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Metacinematografías. La posición moral en el cine de Michael Haneke

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Primera hipótesis de trabajo: algunas de las escenas claves del cine de Michael Haneke están siempre ceñidas por una temporalidad precisa, ominosa, apocalíptica. Suelen sintetizar visualmente una única constante en transformación, como si el desorden de un presente caótico y amorfo fuera la clave de una condición humana pareja en su desintegración.

 

30/06/15. Primera hipótesis de trabajo: algunas de las escenas claves del cine de Michael Haneke están siempre ceñidas por una temporalidad precisa, ominosa, apocalíptica. Suelen sintetizar visualmente una única constante en transformación, como si el desorden de un presente caótico y amorfo fuera la clave de una condición humana pareja en su desintegración. Establecer la relación del cine de Haneke como instrumento político frente a estructuras sociales conflictivas y sumamente dinámicas supone necesariamente una determinada forma de comprender el espacio y el tiempo. Para precipitar una hipótesis inicial, podríamos afirmar que las películas de Michael Haneke se traman sobre la encrucijada más abiertamente problemática del cine contemporáneo: si se las reduce a una persistente manía transgresora –dentro de la cual su factor de incomodidad es apenas un detalle anecdótico de la noción de “autor”–, se corre el riesgo de agotar su interés en el simple tópico del análisis crudo de la violencia social producida en un momento o contexto histórico más o menos determinados. Si se las limita, por el contrario, a las corrientes de vanguardia cuyo objetivo inmediato sería la reflexión sobre el propio espacio de la representación, entonces corren el riesgo de agotarse, volverse “instantáneas” y –lo que es peor– caducas como acontecimiento, incapaces de soportar lecturas más allá de una coyuntura como la actual, extraordinariamente propicia para las teatralidades del exceso. Convendría, entonces, leer el cine de Haneke como la resistencia a un hábito de encadenamiento: no siguiendo la economía de un sentido de denuncia o puesta en crisis de un sistema de valores específico, sino inscribiéndolo en una abrupta discrepancia en cuanto a los métodos y estrategias que han ayudado a consolidar ese mismo circuito de representación.

 

02/07/15. El aparato ideológico de Haneke tiene una raíz premoderna, se vale de una compleja terminología filosófico-técnica en un medio masivo como el cine, y acostumbra introducir esos conceptos a la manera de tesis más propias de la forma ensayística que de la narrativa. Surge de una idea constitutiva por la cual se entiende que la exposición consciente del artificio tecnológico es lo único que permite la interrogación sobre los modos de representación de ciertos temas que el denominado cine “mainstream” prefiere vaciar de contenido, apelando a formas mucho más espectaculares aunque, paradójicamente, menos concretas. La cuestión principal sería el reposicionamiento moral que este estado de cosas requiere frente a las novedosas zonas de conflicto abiertas en un mundo mediatizado y dado (falsamente) por “seguro”. Algunas tempranas conexiones con sucesos de la crónica policial (dos de los tres films que integran la llamada trilogía de la “glaciación emocional” están inspirados en acontecimientos reales) podrían confundir lo que es un estricto programa estético con el intento hábilmente concebido de vaciar emocionalmente un cine sin relieves ni complejidades, para disponerlo después al ejercicio de una mirada voyeurística que exculpe al espectador mediante una algebraica exposición de remanidos motivos de violencia y crueldad. Sin embargo, hay una clara intención diferida en este didactismo de tono a menudo intimidatorio (que no desdeña la provocación), y que aleja a los films de Haneke de estas, en principio, peligrosas posibilidades, para desplegar un espacio teórico donde cualquier intento por sostener la carga agresiva del discurso hasta los límites de lo tolerable es inmediatamente sometido a un juicio sobre los propios procedimientos cinematográficos utilizados para tal fin. En el tipo de conflicto con el lugar común que logra Haneke al violentar la conciencia intensificada del espectador, maniobrando sobre una realidad sublimada que progresivamente corrige mediante mecanismos distanciadores, se advierte su diagnóstico sobre nuestra época: la seguridad de que algo, en la naturaleza misma de la realidad social, no resulta del todo favorable a la realización plena de la idea de “civilización”.

 

06/07/15. Algunas ideas para pensar la temporalidad en el cine de Haneke.

En “Una pequeña historia de la fotografía” (1931), Walter Benjamin pone en relación la potencialidad creadora del artista fotográfico y cierta voracidad documental con la que el observador/espectador rastrea en la superficie de la imagen los destellos de lo real. Más allá del artificio, del trucaje o la modificación artística que puedan operarse sobre el objeto retratado, no existe circunstancia que pueda evitar el avance de la realidad sobre los temas y los sujetos de la ficción fotográfica. En cierta forma, Benjamin está problematizando las cuestiones que, algunos años antes, Siegfried Kracauer ya había sugerido en cuanto a la función del detalle y lo accesorio como marcas de nacimiento o cuñas cronológicas en el desarrollo histórico del arte fotográfico. Ambas teorías anuncian, a su vez, los elementos carentes de estructura (o “no-anticipados”) que van a fascinar al Barthes de La cámara lúcida (1982): la transición entre un arte de la imagen fija y un arte de la imagen en movimiento está, lógicamente, saturada de temporalidad. La duración fílmica destaca una materialidad del objeto, incluye una verdad de la existencia (un “haber estado ahí”) y la irrefutabilidad de un tiempo específico manchado por una historicidad técnica. No sólo la tecnología misma envejece (obsolesce), sino que los objetos y contenidos de la imagen por ella capturada exhiben, también ellos, los rastros del momento en que fueron producidos. Aun cuando hayan sido “embellecidos” o modificados antes de ser fotografiados o filmados, los objetos consumen porciones de tiempo histórico que la fotografía y el cine transforman en “ficcionales”. La tecnología produce, por lo tanto, un molde de tiempo para la aparición de lo espontáneo o lo inesperado. Como apunta Thomas Elsaesser, “la realidad del medio obliga al cineasta a crear el evento a medida que lo captura, a otorgarle una lógica espacial y secuencial específica, que se vuelve, en cierto sentido, la representación abstracta e intensificada del evento en cuestión, en oposición a la reproducción extensiva y literal de su duración”.

 

08/07/15 – El séptimo continente (1989). El primer film de Haneke concebido para su exhibición en salas de cine (al que arriba luego de una serie de películas hechas para televisión) registra momentos específicos en la vida de una familia perteneciente a la burguesía media de una ciudad que podría ser Linz (el único dato que permite identificar el escenario es la placa del automóvil familiar), a lo largo del período comprendido entre los años 1987 y 1989. Las escenas que Haneke registra de manera casi documental –y que operan como sinécdoques del año al que corresponden– se rigen por la frialdad de la puesta en escena y la desafección de las interpretaciones actorales. En lo que el crítico Peter Brunette ha definido como una realidad “hiperhitchcockiana” –dada la absoluta preponderancia del diseño de producción con la que Haneke condiciona la incursión del espectador en el desarrollo narrativo de los hechos–, asistimos a una sucesión de viñetas separadas por cortes a negro cuya duración difiere según un criterio que el propio Haneke clarificaría en sucesivas entrevistas: más allá del propósito evidente de crear un verdadero sentido de fragmentación, la duración de los “intervalos negros” corresponde a la “profundidad” o “complejidad” de la escena precedente, lo que equivale a decir que son entendidos como paréntesis o espacios de reflexión concedidos al espectador entre las transiciones dramáticas. A una escena de mayor espesor semántico, correspondería, por lo tanto, un intervalo de mayor duración, en una propuesta de indagación analítica que funcionaría en paralelo (y simultáneamente) al desarrollo de los acontecimientos narrados. La repetición de gestos, movimientos, poses y detalles (la mecanización de la conducta humana; el automatismo de la vida cotidiana puntuado por la sinfonía de funcionamiento de los artefactos domésticos) manifiesta un claro interés por extraer del entorno una cadena de frías imágenes postales de la desintegración. La insatisfacción existencial se mantiene invariablemente suspendida sobre cada una de ellas, dejando apenas señalado su interés narrativo, como si una tristeza resignada, ligeramente sobrenatural, fuera interfiriendo con todo y arrebatando la vida al entorno. Son escasos los signos que manifiestan la vida de los cuerpos y las mentes, mientras un dolor abstracto desgarra a los personajes hasta sumirlos en una suerte de catatonia en la que ya no pueden ni mirar ni saber. Como exploración de un marco resolutorio al que van a morir las emociones –con su alternancia entre turbulencia y remanso que impresiona por la contundencia de las elipsis– cabría preguntarse, sin embargo, hasta qué punto la apelación a la fragmentación de este curso fatal cumple con la función reflexiva originalmente pensada o se constituye en mera ilustración de un escalón más de ese diseño apabullante que aquí está, apenas, en fase de experimentación. El vaciamiento irrefrenable del sentido de realidad, que Haneke pone a agonizar en este núcleo familiar en descomposición, todavía carece, sin embargo, de esa alerta de incredulidad que va a manifestarse más claramente en el capítulo siguiente.

 

11/07/15 – El video de Benny (1992). En esta segunda escala en la llamada “trilogía de la glaciación emocional” se examina uno de los fenómenos emblemáticos del entrampado mediático de la realidad: la artificialidad inherente a la experiencia contemporánea del dolor. En el inicio del film, la grabación doméstica del sacrificio de un cerdo es rebobinada una y otra vez, ralentizada y manipulada hasta el punto de deformar la banda sonora para convertirla gradualmente en un sonido espeluznante. Este “afinamiento” cumple el doble objetivo de filtrar lo real a través del artificio técnico y, al mismo tiempo, producir un efecto de desorden y extrañamiento que divorcia la ficción de cualquier conciencia moral ajena al orden mismo del relato. Haneke pone en marcha en esta escena un arte perverso de la analogía, que somete los datos de la experiencia empírica a un proceso de sustitución por los signos de la ficción.

 

12/07/15. Benny conoce a una chica en el videoclub y consigue llevarla a su casa. Luego de una conversación banal sobre sus respectivas familias, le muestra el video con la muerte del cerdo y le enseña el arma utilizada en el sacrificio. Después, carga el artefacto con munición y le ofrece a la chica la posibilidad de accionarlo. Ella se niega y le devuelve el arma. Benny le dispara a la chica y la escena se convierte en una suerte de dramatización desplazada de la muerte del cerdo, a la que accedemos a través de uno de los monitores del circuito de video del cuarto de Benny.

Haneke explica la complejidad de esta escena al crítico Serge Toubiana en una extensa entrevista incluida en la edición en DVD del sello Kino. Al volver la escena de la muerte del cerdo “reproducible” a voluntad (“playable” es el término utilizado en la traducción al inglés), se confirma cierta domesticación de la percepción y sensorialidad humanas. En la escena del asesinato de la chica, Haneke filtra el acceso a la imagen cruel mediante una superposición de dispositivos que vuelven al espectador consciente de su posición y lo obligan a reconocer su propio papel. Desde ese momento, la carnicería puede volverse un espectáculo de consumo o un objeto de estudio, dependiendo en cada caso de un reacomodamiento moral que se vuelve imperioso al ser inducido artificialmente mediante técnicas de manipulación artística que trabajan sobre la responsabilidad subjetiva (qué ver y hasta cuándo ver, pero también cómo y por qué ver). Al respecto, afirma Haneke: “Nuestro horizonte de experiencia es muy limitado. Lo que sabemos del mundo es poco más que su imagen mediatizada. No tenemos realidad, sino un derivado de la realidad, lo que es extremadamente peligroso desde un punto de vista político, pero también en el sentido de encontrar alguna forma de verdad en la experiencia cotidiana”.

Haneke conecta aquí con Guy Debord y sus conclusiones sobre la “sociedad del espectáculo”, reformuladas a su vez, entre otros, por Jean Baudrillard. Ambos atacan el simulacro que ha desplazado nuestra aprehensión directa e inmediata de la realidad, aunque con una diferencia, si se quiere, posicional. Mientras que para Debord la vida verdadera subsiste en un “afuera” posible al simulacro, Baudrillard entiende que ese “afuera” ya ha sido suprimido a su vez, devorado, por una nueva cadena de simulacros lanzados y reproducidos al infinito. Haneke mismo sostiene que su apelación/evocación a una edad perdida de aproximación inmediata a la realidad corresponde a una generación que creció sin la presencia continua de la televisión y los hábitos y estrategias de consumo. En contrapartida, lo que las generaciones posteriores a la década del setenta habrían aprehendido como realidad no sería más que una réplica o modelo formateado de aquella. Son los medios masivos de comunicación, entonces, los que han desempeñado un papel fundamental en este proceso de aniquilación de lo que Haneke denomina nuestro “sentido de realidad”.

 

15/07/15. La línea de fractura entre el origen social de la obra de arte y su posible o probable trayectoria intelectual pone en relación las tesis cinematográficas de Haneke con ideologías modernas de la decadencia y el pesimismo estético, que incluyen a pensadores tan diferentes entre sí como T.W. Adorno, Georg Lukács, Arnold Toynbee y Oswald Spengler. En definitiva, se trata de recorridos similares aunque las conclusiones difieran entre sí. La obra de arte como producto social reintegra un nudo de contradicciones. A modo de ejemplo: allí donde el pesimismo adorniano desconfía de la efectiva capacidad política de transformación social por el arte, Haneke se detiene en lo que polariza, lo que separa y divide. La obra de arte dañada en un sentido metafísico fija una condición de conflicto que en Haneke se transforma en pura y llana violencia de la percepción. La diferencia entre una historia trágica del medio y una queja consciente sobre sus potencialidades (rayana en el nihilismo) depende del punto de vista, del momento elegido para entrar en la historia del medio. Una y otra son versiones posibles de un mismo tema, que en Haneke encuentra su expresión formal en el examen de la evolución tecnológica como cifra del desorden, la confusión y el miedo frente a la irreversibilidad del tiempo.

En ese sentido, en El video de Benny, el sacrificio del cerdo y el de la chica funcionan a un mismo nivel: crean las condiciones de la artificialidad y, al mismo tiempo, establecen la mediación tecnológica para situar al espectador en los límites de un territorio siniestro. La desesperación de Benny luego de efectuar el primer disparo no parece provenir tanto del horror frente a su conducta criminal, sino de la imposibilidad de controlar la escena mediante el control remoto, tal como estaba acostumbrado a hacerlo hasta el momento de accionar la pistola. Al gatillar, Benny pone en crisis su propia subjetividad aplanada, liberando por primera vez una suerte de comunicación material con el entorno que lo lleva directamente hacia un tipo muy especial de pánico escénico. Al respecto, señala Peter Pál Pelbart en A un hilo del vértigo: “Ligar la pulsión al tiempo implica retirar ambos de su vinculación con la muerte propia, biológica o metafísica. Si la pulsión se relaciona con la muerte, lo es sólo en la medida en que promueve la muerte de todo lo que es uno, posibilitando el surgimiento de lo diverso: potencia disyuntiva, y no retorno a lo inanimado. No es de la muerte, de la cual no tenemos ninguna certeza y que no podemos anticipar, que el tiempo toma su carácter trágico, sino de una situación donde algo de disimétrico aparece en el interior del hombre. La insistencia de esa pulsión de muerte engendra el tiempo fuera de los goznes (que debe ser articulado por el psiquismo), un campo donde el tiempo deja de ser un modo de operación para presentarse en estado puro. Una obra no está en el espacio y en el tiempo, es el espacio y el tiempo que están en ella, y es de eso de lo que se habla al referirse a una temporalidad esquizofrénica. El punto fijo en el seno del caos, punto gris, abre un Cosmos, pero para que esta abertura se haga (en la esquizofrenia) es preciso que en este intervalo se anuncie un ritmo que es preciso poder sostener”.

El video de Benny es origen y complemento de lo que ocurrirá posteriormente en Funny Games (1997), ya con los personajes operando directamente sobre el proceso de construcción del relato. De hecho, a uno de los sádicos torturadores de este film se lo puede considerar como el mismo adolescente traumatizado (ahora algo crecido) que protagoniza El video de Benny, situación reforzada por el hecho simple pero contundente de que son interpretados por el mismo actor (Arno Frisch). No deja de resultar llamativo que para su primera incursión en territorio angloparlante, Haneke opte por rehacer plano por plano y línea por línea uno de sus films más controvertidos, esta vez con la presencia de los conocidos actores Naomi Watts y Tim Roth. La replicación milimétrica del film no obedece tanto al concepto de remake propiamente dicha, sino al más controvertido reenactment, con el que la jerga televisiva norteamericana suele referirse a los segmentos de dramatización o recreación de sucesos reales, habituales en programas sensacionalistas del tipo E-True Hollywood Story. En un reenactment, el tiempo de la imagen no coincide con el tiempo del evento representado o “revivido” a través de la dramatización. El reenacting es la evidencia de un conocimiento o conciencia de esa disyunción y el intento de rectificarla. Se provee al espectador de imágenes cuya temporalidad no coincide de hecho con aquella del hecho real representado. Aun así, una vez que el film circula como producto, esa temporalidad se torna ilegible, borrada de la imagen, que ha sido desacoplada de sus orígenes. En ausencia de información exterior sobre su procedencia, la temporalidad de las nuevas imágenes recibe una especificación interna, un derivado de su yuxtaposición mental con la escena “recreada” y su duración específica en la pantalla. En este umbral paranoico entre violencia cinematográfica y violencia real, el campo cronológico se transforma no sólo en una herramienta de exploración de reacciones; deviene, también, en laboratorio para la puesta en escena de una realidad aberrante ligada a las técnicas de manipulación tecnológica. Haneke replica imágenes para dotarlas de un nuevo sentido en cada oportunidad –como si estuviera tachando o corrigiendo lo filmado con anterioridad– o vuelve sobre ellas una y otra vez como si tratara de capturar la esencia de un mundo automatizado al extremo. Los planos del coro en el que canta Benny, los planos de puertas y ascensores que se abren y se cierran, de escaleras mecánicas que suben y bajan, o los asesinos “rebobinando” en tiempo real la película cuando la marcha de los acontecimientos transgrede el orden por ellos prefijado, evocan esa realidad fría, acerada y simétrica –aunque “elaborada” al extremo y en detalle–, movimientos todos de acción y reacción frente a las posibilidades de violencia de la razón técnica.

 

22/07/15 – 71 fragmentos de una cronología del azar (1994). El film más experimental de Michael Haneke es un análisis estructuralista –montado sobre secuencias breves que, en principio, no parecen regidas por ningún principio organizador–, planteado a la manera de encuesta o inventario sobre las condiciones de la violencia social. Se trata de un film extraordinariamente lacónico, despojado por completo de artilugios retóricos. Insistente, tautológico y cerrado sobre sí mismo, nos ubica en un ámbito reiterativo para forzar una escisión entre nuestra capacidad de percepción y las posibilidades objetivas de conocimiento de los fenómenos sociales (en este caso, una aparentemente injustificada masacre).

Como El séptimo continente, 71 fragmentos… está basada en un suceso real, una “inexplicable” explosión de violencia desatada por un cadete militar vienés en un banco, el 23 de diciembre de 1993. La película está precedida por un intertítulo que conecta el film con el suceso real y, por lo tanto, condicionará la forma en que aceptaremos o rechazaremos su sentido. Algunos fragmentos son largos, otros muy cortos o de mediana duración, y su relevancia o conexión con el suceso principal es apenas reconocible. En todo caso, la estructura del todo debería descifrarse como un residuo de memoria colectiva que coloca y mantiene a los personajes como partes de un suceso mucho más abarcador que la simple esfera individual. Los 71 fragmentos están divididos en cinco días de 1993: 12 de octubre, 26 de octubre, 30 de octubre, 17 de noviembre y, finalmente, 23 de diciembre, el día en que ocurre la masacre. El criterio organizador, su aspecto temporal o duracional, se establece desde el propio título del film como la única pauta de aproximación a una impenetrable experiencia colectiva de muerte.

Al respecto, Haneke dice al crítico Serge Toubiana: “Accedemos a la realidad sólo a través de fragmentos porque así es nuestra experiencia cotidiana. Vemos muy poco; entendemos aún menos. Pero en el cine mainstream se pretende saberlo todo. Eso me molesta. Sólo en la fragmentación podemos contar una historia honestamente, mostrando las pequeñas piezas, y la suma de estas piezas abre la posibilidad para el espectador de elegir y trabajar con sus propias experiencias”.

Otro aspecto importante de la estructura ambigua del film es la serie arbitraria de fragmentos (¿por qué 71 y no 72, 100 o 200?) de variada duración (algunos duran apenas segundos, mientras que otros se extienden unos minutos), que cierran en todos los casos con un corte a negro de exactamente dos segundos (a diferencia de los cortes a negro de duración variable de El séptimo continente). Haneke intenta explicarlo a Peter Brunette con una metáfora de sentido vagamente musical: lo que se propondría trabajar sería la duración de los fragmentos en función del cálculo de reacciones probables del espectador frente a las implicancias morales de cada una de las escenas con las que debe lidiar. Cada fragmento del film es reconocible pero no necesariamente entendible en un sentido más que dudoso, elusivo, hasta que la conclusión traumática del conjunto los pone a todos en relación. El cuidado puesto en la configuración de cada uno de los planos –que redunda en un maquinal sentido de la belleza– remite al modo en que todas las imágenes de los mass media –pero muy especialmente las imágenes de violencia– son diseñadas para ser “consumidas” antes que contempladas.

Estos trastornos de la percepción y del carácter vuelven al sujeto inhallable, lo extravían en un nudo contradictorio propenso a la furia y los holocaustos en miniatura. Haneke devuelve la violencia al dominio de la naturaleza humana, horrorosamente conflictiva y carente de armonía, generalmente asociada a un cosmos exterior al hombre –nexo hacia la posterior El tiempo del lobo, de 2003–; el horror que emerge e impone su lógica propia obliga al espectador a interrogarse sobre el sustrato ético de las imágenes mostradas. Esos hechos tienen el carácter de lo inmutable, y Haneke arriba a ellos luego de la construcción meticulosa de una estructura premonitoria basada en el anuncio y la postergación del desastre.

 

28/07/15. En Michael Haneke’s Cinema: The Ethic of the Image, Catherine Wheatley ubica a Haneke en el punto de crisis del aparato teórico construido por intelectuales como Jean Louis Baudry y Christian Metz, según el cual, en el cine clásico, el espectador es manipulado por las imágenes y privado de la habilidad crítica para comprender el acto del “ver” en su totalidad, confundiendo finalmente la ilusión fílmica y la realidad. En este contexto, Haneke sería algo así como un artista del forzamiento, al concebir y ejecutar sus películas como vehículos que obligan al espectador a tomar noción de ese quiebre y, por lo tanto, pensar moral y activamente su relación con la pantalla. Ese gesto lo ubicaría en una curva intermedia entre el modernismo reflexivo de Chantal Akerman y la radical negatividad del Jean-Luc Godard de, por ejemplo, Le vent d’Est (1970). Para Peter Brunette, por el contrario, la tensión entre la lógica determinista de Haneke y su toma de posición desde un antihumanismo crítico permitiría cuestionar su postura de árbitro moral desde el momento mismo en que sus marcas de estilo –que el propio Haneke define como “más frío que la realidad”– flirtean con la misma estética de la aberración a la que parecieran cuestionar. Brunette se pregunta con acierto si la permanente exposición a los resultados de la violencia sobre las mentes y los cuerpos –por más que los actos de violencia propiamente dicha transcurran en el off visual– implica verdaderamente una problematización de ese discurso o supone, simplemente, el rediseño de un catálogo de impactos que combina astutamente cierta moral victoriana asociada al escamoteo y la elipsis con la gélida operación intelectual del distanciamiento brechtiano.

 

29/07/15. Podríamos decir que lo que en Haneke a menudo se asocia con la gratuidad es, en realidad, un complejo medio de articulación de un mundo que se resiste a la interpretación y conspira permanentemente contra la razón hermenéutica instrumental o las instancias discursivas de la elaboración crítica. El de Haneke es un cine-consecuencia preso de una negatividad neurótica, producto de una realidad que lo antecede y lo posibilita, abocado a recurrir a los lazos sociales, a llamar la atención sobre las consecuencias de la espectacularización de la realidad y a señalar los efectos de una representación que ha pasado a ser tan real como aquella, quizás incluso más. La imagen como fricción en los límites alumbra una sociedad homogeneizada en una incomodidad irremediable. En este contexto, la destrucción/deconstrucción ideológica del mundo implica la escala forzada de lo cotidiano y se aleja de los parámetros de la ciencia ficción. Este proceso, en sí mismo, definiría la desaparición de la experiencia. Ya no hay realidad, sino una reproducción de lo real, y esta reproducción está fatalmente marcada y condicionada por situaciones de pánico serializadas por lo tecnológico. Escribe Louis-Vincent Thomas en Antropología de la muerte: “Si el problema de la muerte caracteriza a la filosofía occidental moderna desde Hegel, es porque precisamente se trata de una época de remociones y revoluciones donde las civilizaciones se marchitan, donde la inminencia de civilizaciones nuevas y desconocidas, inquietantes por sus estructuras masivas, nos hacen temer que esté llegando la época de la nada. Sentimos desplomarse nuestras civilizaciones y la idea de la evolución no nos seduce: ¿habrá un mañana, un porvenir, o más bien esta aceleración del tiempo nos conducirá a la abolición de toda historia?”.

Michael Haneke aspira a poner en el centro de sus operaciones ese trauma mimetizado, mortífero momento de separación entre la conciencia individual y la realidad sobreexpuesta, en el que se produce un tipo de futuración similar a la imaginada por George Steiner en La culture contre l’homme: “¿Es razonable pensar que cada civilización avanzada segrega sus tensiones, sus impulsos suicidas? La unidad precaria de una cultura altamente diversificada, turbulenta y timorata a la vez, ¿está condenada por definición a la estabilidad y luego al estallido como una estrella que, al alcanzar su masa crítica, se destruye proyectando esa llamarada que asociamos con las grandes culturas en su fase terminal?”. En esa incapacidad radical del espectador para salir de una ficción de mundo y retornar a la vivencia del instante, el cine de Michael Haneke juega con las piezas disociadas de un rompecabezas donde resulta cada vez más difícil postular una vivencia propia del tiempo. Su objetivo no pareciera ser tanto la casi imposible tarea de restaurar un sentido de totalidad, sino el intento mucho más modesto de aplacar la velocidad de un sentimiento de culpa perdido. 

 

Lecturas. Las citas de las conversaciones de Michael Haneke con Serge Toubiana fueron tomadas de Peter Brunette, Michael Haneke (serie Contemporary Film Directors, University of Illinois Press, 2010). Catherine Wheatley es autora de un meticuloso ensayo sobre la obra de Haneke, bajo el título Michael Haneke’s Cinema: The Ethic of the Image (Berghahn Books, 2009). Las ideas de Sigfried Kracauer, Walter Benjamin y Roland Barthes referidas a la especificidad temporal de la ficción fotográfica son comentadas por Mary Ann Doanne en The Emergence of Cinematic Time (Harvard University Press, 2002). El análisis de El video de Benny retoma algunos conceptos de Peter Pàl Pelbart, A un hilo del vértigo. Tiempo y locura (Milena Caserola, 2011). La cita de George Steiner está tomada de Antropología de la muerte, de Louis Vincent Thomas (FCE, 1983).

Federico Romani enseña Teoría Política en la Universidad de Buenos Aires.

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