remontaban a largo tiempo atrás, como ocurrió con Harvey Weinstein y luego con Donald Trump. Es lo que delatan las denuncias recogidas a partir de iniciativas como la Línea 144 en la Argentina, el proyecto Cuéntalo en España, o los hilos de recogida de denuncias auspiciados en México por los trabajos de la periodista Lydia Cacho.

 

Escenarios de maltrato

El tema del maltrato por causa de género se ejemplifica mediante situaciones de claridad desigual. Mejor plantear escenarios de consentimiento (o sea de conversación y acuerdo) entre hombres y mujeres dispuestos a intercambiar personalmente. Menciono tres: uno relativo a la cultura de la violación, otro a partir de la cultura de la sumisión, y un tercero que explora diagnósticos compartidos de la situación.

Pandemia de abusos sexuales. Un primer escenario de acuerdo intergenérico tiene que ver con vivir una situación de emergencia. Al menudear la violencia de género se acelera la urgencia de apoyar que cada caso de abuso y acoso se ventile, se corrija y se castigue. Para certificar lo que algunos consideran una pandemia, se pueden argüir estadísticas de maltrato domiciliario (basado en un predominio físico o psicológico, incluyendo feminicidios), y de abusos en lugares ligados al trabajo como oficinas, estudios, tiendas o talleres (apoyándose ahora en una superioridad estatutaria o funcional) o sitios de esparcimiento. La frecuencia de la violencia material o simbólica de hombres sobre mujeres exige (y está encontrando) eficaces protocolos de respuesta que satisfacen lo que la grave situación demanda. Algunos ejemplos:

– Amplia divulgación de los hechos denunciados: dejar de callar por vergüenza. En palabras de Gisèle Pelicot: “poner la vergüenza del lado del agresor”.

– Celeridad para difundirlos: subir lo que ocurre a las redes sociales, como en estos momentos hacen iniciativas mencionadas de denuncia exprés. Son las redes y los medios telefónicos los que agilizan los demás medios de transmisión.

– Sanción penal, como horizonte de convivencia: se trata de un proceso largo, intrincado y a menudo de dudosa efectividad. El caso “Manada” y otros ponen de manifiesto que la presunción de inocencia muchas veces no se pone del lado de la víctima, como debiera ser. Esto genera dudas, suspicacias, desconfianza.

– Sanción social, sí, ¿pero cuál? A diferencia de la judicial, la respuesta vía redes sociales consigue ser inmediata y por eso fabricadora de tendencias. A tal punto que se ha instalado la práctica de señalar públicamente al verdugo sin necesidad de delatar la identidad de la víctima, salvo que esta solicite publicar su nombre. Este planteamiento no siempre es indiscutible. A los hombres y mujeres que conversan las denuncias anónimas puede parecerles una externalidad evitable, y hasta un exceso innecesario: se trata de un procedimiento fácilmente erróneo y generador potencial de males mayores que los que intenta remediar. A la larga, prolonga y ratifica una cultura de silencio y ocultación que rima con el sometimiento del que precisamente se quejan las mujeres. Y abona la necesidad de cuestionar razonamientos desafortunados, como aquel que afirma que “cualquier hombre es un violador en potencia”, según declaraciones de la psiquiatra Genoveva Rojo en la España de los años ochenta, con nuevo auge en estos días.

Otro campo de conversación fructífera sobre el tema del abuso o el acoso se centra en los hombres que dudan de aquel diagnóstico inicial. Muchos se descubren opinando: algo habrán hecho ellas, se lo han buscado. Este modo de verbalizar inclina hacia “ellas” la balanza de la sospecha, sea por sus comportamientos provocativos, insinuaciones verbales, exhibicionismo en redes, clases o calles, cuando no provocación ideológica. Es importante reconocer lo sesgado de un razonamiento de este tipo y enderezar por machista esa reacción. Resulta indispensable poner la presunción de inocencia del lado de la víctima, incluso antes de considerar circunstancias particulares o atenuantes de cualquier tipo. Esto resulta posible (y hasta obligado por la legislación vigente en países como los citados y otros) cuando el maltrato por causa de género se ejerce mediante violencia física. La lista que planteamos se hace larga: desde los feminicidios (que no dejan de sucederse y que contabilizan en un creciente número de países) hasta casos particulares que suscitan especial indignación, como en el caso Pelicot y otros. En cambio, la situación resulta ambigua en casos como el de Errejón, o cuando la soprano X se arrodilla repetidas veces ante aquel afamado tenor; o si la aspirante a actriz hace lo propio (y lo demás que haga falta) para obtener los favores del todopoderoso productor fílmico. Los hechos recolectados son de distinto peso y calibre. No se trata de condenar o absolver en bloque el comportamiento masculino. Pero advirtamos que lo anterior en absoluto conlleva adoptar la actitud autoexculpatoria del movimiento Not All Men, que a los hombres y mujeres que conversan les parece de una hipocresía inaceptable.

Si aprenden a conversar con las mujeres, los hombres sabrán llevar mejor la situación con la profundidad que estas manifiestan y con la prontitud que la urgencia demanda. Por su parte, las mujeres capaces de conversar podrán ayudar a que los hombres adopten actitudes menos ambiguas y cobardes, sin por eso dejar de revelar contradicciones propiamente femeninas sin sentirse en peligro. Así, demostrarán que no están enrolados en una guerra de sexos sino en algo más difícil: una verdadera revolución social que demanda ser liderada por ambos.

Cultura de la sumisión. Muchas mujeres que no piden ayuda o aplazan la denuncia arguyen sentirse atenazadas por la vergüenza. Un hombre no descalifica la proclividad del comportamiento femenino a callar, reconoce ese sentimiento. Pero le cuesta imaginarlo, y comprenderlo. Si bien aquí el hombre necesita instrucción de parte femenina, si no consigue hacer resonar sus propias preguntas durante una conversación sosegada, se sentirá fuera del feeling que le exigen las mujeres en el momento actual. A juicio masculino, estos casos demandarían veloz denuncia y reacción contundente. Muchas no captan la urgencia de pedir ayuda inmediata, incurriendo en lo que un hombre considera innecesaria tolerancia ante el abuso, por miedo o dejación con lo que Cristina Rivera Garza denomina las “diferencias mortíferas de género”. Una pregunta que podrían compartir es si, junto a una arraigada cultura de la violación, bastantes mujeres no siguen arrastrando resabios de una ancestral cultura de sumisión. Al leer a Françoise Héritier o a Judith Butler, esa sospecha parece confirmarse.

Lo complejo del asunto del abuso explica que no resulta fácil que hombres y mujeres “hablen tranquilamente” de temas relativos a la libertad sexual. La evolución de ciertas relaciones íntimas sugiere que el énfasis del talante acusatorio (“eres el mismo machista de siempre”) denota el rechazo de situaciones domésticas desiguales, pero que acaso han sido aceptadas por ellas desde larga data: ¿desde antes de conocer a su actual pareja? Ese peso muerto se aligera al sentirse ellas estimuladas por un ambiente externo favorable. Bienvenido sea. De hecho, ayuda a que el hombre reconozca haberse criado y vivir en una situación de género privilegiada. Tal vez decide orientarse hacia otro funcionamiento, en el terreno de encuentro que tiene más a mano, por ejemplo el doméstico. Un hombre que de grande descubre la domesticidad se desayuna de todo un panorama (extenso y poco concienciado previamente) de desigualdades de género: las pocas o muchas que él contribuyó a gestar y las muchas o muchísimas que le preceden y le son ajenas. Pero puede que siga chocando contra el muro de un resentimiento enquistado y que, según sospecha, se refiere a relaciones previas con varones de todo tipo: padres, parientes, amantes, parejas, amigos o colegas. Eso no impide mantenerse conscientes de lo que el hombre sigue agregando al clima tóxico, dada la desigualdad inicial, incluso si ahora está en el bando de los que contribuyen a denunciarla.

Compartir diagnóstico sobre la cultura del maltrato. Si hombres y mujeres consiguen hablar sobre el tema del abuso, el acoso y la violación, será más fácil que compartan respuestas surgidas de la iniciativa popular, sabiendo que estas llegan antes que las institucionales, a punto tal de plantear juntos ciertas preguntas preocupantes: ¿en qué condiciones las instituciones ayudan a la resolución de casos de abuso y acoso?; ¿o hasta qué punto retrasan una solución, transformándose en parte del problema?

Asoma un diagnóstico que hombres y mujeres dialogantes merecerían ser capaces de construir juntos, aunque se observa que una mayoría de hombres sigue mostrándose “comprensivos”, “indulgentes” e incluso “ignorantes” del detalle de muchos casos de maltrato. Lo mismo puede pasarles a quienes piensan, por ejemplo, que en política “los poderosos siempre han procedido así”. Además, la justicia y la ley se siguen generando con mentalidades excesivamente masculinas, como las descritas. Contribuye a su mantenimiento la actual mayoría masculina entre agentes de justicia, portavoces parlamentarios, jefes, directores o cabecillas de todo tipo. Asimismo, muchos hombres comunes reciben las teorías sobre el patriarcado como marco puramente teórico. La ideología resultante no consigue penetrar el muro que separa esas brillantes teorías de las relaciones sociales observables. Lo anterior se repite de modo especialmente escandaloso en sectores “progresistas”. Hay varones, militantes o simples votantes, que barnizan su exterior con soflamas feministas, pero siguen impertérritos practicando diversos “micromachismos” en su sociabilidad privada.

En cuanto a los políticos profesionales, cabe exigirles ejemplaridad, máxime si se declaran “de izquierda”. Son palpables el escándalo y la desazón que su inconsecuencia provoca, en forma de contradicción entre la ideología profesada y la práctica personal.

Otro punto de acuerdo consiste en enfatizar que a las mujeres no les falta razón y que tienen motivos de peso para sentirse temerosas e indignadas. Estudios académicos repetidos analizan un sentimiento que parece caracterizar a políticos de diferentes partidos. Se sienten por encima de las leyes o normativas de obligado cumplimiento que promulgan para el común de la población.

 

(Continúa)

 

Imagen: We Are Pro-Choice, de Nancy Spero (1992).

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