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0.1. Preguntar si Europa puede ser tolerante permite abordar mejor la cuestión catalana, considerada como asunto típicamente europeo. Una cuestión es un asunto: tema a considerar y, a la vez, problema a resolver. ¿Por qué plantear vísperas (en alusión a las horas del canto monacal) cuando, tras largos y agotadores días, semanas, años, décadas, la cuestión catalana a muchos les parece estar hoy en el punto final propio de las completas? Una cuestión siempre es una víspera. Sólo se acaba cuando el problema se resuelve. Puede llevar mil años solventarlo. Es el caso de Catalunya. Pero el problema nos perseguirá mientras no se le encuentre solución.
0.2. Al escribir estas notas imagino lectores inicialmente argentinos. A los latinoamericanos nos cuesta entender lo que ocurre en Catalunya. Tal vez por habernos sido inculcada la imagen de una España férreamente unida en torno a lo castellano, la que conquistó el Nuevo Mundo. Esa gran España provocó masivas migraciones a nuestras costas y, más tarde, los exilios de la dictadura. Esencias agresivas destila estos días el diario El País (muchos en Argentina lo consideran por error una referencia progresista) al volverse cómplice y argumentador del Partido Socialista Obrero Español (PSOE), aliado a su vez del gobernante Partido Popular (PP) en la tarea (difícil de concebir desde una visión latinoamericana, marcada por cierta desinformación) de hacer retroceder el Estado español a una situación previa a la constitución de 1978: un país único, homogéneo. Y autoritario.
Supongamos que, al cabo de siglos, un ámbito histórico-geográfico llega a ser tolerante (aun a ráfagas, irregularmente). Dicho espacio-tiempo constituiría lo que llamamos Europa (razono como George Steiner, oscilando entre lo fáctico y lo utópico). Cierto que el continente europeo tiene en su haber períodos incivilizados, negros, repletos de iniquidad (lista reciente del show de horrores europeo: Franco, Hitler, Stalin, Milosevic…). Sin embargo, desde 1945, al menos la parte vinculada a la actual Unión Europea y aledaños mantiene una paz interna que otros continentes siguen sin conseguir. Esa Europa “occidental” constituye hoy un factor de paz mundial.
Tolerante es el organismo individual capaz de ingerir elementos disruptivos (en dosis adecuadas), a fin de conseguir nuevo equilibrio (así procede la homeopatía). Tolerante es asimismo un ánimo capaz de asumir las diferencias sociales, nunca consideradas radicales (de raíz todos somos humanos y, en eso, similares) sino sólo históricas, vale decir políticas, y por ello sujetas a transacción. Política es el arte de vivir juntos ejerciendo colectivamente la tolerancia.
Pero ¿qué es Europa? Más allá de constituir una zona proclive a acuerdos comerciales (fue para sobrevivir que surgieron la CECA, la CEE y una UE de geometría variable), Europa occidental explicita bien que mal el desarrollo de la antigua propuesta griega de democracia. Dicho lo cual, conviene mencionar que Europas sigue habiendo muchas, incluso en su demarcación occidental. Cabe recordar conjuntos compuestos de trozos de difícil aleación: flamencos y valones; ambas Irlandas; el oxímoron de un mal avenido Reino Unido; España y Portugal, sajados desde la torpeza de Felipe II; un rosario de germanías sobrevenidas al romperse la antigua Germania…y, como se sabe, Catalunya y España. Para modular el concepto de Europa, conviene además advertir que en cada Estado-nación sedimentan capas étnicas y lingüísticas delatoras del trasiego de poblaciones inter- y extraeuropeas. ¿Quién es capaz hoy día de prevenir el imparable flujo migratorio? Nadie, como lo muestran naciones-islas con aduanas feroces pero inundadas (el Brexit podrá disminuir la llegada de migración europea, al precio de acentuar el tráfico desde las cenizas de la Commonwealth). De nuevo nadie, como ilustra el no triunfo de proyectos políticos xenófobos que querrían auparse al poder (en Holanda, Dinamarca, la Francia de Le Pen, la misma Alemania). Y, menos que menos, nadie en el nivel supraestatal (la Europa fortaleza se muestra incapaz de parar el goteo de balsas desde riberas africanas cada vez más numerosas y lejanas).
Cuando alguien dice Europa, sea oriundo o inmigrante, suele aludir a la tradición occidental: apogeo griego, civilización romana, religiones globales, imperios con vocación internacional en el Lazio y Castilla, en Britania, Países Bajos, Bélgica y, a la hora de los postres, Alemania e Italia. De resultas de la era de descubrimientos y conquistas transoceánicos, casi todo “lo bueno” (civilización) y “lo malo” (barbarie) fue exportado al nuevo mundo en un paquete, de manera revuelta, indiscriminada. Todo lo arriba mencionado se concentra en zonas peculiares de América Latina, con la Argentina como probable ejemplo canónico, donde lo europeo resume el estilo pensante de los sectores ilustrados, en Capital y mucho más allá.
Elemento crucial de Europa: el trasiego interior de población e ideas. Permite explicar fenómenos de difusión y contagio en casos tan determinantes como las revoluciones religiosa (Lutero), industrial (Manchester, luego Sarre, zona de París, norte de Italia, Bilbao, la Catalunya del triángulo Barcelona-Mataró-Manresa), científica (Harvey, Newton, Kepler) y política (de la Bastilla al Palacio de Invierno).
Otro dato elocuente: el bolsón del organismo europeo fue drenando flujos propios e ingiriendo elementos ajenos gracias a dos corredores, en los extremos este y oeste del Mediterráneo. A derecha, una franja que incluye el oeste de la actual Turquía, Líbano y lo que históricamente se llamó Palestina, hasta Golam. A izquierda, la mitad este de la península ibérica, de Tarifa a Ampurias. Sorprende la cantidad de dinámicas europeas duraderas que empezaron recorriendo ambos corredores, en uno u otro sentido, comunicando por tierra lo que a pequeña escala intentaban esquifes de vela triangular o latina en el Mediterráneo, o las carabelas en el Atlántico.
Dos notorias excepciones (mejor dicho: anomalías) al poco controlado flujo de ideas y personas a través de ambos corredores. Ocurrieron en tiempos muy distintos. Por el este, lo que a mediados del siglo XX se acabó formalizando como “Estado de Israel”. Y al oeste lo que, por imperiosas necesidades de la Europa carolingia, tomó en el siglo X el nombre de “Marca Hispánica”. En un caso, el tótem (dicho sin ánimo polémico, sólo antropológico) de una tierra prometida tomada en usufructo, luego en propiedad, con el aval de las potencias vencedoras de la Segunda Guerra Mundial, deseosas de intervenir en una zona árabe musulmana de difícil control. En el otro caso, la invención de Catalunya como área estratégica reservada, muralla humana y cultural (con la misma lógica, Uruguay sería pensado en el siglo XIX por el británico Lord Ponsonby como Estado tapón entre Argentina y Brasil), ante el avance modernizador musulmán y el envaramiento de una Europa atrasada, a cambio (nótese) ¡de un estatuto de independencia! Tú paras a la dinastía Omeya, yo neutralizo a Castilla, pareciera haber propuesto el rey Capeto al conde Borrell II en 987. Como vemos, esto de la independencia es historia muy antigua en la ya milenaria Catalunya.
Centrándonos en la Marca Hispánica, es preciso notar la tozuda persistencia de una paradoja que se fue consolidando a lo largo de un milenio.
– Por un lado, es tierra de trasiego. Muchos, muchos, consideran que Catalunya tiene de europeo al menos tanto como de español. Pensemos que España se consolidó sobre la base de Castilla, mientras Catalunya está emplazada contra los Pirineos, en contacto directo con la Europa del sur. Hoy día, sobre todo en los núcleos urbanos (demográficamente hipermayoritarios), a lo europeo se agrega lo extraeuropeo y a lo occidental, lo no occidental. Un ejemplo: la escuela Jovellanos, en la que por censo me tocó votar en el referéndum del 1º de octubre, acoge a alumnos de treinta y cinco nacionalidades y cuatro continentes. No está ubicada en la periferia fabril sino en el trendy barrio de Gràcia.
– Por otro lado (valga de nuevo el ejemplo de donde me tocó votar), una voluntad de armonización lingüística y cultural. Un argentino lo entenderá sin dificultad: por momentos se podría pensar a Catalunya como una concreción del sueño sarmientino de construcción de nacionalidad por medio de la escuela pública. Las decenas de nacionalidades residentes en Catalunya concurren a varios miles de establecimientos y se educan sumergiéndose en la lengua catalana. La Constitución española de 1978 y la legislación vigente así lo establecen. Empero, con el ardor de la grave discordia sociocultural vigente, desde el centro castellano confunden la política de inmersión lingüística (legal, necesaria) con el “adoctrinamiento en el odio contra España” (cito al jefe del PP catalán), ofensivo para una gran mayoría de catalanes. Heterogeneidad étnica y lingüística es la que uno percibe al concurrir a centros asistenciales gratuitos (extranjeros en pie de igualdad con los locales; medicina pública de igual nivel que la privada), o en el transporte público, o buscando ocupación en el mismo mercado laboral.
Es obvio (pero conviene enfatizarlo) que en los pueblos de España también serpentea un aliento totémico, propio de sectores nacionalistas con resabio nostálgico. Conciben su pueblo como irrepetible, imaginándolo racialmente distinto. Líderes vascos (de Aguirre a Arzalluz) o catalanes (desde el escritor y periodista Valentí Almirall al político Enric Prat de la Riba) por momentos han coqueteado con genes peculiares o destinos manifiestos o medidas craneales. Lo propio se vuelve en ellos exclusivo, ¡ay!
¡Sí!, existe en Catalunya un nacionalismo que busca relacionarse antes que nada con raíces pasadas. Más rural (véase la lista abrumadora de pequeños municipios tomando postura antes del referéndum del 1º de octubre), comunitario (cultiva tradiciones bellas y elocuentes como castillos humanos, fiestas barriales, correfocs, sardanas) y de inclinación independentista (aunque en el pasado se mostrara ajeno a lo republicano, no sólo a lo español). Más apto para cansarse de los outlanders esparcidos en su geografía (españoles, europeos, latinoamericanos, extraeuropeos). Un nacionalismo de ese talante podría entender la tolerancia como simple soportar a los afuerinos rechinando dientes. En algunos casos, el exclusivismo florece estos años en forma de antiespañolismo, respuesta visceral contra el unionismo (castizo, retrógrado, de tendencia peleadora). Este, por lo visto, sobrevivía agazapado. Por torpeza de los partidos españolistas (desde 2015, PP y PSOE comparten el podio de una siniestra involución al pasado predemocrático) embisten pidiendo acatamiento, muy pobre respuesta ante un desafío tan populoso como el de Catalunya. La creencia latinoamericana de que el mapa político español se compone de una derecha PP y una izquierda PSOE no es correcta, por más que el PP se autositúe en el centro y que el PSOE escriba en carteles descarados somos la izquierda. Actualmente, ambos son parte de una derecha unida en defensa del nacionalismo español, mote que explicita un resurrecto centralismo castellano. Aquí no dejemos de notar algo: desde la ascensión de Isabel y Fernando a la supremacía de la península ibérica, lo conservador tiende más a refugiarse en Castilla y lo modernizador se desperdiga más por su periferia.
En otra vertiente, en Catalunya tiene vigencia masiva un sentimiento de pertenencia que en su ideario no incluye la independencia. Se trata de un catalanismo progresista. Predomina en núcleos urbanos: asociaciones de vecinos, sindicatos obreros, así como en un espacio político de reconstitución avanzada de la democracia. De hecho, el catalanismo liberal tampoco era independentista hasta 2010. Lo demuestra el sector agrupado en Convergéncia, partido que ha gobernado casi en exclusiva la Catalunya democrática. Extraviada desde el movimiento cultural de la Renaixença (siglo XIX), la independencia reapareció con fuerza en el ideario nacionalista a partir de 2010, tan intenso está siendo el sentimiento de muchos sectores contra el saqueo del Estatuto de Autonomía (aunque parezca una boutade, un factor clave del crecimiento del independentismo catalán es la torpeza de los mandos con sede en Castilla).
Banderías aparte (asistimos estos años a un inconcluso baile de siglas: señal de tanteos para consolidar nuevos espacios políticos necesarios), ¿qué distingue un catalanismo que se enzarza en la añoranza de otro que busca la innovación? Para el catalanismo conservador (término que quisiera respetuoso y ojalá descriptivo), el sentimiento de identidad se relaciona con una historia fecunda, en parte real y fáctica, en parte fotoshopeada por la necesidad de proteger el nido y exaltar el ánimo. Por su parte, el catalanismo progresista (término que tampoco garantiza nada, salvo buenas intenciones iniciales) exhibe un sentimiento de pertenencia igualmente potente, pero lo centra en la democracia como territorio real y simbólico de un vivir juntos que queda por construir o desarrollar. Democracia significa en su caso: igualdad de techo, instrucción, atención médica, libre explicitación y manifestación de culturas particulares y, por supuesto, trabajo.
Vivimos un enfrentamiento político-cultural grave entre el catalanismo (de ambos signos) y el unionismo inmovilista de la alianza de facto entre un régimen conservador y un partido socialista desnortado que busca detener su declive en España (y por arrastre, en Catalunya). Apoyo catalán de esta entente es una derecha minoritaria que incluye el brote local del PP y a un grupo aguerrido llamado Ciutadans: establecen entre ellos (sin ironía) una relación en algo similar a la que en tiempos de Franco mantuvo el llamado Régimen con la Falange (mientras que el PP catalán se ha vuelto testimonial, Ciutadans suma la cuarta parte de los escaños del Parlament de Catalunya: el 25% del electorado catalán es de derecha). El pugilismo de Castilla contra Catalunya había ocurrido otras veces, considerando la larga historia de esta nación. Grandes hechos políticos de la península han quedado coloreados por dicho diferendo: restauraciones monárquicas forzosas, intervenciones trágicas, dictaduras. Ante procesos como esos, dos racionalidades posibles nunca han conseguido tolerarse, faltas de lenguaje intermediario y de voluntad compartida de igualdad (para empezar en la exposición de motivos). En el momento actual, el Estado con sede en Madrid está capitaneado por un partido gobernante (PP), al que apoya una falsa izquierda oportunista (PSOE). Juntos retrotraen las cosas adonde las había situado la escueta teología franquista: España una, grande y libre. Esta vuelta atrás se ve fortificada por un poder judicial rendido a los argumentos del unionismo castizo (de derecha extremada o de falsa izquierda) y, en eso, negador de una sana repartición de poderes, en particular la diseñada en la constitución de 1978. Un rey acompaña esta comparsa madrileña.
¿Qué hipótesis de trabajo imaginar para que los hechos que nos tienen en vilo sean aurorales y no marquen la repetición de anteriores finales abortados? Circulan por Catalunya y por España ideas interesantes que conviene considerar.
– La primera condición para ver si el diferendo Catalunya-España tiene solución (hay quienes sostienen que no tiene solución) es buscar la unidad doméstica entre el catalanismo de ambos signos (recordemos que el Partido de los Socialistas de Catalunya, PSC, es rehén de su propia central de control). Un hecho repetidamente comprobado (sondeos de opinión, citas electorales, manifestaciones, referendos) es que el impulso de autodeterminación congrega a más de dos tercios de la población de Catalunya (incluyendo a no independentistas). Tamaña multitud desborda la falsa barra de separación que algunos desearían trazar entre catalanes de nacimiento y catalanes de adopción. Existe una amplia mayoría social catalanista, la cual constituye el apoyo más necesario e inmediato. La primera tarea, entonces, es valorar en su justa medida este dato estadístico mayúsculo. Hay que tomar conciencia de ser mayoría.
– Una minoría social catalana considerable está formada por oleadas de inmigrantes establecidos desde hace décadas en Catalunya. Si miramos los apellidos del sector catalanista (independentista o no), muchos son castellanos, murcianos, extremeños, andaluces, gallegos. Viven en barrios habituados a compartir dos culturas: la del origen geográfico-lingüístico y la que encontraron al llegar, y en la que sus hijos se han formado. Un multiculturalismo tolerante tiene condiciones reales para prosperar en Catalunya: forma parte de sus raíces recientes (un ejemplo: la segunda autoridad del poderoso gobierno municipal de Barcelona proviene de Tucumán, Argentina). El problema es que demasiados castellanos de Catalunya apoyan a un PSC (16 escaños sobre 135 en la cámara catalana) progresivamente abducido por su referente estatal (el PSOE). La embestida de Madrid (PP + PSOE) contra la Catalunya de ambos catalanismos podría incluir el efecto perverso de dañar una coexistencia multicultural aquilatada desde hace décadas: los dirigentes del PSC emiten mensajes ambiguos; sus votantes no saben qué camino tomar.
– Aunque mayoritario, si quiere ser productivo, el catalanismo de ambos signos tendría que advertir qué lo reúne. Yendo al grano, necesita de alguna forma refundarse. Y para ello, cambiar de lenguaje buscando otro, forjador de unidad. Tal vez convendría dejar de hablar por un tiempo de independencia y de autonomía (puntos extremos en la discusión intranacionalista), términos que hoy ayudan más a las rencillas caseras que a resolver la cuestión catalana. No hay vía posible para el encaje de Catalunya en algún espacio (español o europeo) que pueda prescindir de la unidad del catalanismo.
– Ambas vertientes son complementarias y hasta cierto punto se necesitan. Si son capaces, cada uno podría ayudar a depurar al otro. El catalanismo vinculado al pasado es el que puede demostrar que la patria es communitas y que no hay comunidad que no incluya lengua, cultura y tradiciones que la expliciten y representen. En la Catalunya moderna, tierra de aluvión migratorio, muchos no han sido adecuadamente educados en la apreciación a su nueva tierra. Convendría que recordaran un proverbio de Jordi Pujol: Catalán es todo el que vive y trabaja en Catalunya. Por su parte, el catalanismo ligado a un proyecto igualitario ha de explicar de modo elocuente que, si quiere de verdad hacerse europea, la nación catalana necesita robustecer instituciones y modos cristalinos. La reticencia de muchos a sumarse a la ola reivindicativa previa al referéndum tiene que ver con el modo mañoso de confundir una mayoría parlamentaria con el apoyo social (bastante mayor) conseguido sin excepción en contenciosos recientes. La unidad del catalanismo social es indispensable si Catalunya quiere de veras asumir un destino soberano.
– España no es el enemigo principal. El verdadero contrincante es un régimen económico-político representado por el PP y hoy apoyado por un PSOE decadente en busca de reenganche como opción de poder. El PP persiste en el poder central en parte gracias a la demonización de alguna periferia: José María Aznar dominó Euskadi aprovechando el pretexto de la violencia etarra; Mariano Rajoy pretende controlar a Catalunya agitando el fantasma del separatismo empobrecedor. El PP es consciente del rédito electoral que saca, en el resto de España, castigando a las instituciones democráticas catalanas.
– Ahora bien, ¿dónde están amigos de Catalunya en España? Son aquellos que entienden que el encaje de Catalunya resulta indispensable (para una entidad política que en 1978 afirmó ser plurinacional) y provechoso (si Catalunya desea seguir siendo tan productiva y exportadora; y si España desea seguir contando con su principal motor económico). Esto como mínimo y dicho de prisa y corriendo, aunque habría más cosas. Nuevos amigos empiezan a aparecer y acaso sigan manifestándose. Y como de alguna forma en España los progresistas entienden mejor lo que se cuece en Catalunya, podrían darse dos hechos sorprendentes: que la oposición al PP y al PSOE empiece a incluir más apoyo a las reivindicaciones catalanas; que al apoyarse en el progresismo español, el catalanismo se avenga a explicitar sus aspectos más avanzados.
– Este planteamiento no pretende diluir las disensiones políticas entre ambos catalanismos. Pero ayudaría a resituar el debate interno. Catalunya no puede plantear una vuelta al pasado de una Arcadia feliz. Tampoco sería aceptable una Catalunya de mañanas que cantan, aunque hoy se revistan con ropaje new age. Una refundación no ingenua de la nación catalana exigiría modificaciones de actitud y lenguaje por parte de los sujetos de esa nueva entidad: los ciudadanos (oriundos o asimilados), así como sus autoridades, elegidas en referéndum pactado o en elecciones locales, eventos que no tendrían que tardar demasiado.
– Catalunya: ¿unida a España o parte de Europa? El tiempo irá diciendo. Pero el tiempo ha de marcarlo una nación unida. Encontrar concordia interna resulta incluso más urgente que debatir con Madrid: ¿serán tolerantes y pacientes los catalanes al punto de conseguirlo?
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