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La anécdota es bastante conocida. En la ceremonia de los premios Oscar de 1994, al recibir el galardón a la mejor película de habla no inglesa por Belle époque, el director español Fernando Trueba declaró: “Quisiera creer en Dios para darle las gracias, pero sólo creo en Billy Wilder, él es mi verdadero Dios. Gracias, Mr. Wilder”. Al día siguiente, Wilder, con su característico ingenio, lo llamó y le dijo: “Hola, Fernando: soy Dios”.
Treinta años después, el ya consagrado pero aún joven cineasta Jonás Trueba dirige Volveréis (2024) y con ella parece rendir homenaje al mismo Dios que su padre veneraba: Billy Wilder, el gran cineasta y guionista del Hollywood clásico, autor de al menos una obra maestra por cada género cinematográfico: Double Indemnity (policial), Some Like It Hot (comedia), Ace in the Hole (cine sobre periodismo), The Lost Weekend (sobre alcoholismo), Witness for the Prosecution (judicial), Sunset Boulevard (sobre Hollywood) y, por supuesto, The Apartment, quizás la película más ineludible, que redefinió para siempre las comedias románticas y de la que los Trueba se han declarado devotos.
Cabe decir, sin embargo, a lo mejor por un refinamiento en el gusto, a lo mejor por modernidad o, más probable aún, por las condiciones de producción del cine independiente europeo, que Jonás parece reinterpretar ese cine milimétrico, causal, transparente y ensoñado de mediados del siglo pasado, e innegablemente recalibra su paleta narrativa con colores más cercanos a la nouvelle vague —o, para ser más precisos (siguiendo con la teología de sensibilidad vincular y dialogal), al santo Truffaut y al apóstol Rohmer—.
Volveréis es una de esas películas delicadas que se mueve durante largos minutos sin conflicto, propulsada únicamente por el ingenio de su premisa inicial. Después de catorce años de noviazgo y convivencia, Ale (Itsaso Arana), directora de cine, y Alex (Vito Sanz), actor, quienes además de ser pareja trabajan juntos, tienen un plan que podría parecer absurdo: organizar una fiesta para celebrar su ruptura. En realidad, no se trata de una idea de ellos, sino que la toman de un comentario que hacía siempre el padre de Ale acerca del sinsentido del rito del matrimonio y lo lógico y liberador que sería conmemorar el final de una relación como un acto de renovación, marcando un nuevo comienzo para ambas partes. ¿Y quién es el padre de Ale? Por supuesto, el propio Fernando Trueba, inesperado homenajeado de la película, a quien su hijo, el director, da tanto la palabra como la comprobación formal de sus hipótesis estéticas y filosóficas.
La primera mitad de la película se sostiene, como decía, gracias a su simpática y truculenta premisa, aunque corre el riesgo de volverse muy repetitiva, asunto que no se ocupa en matizar. En escenas casi idénticas, los personajes explican una y otra vez a sus amigos, conocidos, familiares por qué quieren celebrar su separación. Las reacciones van de la sorpresa y el entusiasmo a la preocupación o el pasmo, sin que ninguno de estos sentimientos los modifique demasiado a los coprotagonistas. Si bien llegamos a conocerlos un poco por separado, no hay en realidad indicios significativos que expliquen las motivaciones de la ruptura, más allá de la propia inercia de los años; como si, por no haber un proyecto de hijos, terminar con la relación fuese lo natural.
Poco a poco, a medida que se introduce la película que Ale está dirigiendo (y que, en la sala de montaje, es precisamente el metraje que estamos viendo), el acto repetitivo y lúdico, que al principio puede divertir a unos y aburrir a otros, comienza a asumir el sentido plástico de un film-ensayo. De este modo, la película de Trueba revela sus credenciales formales: convierte su estructura en una demostración conceptual.
El amor-repetición es el gran tema de Volveréis. Se trata de un concepto de Sören Kierkegaard consignado en La repetición (1843), libro que el personaje de Fernando Trueba le presta a su hija para que reflexione sobre su relación de pareja. Un autor oscuro y pudoroso habría ocultado la referencia existencial para complacer a los críticos más hermenéuticos. Jonás Trueba, en cambio, quien ante todo es un hijo caprichoso con un juguete centenario en las manos, cita y reitera sus citas, argumentando con palabras del filósofo danés la principal tesis de su comedia-ensayo romántica: “El amor-repetición es en verdad el único dichoso. Porque no entraña, como el del recuerdo, la inquietud de la esperanza, ni la angustiosa fascinación del descubrimiento, ni tampoco la melancolía propia del recuerdo. Lo peculiar del amor-repetición es la deliciosa seguridad del instante”.
El fragmento habría caído en la banalidad pedante si no fuera por una puesta en escena, en efecto reiterativa, que atestigua un amor sereno y juega sin miedo a las sobreimpresiones lentas, al jump-cut torpe, los chistes de saltos de eje, la rebeldía de la gráfica de los títulos y al archivo de video de la pareja (como esa visita a la tumba de Truffaut): una soberanía lúdica, en fin, que dentro de un marco formal estricto glosa tanto sobre lo extraordinariamente libre del amor-repetición como sobre lo maravillosamente imaginativo del cine de género clásico.
Aquí cobra sentido el prólogo a esta reseña sobre Billy Wilder ya que, además de Kierkegaard, el personaje del padre le da a leer a la protagonista un libro de Stanley Cavell: una especie de filósofo utopista cinéfilo que argumenta que el cine, sobre todo las grandes comedias de enredos matrimoniales de Hollywood, nos hacen mejores personas. Las parejas del screwball de los años treinta y cuarenta, lejos de ser simples arquetipos (estereotipos, dirán los incautos), son una evolución de las comedias románticas shakespearianas, y en palabras de Cavell, “cuentos de hadas para la Depresión” que, justamente por su circularidad, siempre ofrecen una segunda oportunidad: no para repetir lo mismo, sino para aprender y hacer las cosas de manera diferente.
Desde luego, el cristalino e irrevocable “The End” de El apartamento no tiene lugar en la apuesta de Trueba, cuya película, gran triunfadora de la Quincena de Realizadores en el último festival de Cannes, opta por un cierre que, aunque claramente feliz (la prometida fiesta), no proyecta nada hacia el futuro —pero el no-futuro ya no es un problema del cine, sino de nuestro presente—. ¿Vuelven los protagonistas de Volveréis? No lo sabemos, y tampoco importa. Ni siquiera vale la pena especular al respecto porque la película es un objeto autónomo que reflexiona sobre la repetición y, tal vez, sobre los frutos del amor. Pero estos, como bien apuntó Octavio Paz, son intangibles; y en esa intangibilidad reside su enigma.
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