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“Volvimos para ser mujeres”. La interpelación del feminismo al rock argentino

DISCUSIÓN

(Y sentí las flechas del deseo) / en el mar de las posibilidades.

Patti Smith, 1975

 

La salida del compilado Mala reputación: Latfem presenta una memoria feminista en canción buscó coincidir con el 8M 2020. Esta antología del medio feminista Latfem no pretende ser absolutamente representativa del rock y el pop practicados por mujeres hoy en la Argentina. No obstante, basta escuchar sus siete tracks para comprender que lo que guio a las excepcionales Romina Zanellato (periodista y productora ejecutiva del álbum) y Barbi Recanati (cantautora y productora artística) fue una curación basada en el eclecticismo. A cada género, su sendo touch: pero ni el paso de Luciana Jury por el folclore; ni el de Flopa y Jazmín Esquivel por el indie rock nacional post-Suárez; ni el del dúo Susi Pireli por el reggaetrap (extremista en su deconstrucción de la “sexualidad twerk”); ni el de Valessa por el hip hop, o aun el de María Pien por el soft rock de alto satinado, llegan a sorprender tanto como el electro del dúo Pulpa Negra (canta la genial humorista Charo López). El tema está buenísimo y en términos de “mensaje”, te canta las cuarenta superando la tentación de rendirse a Capusotto, pero la música… Me retrotrae demasiado a ese electro-funk que fundó el “Rockit” de Hancock en 1983 y explotaron poco después magistralmente los Mantronix. ¿Y con eso qué? ¿Será algo personal nomás, que siempre me deprime escuchar como vieja una música que representó el futurismo en su momento (no sólo para mí)? ¿Pero eso qué importa acá, si lo importante es “lo que se dice”? Por otra parte, no estamos ante un pastiche: el tratamiento de la voz no es robótico como se usaba entonces, ni autotunizado como se lleva ahora. ¿Y después de todo, qué tiene que ver la retromanía con la música popular feminista de hoy?

 

 

Un poco de historia. Antes de referirnos al futuro, chequeemos cómo se consume el pasado musical en el presente. Para eso, tendremos que desarrollar dos conceptos: la spotifización de la música en general, por un lado, y por otro, lo que llamo la “reparación histórica” del nuevo rock feminista en particular.

Pese a que Spotify simula ser un aleph de la música (Apple Music y Tidal van por detrás), ahí no TODO se almacena (y tampoco durará por siempre, les cuento). Para quienes hemos atravesado consumos diversos de la música, más que nada a causa de los diferentes formatos a los que la industria nos sometió (vinilo, casete, compact, mp3, clip), sabemos que las tecnologías no sólo afectan el consumo, sino también la producción. En estos términos: el álbum blanco y Abbey Road fueron concebidos para el vinilo, tanto como Nevermind (¿recuerdan “Endless Nameless” como bonus?) lo fue para CD, o Lemonade de Beyoncé está pensado desde YouTube. Los formatos tecnológicos en los que se “vende” música no son neutros en sí mismos.

Así y todo, varían los modos de usar estas plataformas de streaming. Una cosa es recurrir a ellas para volver a escuchar Abbey Road, Nevermind o Lemonade habiéndolos conocido en su formato original o en su momento, y otra, conocer esos álbumes disueltos en una sopa de algoritmos. Sin ir más lejos, la “experiencia analógica” es irrecuperable. Los nativos digitales accederán a esos discos como consumen los de Billie Eilish o Ysy A, más o menos informados por Wikipedia y aledaños de cómo fueron al editarse. Si bien otras auras se nos fueron en esta nueva era de la reproductibilidad técnica de la música popular (la culta sobrevive en su eternidad de partitura), no quisiera volver a detenerme en cómo la desmaterialización se llevó puesto el “arte de tapa” y demás. Más bien, prefiero enfocarme en cómo ese gran archivo de alta disponibilidad que representa Spotify implica un uso que directamente desactiva la historicidad del objeto musical. Recordemos cómo se constituyeron el “retrofuturismo”de los noventa (el hip hop más intertextual, la sampladelia) o la hauntología diez años después (sobre todo, el proyecto The Caretaker de Leyland Kirby): el objetivo era señalar el hallazgo de un olvidado sonido reciclado, subrayando la textura de la fuente (el “grano” del vinilo, sobre todo). Al contrario, las plataformas de streaming fundan un limbo de músicas en presente, simplemente a un clic de distancia, donde la marca temporal de cada pieza ha sido borrada. Igual que su contexto cultural, igual que su posición en la dialéctica de los gustos. Si nos fijamos en Spotify, en las playlists lo que cuenta es cómo ordenar por funcionalidad (“Música para tomar mate” existe, por ejemplo) o mood (“Canciones tristes para llorar en español” y así), sin importar de cuándo o de dónde vengan los tracks. A partir de ahí cada cual construirá su propio mixtape (lo mejor del proceso).

Si bien la spotifización a la que aludo (la ahistoricidad y ese “post-gusto” de la equivalencia algorítmica) colaboraría para una sana superación de prejuicios y tabúes de fábrica a la hora de descubrir músicas; ni el lounge, ni la disco, ni el AOR, ni Sandro y demás objetos de fobias que definieron las dialécticas del rock esperaron a que llegara este archivo en streaming para ser reivindicados.

El lado negativo de este fenómeno termina generalizándose cuando se traduce en ciertos acontecimientos que desactivan discusiones originalmente ricas para que el rock contara con su propia opinión pública. ¿Vieron en la ceremonia de los Premios Gardel cuando Benito Cerati y Eruca Sativa versionaron live a La Renga, a través de “El hombre de la estrella”, tema dedicado al Che Guevara? Nadie hubiera querido estar cerca de la tumba del líder de Soda Stereo, que desconoce el sosiego hace tanto… ¿Pero no es este el tan deseado “fin de la grieta” en términos de rock nacional, aquel proyecto de la FM Mega en los dos mil? En realidad, se parece más a esa “unión del rock argentino” que sucedió durante la Guerra de Malvinas, que habilitó tanto un recambio como la irrupción de un under en contraposición (todo lo cual obligó a los consagrados a un aggiornamiento).

Hoy la spotifización de nuestro rock coincide con la adopción por parte de los nativos digitales de otra subcultura: la del trap. La cual cierra herméticamente una historia y una ideología del rock, como si de un folclore urbano (de la ciudad del siglo XX) se tratara. El rock ha dejado de ser la música popular hegemónica, no sólo en este país. Por añadidura, habría una forma de explicar la explotación obsesa de un género en apariencia limitado, como el hip hop: señala un síntoma generacional ante la imposibilidad de digerir en tan poco tiempo (hablamos de jóvenes) el exceso de información musical que ofrecen hoy las plataformas de streaming.

Ahora expliquemos de qué va la “reparación histórica” que se reclama a la luz del feminismo actual.

 

 

El año pasado me tocó ser jurado del Fondo Nacional de las Artes (en la sección que se ocupa de la producción de rock inédito), junto con Andrea Álvarez y Diego Tuñón (Babasónicos). Una de las sorpresas se la debemos a mujeres. Especialmente por dos casos: una chica que practicaba blues como si aún fuera 1973 y una banda femenina que se atenía a las reglas del metal fechado en 1983. Daba la sensación de que los hitos protagonizados por Leonor Marchesi, Celeste Carballo y Patricia Sosa a principios de los ochenta no hubieran sido suficientes para establecer un continuo, y eso que se podrían contabilizar más hitos en la década siguiente con las Blacanblues y Claudia Puyó, entre otras, o incluso más ejemplos menos difundidos que supieron combinar los hashtags “metal” y “mujer” en revistas como Madhouse. Empecé a atar cabos cuando escuché el debut homónimo de Lucy Patané. Siempre me había impresionado el tema “Washington” que cerraba el álbum Pandemia lésbica (2017) del grupo Las Grasas Trans. Punk barrial al estilo 2 Minutos, sí, pero elevado a la enésima potencia (se enumeran muchísimas, muchísimas ciudades suburbanas), motorizado por un riff de guitarra intensivo, lejos de la fobia al virtuosismo del ataque 77, que respira la caligrafía de Patané. Escuchen ahora la monumental “Dock Sud” de Lucy. Diría que casi resume la historia de lo que una guitarra fue capaz de protagonizar en el rock en sólo seis minutos.

Basta volver a comprobar el lugar central de los diez minutos de “Color humano” en el debut de Almendra para entender que a los varones se les ofrecía desde el vamos no sólo el derecho a componer canciones, sino también el privilegio de zapar a gusto con sus iguales y sendos instrumentos. No les voy a pedir que comparen esta jam con las dos canciones naïve que Alejandro Medina le musicalizó y arregló a la considerada “primera mujer del rock argentino”, Cristina Plate, para no humillar a nadie, pero ayuda a dimensionar la falta de “cuarto propio” de entonces. Recién en 2019, Patané logró arrogarse el derecho a grabar una pieza instrumental como las que registraban a comienzos de los setenta los músicos de La Pesada. Una guitarrista admirable como ella —incluso en términos de valoración machirula alla Pappo— definió un tipo de álbum solista como los que Lebón, Kubero, Gabis y Pinchevsky nos legaron hace cuarenta y cinco años. En sintonía con el caso Plate, fíjense cuál era el lugar al que se condenaba a las mujeres en el Mundo Pesada, siempre a la medida del deseo masculino: o se la quiere maman (las domésticas canciones de cuna de Donna Caroll, 1973) o se la ofrece como putain (Erótica, Jorgelina Aranda, 1974). No olvidemos que en los setenta sólo si eras “novia de” se te permitía ingresar al rock (Gabriela, Carola, María Rosa, Mirtha). Aunque seamos justos: a comienzos de los setenta, Gabriela, aun “protegida” por su pareja y sus compañeros (“En mi coto de caza, nena / puedes correr desnuda”), ha sido la precursora de dos interpelaciones al Patriarcado: “Haz tu mente al invierno del sur” (una preciosa balada en piano contra las decisiones unilaterales de su novio) y la insuperada “Voy a dejar esta casa, papá”.

Quién dijo que está muriendo el solo de guitarra?” se llama la playlist que Lucy subió a Spotify, desafiando lo que el “indie” podría calificar de anticool por herencia del punk. Vamos desembocando entonces en los aspectos más interesantes del “empoderamiento” de las mujeres en el rock: la reparación histórica (hacer por fin lo que se suponía que no era propio de una rockera) y el revisionismo histórico ad hoc. De este modo, esta sección del rock argentino neofeminista es por ahora la única fuerza capaz de contrarrestar el “Todo vale”, el “Me lo recomendó el algoritmo” y el “Me gusta ¿y qué?” de la spotifización de todo. En otro momento, podríamos desarrollar cómo la auténtica decadencia de un rock indie hedonista, que dejó atrás la épica suburbial y subcultural de El Mató y aledaños, no hizo más que mimetizarse con los valores de estos cuatro años de nuevo experimento neoliberal. Contra este fondo de rock manso, tranquilo, all inclusive y cool, el rock feminista brilla. “Dennos estos lugares, que vamos a cambiar la música”, arengó Marilina Bertoldi, luego de ganarse el Premio Gardel de Oro hace dos años.

 

 

“Estuve haciendo investigaciones sobre esto. La única persona en ganar este premio que no es hombre fue Mercedes Sosa hace diecinueve años. Hoy lo gana una lesbiana”. Con tales palabras, Marilina Bertoldi recibía el Gardel de Oro por su álbum Prender un fuego, casi un año atrás. El evento contó con el modelo Iván de Pineda como conductor, quien afirmó de una que “Este es un año increíble para las mujeres”. Pero Bertoldi quiso dar un paso más allá de la corrección política post #niunamenos y #noesno del momento, agregando “una lesbiana”. La idea la desarrolló con menos nervios en un reportaje a Clarín: “No tenemos por qué identificarnos con el discurso de cómo un hombre ve el amor, el odio. También podemos identificarnos con una mujer, con una lesbiana, con un gay, trans, travesti, no binaria”. Sin querer, Bertoldi dio con un diagnóstico de época, poniéndose al frente, mientras transcurre uno de los períodos del rock argentino más pobres.

Para destacar: la reivindicación de María Gabriela Epumer por parte de Bertoldi. Sin dudas, una de las músicas del rock argentino más “tapadas”: si bien Charly la consideró una gran guitarrista, se la recuerda más por haber sido su acompañante y por haber formado parte de Viudas e Hijas de Roque Enroll. Y eso que estudió con Robert Fripp y todo, si hacen falta las cucardas a las que aspiraran los viejos “violeros” progres de acá. Borgeanamente, Bertoldi crea en ella a su única precursora. Única. Acto polémico, no sólo porque existe una tradición de rock hecho por mujeres en este país. Sino también porque cuando la Epumer editaba sus discos lograba obtener más repercusión, por su relación con popes, que otras mucho más under y más jugadas en el nivel experimental. Hacia fines de los noventa, aun acompañando al máximo prócer del rock, estaba informada de lo que sucedía como “alternativa” a él: por algo hace un cover de Daniel Melero (otro prócer, sí, pero de lo otro) en Perfume (2000). Ante todo lo que hay para recuperar y revalorizar todavía en excepcionales álbumes indie protagonizados por mujeres mediando los noventa —como Carola Bony (1994), Hora de no ver (Suárez, 1994), Triángulo María (María Fernanda Aldana, 1997), Acorralar a la bestia (Actitud María Marta, 1996) e incluso La bestia de Érica García (1998)—, el rescate emotivo de Epumer se revela como un recorte incompleto con otras intenciones: el acto de Marilina carga el peso de un gesto re-fundacional, con olvidos convenientes o mera indocumentación. Si no, cómo explicar la omisión de las mujeres que en los ochenta marcaron el rock, ya sin depender de un hombre que las promoviera: desde Celeste Carballo, Leonor Marchesi, Patricia Sosa, las Viudas, Fabiana Cantilo, Hilda Lizarazu, Isabel de Sebastián, Diana Nylon y más, hasta periodistas como Gloria Guerrero y la dupla Laura Ramos-Cynthia Lejbowicz, que definieron el discurso de entonces como ningún varón. Por suerte, tanto “empoderamiento”, y algo de megalomanía, en este rock queer no sólo son producto de un rock cis que se mantiene callado, mientras unos son condenados por violadores y otros son sospechosos por menos, sino que hay muestras de un cambio en presente y acaso de un recambio por venir.

 

 

Efectivamente, en 2019, sólo se destacaron los álbumes de un rock que respondió al Desafío Bertoldi: el de mujeres que cantan y tocan sobre las vicisitudes de amar a otra mujer. Ahí enumeramos Polvo de Paula Maffía, Depreciosa de Las Ex, Billetes falsos de Amor Elefante, La oscuridad bailable de Kumbia Queers y, sobre todo, el intensivo debut de Lucy Patané. “Hasta ahora la historia del rock argentino es la historia del hombre en el rock argentino”, sentenció Marilina, por lo cual nunca tendríamos que olvidarnos de que a una mujer le tocaba verse como la “nena” de “Despiértate, nena”, por ejemplo, o draguearse como el dueño del imperativo, pero así sólo por un arduo ejercicio de identificación invertida. O directamente: quedar afuera de lo que se cantaba/contaba y sentir la música (uff, ¡el riff priápico!).

Por eso el cambio de vocativo es un paso importante. “Ay, morena”, suspira Patané; “Mami”, lanzan La Ex (que se quejan con agria ironía de que “Tener novia es muy / muy difícil”), mientras Maffía va al punto cuando reescribe a aquel Spinetta ’73 que despertaba a su amante: “Ay, nena, agarrate que vamos a cabalgar” (atentos al “acaba, acaba, a cabalgar”: acá se juega otra forma de gozar, digámoslo: no “falocéntrica”). Como apuntaba Bertoldi, la cuestión ahora es aprender a identificarse de nuevo. A menos que une se resigne a seguir el pop latino de Lali y la Barón, con su pose de chica hétero vengativa que, a pesar del tono desafiante, sigue seduciendo al hombre moviendo del cuerpo lo que él quiere. Nuestro latin trap femenino (Cazzu, Dakilah, Nicki Nicole) no está lejos de seguir la misma línea de “seducción ofensiva” del pop, sólo que exhibe sus valores “materialistas”(“las que cuentan money son las que no lloran”) más desvergonzadamente (aunque ninguna llega al punto chabacano de “Puta”, de Barón, o la riesgosa caricaturización de todo).

Pero no sólo de palabras se componen las canciones, aunque incluso en el campo lírico Maffía y Patané aporten novedades (una se valdrá de toda fauna que le permita metaforizar un erotismo infra o sobre-humano, uniendo a Diana, Venus y Safo en una sola diosa salvaje que acaso nunca existió; mientras que la otra recurre a un surrealismo hiperbólico y antisentimental —clavículas que se usan de escarbadientes, mujeres de cabezas desproporcionadas, toneles que se llenan de lágrimas para pintar paredes—, más cerca de Lautréamont que del Rimbaud spinettiano). ¿Por qué el caso de la dupla Maffía y Patané (socias en muchos proyectos, pero no vienen al caso ahora) resulta el más intenso e interesante en lo que queda del rock? Por el modo en que se comprometen a ponerle el cuerpo de otra manera al rock más genérico (el que toma su ADN musical del blues; su tímbrica se basa en la electricidad de una guitarra; su rítmica, del beat y su expresividad depende de variaciones sobre un grito primal). Además, porque habiéndose convertido el rock en un imperativo musical en los últimos años, hacía tiempo que no se sentía como una necesidad expresiva. Desde el vamos, en Polvo, Maffía consigue que su manifiesto de la desmesura (ese paso del treinta al cuarenta para contar los pájaros incontables de “Otros animales”) se encarne en una música que sólo puede ser rock. “Me brindo porque mi talento es rebalsarme”, advierte, canciones antes de anunciar que “pierde los estribos” o que se desata brutal. Cuánto hacía que el rock no contagiaba su surplus de goce, o una mínima inquietud erótica, tan neutralizado como sobrevivía por su unánime familiaridad (y familiarismo: la unión de niños y abuelos rockers: un bajón).

 

 

El bigote que suele portar Lucy en Instagram, y que las Amor Elefante se pusieron en tapa, traza una ironía hacia eso que Dan Graham llamó la macha stance: la pose de las chicas que deben volverse drag kings para rockear. Una mímesis de la masculinidad del rock que se podría corroborar en bandas como el trío Eruca Sativa, en cuyo nombre no resuena en vano el de Catupecu Machu (la forma desgarrada de forzar la voz, el modo de calzarse la guitarra, el esfuerzo forzado de todo: la comprobación de que la mujer puede practicar incluso mejor lo que inventaron los hombres). Si repasamos las caricaturas interpretadas por Capusotto, al rockero machirulo no lo vamos a encontrar. Pomelo no basta; Violencia Rivas es mujer; Missogino Renni, melódico: y hasta donde vi, no existe un Micky Vainilla rocker. Tal vez sea el colectivo teatral Piel de Lava el que sutura esa falta, al representar con sorna el sentimiento futbolero coreando en manada el Ji ji ji redondo en su obra Petróleo. ¿Y qué sucedería si Capusotto realmente se riera del machismo del rock? ¿Eso podría suceder? ¿Y por qué no sucede? Cómo tarda la deconstrucción…

Ahora, volviendo a las Eruca, es importante destacar que llegaron a ocupar un lugar central en el rock argentino, a fuerza de codearse con próceres (Lebón, últimamente) y hacer covers de ídems (de Pescado), además de haber cumplido con todo lo que el rock exige ser y hacer (sobre todo, con la destreza de “tocarse todo”, el onanismo instrumental de los varones al palo). Finalmente, lo notable es que este power trío, liderado por Lula Bertoldi y Brenda Martin, haya explicado su vuelco actual al folclore sororo dando, entre varias razones, el hecho de haber sido madres (además, su colaboración con Abel Pintos contribuyó a su definitiva popularidad y su paso a la “suavidad acústica”). Por eso Eruca Sativa, en su versión más power, representó un máximo de ascenso hasta dar con el techo de cristal rockero. ¿No queda en el proyecto de tomar el rock por parte de las mujeres siempre algo inacabado mientras la batería sea cosa de hombres que pegan fuerte?

En el documental Una banda de chicas de Marilina Giménez, uno de los asuntos que discuten las rockeras ahí es cómo suena un grupo cuando la mujer golpea los parches, cuál es su particularidad como ejecutante. En 2013, Daniel Melero concibió un álbum entero basado en esa curiosidad, Disritmia, a partir de performances de la baterista Silvina Costa (Las Kellies). La musicología se debe una historia de bateras —de Maureen Tucker a Meg White, pasando por Karen Carpenter—, conteniendo un análisis de cuál es la injerencia real de su presencia en la orquestación de una banda. ¿Qué pasa cuando la mujer pone la base?

 

 

Para concluir, quisiera referirme a otra acción complementaria a la “reparación histórica”, la “reposición histérica”. Desde ya, valorizo la histeria en términos políticos como fuerza contracultural: Jagger canta “I can´t get no satisfaction” en 1965 porque la sociedad de consumo no logra seducir al protagonista del tema, por eso ofrece a través de su ritmo, su pulso, su pro-pulsión, otro cuerpo y otra forma de vida (mientras la letra dice no, la música enuncia y anuncia otro : la alternativa que llega con el rock & roll). Como repite tanta bibliografía analítica, en la histeria tiene lugar un desafío al Amo marcando su insuficiencia, la negativa a su propuesta de goce. Por eso, el feminismo rockero no puede más que responderle a “Satisfaction” con otra “Satisfaction” que la ponga en cuestión ahora (al final, el cuerpo stone acabó siendo de lo más misógino: ¿les tengo que citar “Under My Thumb”, “Yesterday´s Papers”, “Stupid Girl” y demás apropiaciones blanquecinas de un blues negro capaz de cantarle loas al femicidio?). Re-somatizar el rock: ese es el proyecto del feminismo rockero en plan revolucionario (¿o se trata simplemente de subirse al tren que pusieron en marcha los jóvenes patriarcas después de la Segunda Guerra?).

Cuando oía la originalidad de la dupla de saxos soplados por chicas en los arreglos de Maffía (nada que ver con el “rock con saxo” escuela Sumo/Redondos/Renga), o cuando Patané pasa a modo jam, me recuerda a los tiempos del “Nuevo Rock Americano” de los ochenta (Violent Femmes —vaya nombre— en un caso; Dream Syndicate, en el otro). Es decir, ese momento en que el rock yanqui retomaba las búsquedas de The Band, los últimos Byrds e incluso Creedence para llegar lo más lejos posible en la electrificación de los folclores locales. No estoy afirmando que estas sean las “influencias” ni de Lucy ni de Paula, no. Lo que intento es hacer un ejercicio intertextual propio de mi oficio que, al fin y al cabo, ratifica la original discontinuidad de sendos proyectos.

Pero sobre todo, estos nuevos intentos de poner el cuerpo lejos de lo que un hombre espera de una mujer con guitarra eléctrica me recuerdan a una de mis bandas favoritas de todos los tiempos: las rapsódicas Throwing Muses. Su debut de 1986 todavía ofrece caminos que no sigue nadie (bueno, sólo con algunos atajos, Pixies se hizo una carrera entera). Es cierto que la plasticidad eléctrica y la actitud lírica de esta nueva generación de rockeras nuestras (incluyo también aquí a Barbi Recanati, cuya singular reinterpretación 2.0 del sonido Joy Division vía Yeah Yeah Yeahs se destaca en su flamante álbum Ubicación en tiempo real) proviene de una mujer fetiche para estas rockers. Nos referimos a la británica P. J. Harvey, quien en Stories from the City, Stories from the Sea (2000) transforma a Patti Smith en un género. La Harvey ocupa aquí el lugar que en otro momento tuvieron unos Stones, un Marley o unos Ramones: el de un culto intransferiblemente argentino, a contrapelo de las tendencias anglocéntricas del rock mundial.

 

 

Si el cuerpo y el goce de la mujer no fueron convocados a la hora de crear el rock, su inclusión propone un ruido inaudito, marca otro ritmo. Esta disonancia y este pulso son lo mejor que le podría estar sucediendo al rock argentino hoy, que parece estancado en un “todo tiempo por pasado fue mejor”. Mañana sigue siendo mujer.

 

Imagen: Lucy Patané, fotografía de Sofía Martinsen.

 

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