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“Hasta las dos de la tarde pueden quedarse a editar”, dijo Laura, la ingeniera de grabación del estudio Moebio.
Eran un poco más de las doce del mediodía del 20 de julio. Los pianistas Silvia Dabul y Lucas Urdampilleta habían terminado de grabar Madrigal N° 2. La nube de San Yumba, de Marcos Franciosi. Escrita para dos pianos, Madrigal N° 2 los obligó a una verdadera proeza interpretativa. La obra había sido estrenada en 2011 por otros pianistas, de origen belga. Cuatro años después, tenía su segunda oportunidad en Buenos Aires. En sus aproximadamente once minutos de duración no sólo se resumían una idea y un programa, sino semanas de ensayo y revisión para estar a la altura de los desafíos técnicos y expresivos. Tres días antes de que se tocara en el Centro Cultural Kirchner se realizaron varias tomas en Moebio. Hubo que optimizar la mañana; lograr lo que en otras circunstancias lleva más de un día. El sentido de urgencia y fragilidad contempla el uso de una sola flecha para dar en el blanco. El estudio había sido cedido gratuitamente (un tiempo a disposición sin intercambio monetario). Había que utilizarlo durante esa semana o nunca: días más tarde Moebio no contaría con dos pianos de cola (el tiempo del azar y la oportunidad). Se debe llegar, en esas condiciones de producción, al mejor resultado posible. Quedaban, entonces, una hora y cuarenta minutos.
Dijo Marcos.
Y volvimos a Madrigal N° 2. En los primeros compases se insinúa un gesto gandiniano, a modo tal vez de secreto homenaje. O al menos eso creo escuchar, advertir, o eso me sugieren el uso inicial de tres notas (RE-MI-FA) en todo el registro de los instrumentos, el toque pianístico, la articulación de las frases, el manejo de los pedales. Hay en ese lejano juego especular, en esa economía, un funcionamiento de la memoria. Ese campo diatónico es el principio de un proceso de acumulación y de creciente rugosidad textural. La aceleración y la variedad rítmica vienen de la mano de una mayor densidad cromática y contrapuntística. Pero esas tres notas siempre están ahí, como fondo y figura, recuperadas, resignificadas, inscritas dentro de una constelación que gira sobre sí misma hasta estallar. Después de un breve y estremecedor silencio, y a modo de coda, el primer movimiento se cierra con una serie de clústeres sobre el extremo grave. El racimo de notas se va depurando hasta que queda, desnudo, el si bemol. Escuchamos las tres versiones grabadas del primer movimiento. Nos pusimos a editar. “Casi una hora”, dije, creyendo estar frente a una imposibilidad. Sin embargo todo fue más fácil de lo pensado. “Muy cerca de las dos, ¿eh?”, previno Laura.
Marcos Franciosi tiene cuarenta y dos años. Es cordobés, estudió en Quebec y, desde hace más de una década, se instaló en Buenos Aires. De a poco se convirtió en un nombre ineludible de ese campo llamado música contemporánea, una escena dominada aún por el recato y el pudor (el diagnóstico fue hecho por el musicólogo Omar Corrado hace ya varios años, y desde entonces se acepta y se combate como a un destino manifiesto). La Compañía Oblicua de Marcelo Delgado le ofreció a Marcos la primera oportunidad de exposición en el CETC. He seguido su trabajo desde el impacto que me provocó entonces … que colma tu aire y vuela (2005). Lo que él hace no tiene linaje en Argentina. Esa falta de genealogía explícita, en un mundo obsesionado por las singularidades, es, de entrada, una incitación a conocerlo. Si algo me ha impresionado es su refinamiento instrumental, esa sutileza y hedonismo, la capacidad de despojar de su utilización metonímica a las técnicas extendidas (dicho de otra manera: la obtención de sonidos inusuales). Hay en Franciosi un modo muy personal de apropiación de los grandes nombres propios de la posguerra; de las corrientes y escuelas más recientes (el espectralismo francés, el post espectralismo, Ligeti, Sciarrino…). Ese capital pasa a su vez por el prisma de su iniciación musical sentimental (una temprana discoteca juvenil, roquera), por el uso de la electrónica. Su ópera de cámara El gran teatro de Oklahoma, basada en el relato kafkiano de América, ha tenido el raro privilegio de ser puesta en escena en dos oportunidades. Entrópica, para dos flautas, encuentra en la versión del dúo MEI una mezcla de desparpajo performático y virtuosismo difícil de emular. Los cultos latinparlos, para ocho voces, grabada por el Nonsense Ensamble Vocal de Solistas, lleva la escritura a otro nivel de sofisticación. Madrigal N° 1 (la lluvia), para quinteto, es otra de sus perlas, la que parece inaugurar una serie que tiene en la pieza para dos pianos su inmediato eslabón. Una y otra tienen la misma duración aproximada: once minutos. Madrigal N° 2 terminó de editarse a la hora señalada. Nos fuimos a almorzar, a una parrillita, cerca del estudio. La charla giró en torno a lo que había ocurrido, a lo que podía ocurrir, lo que se vislumbraba o lo que había quedado sin cerrar.
Por la noche recibí un mail de Marcos:
otro aspecto es que en varias obras, no sólo en los Madrigales, se plantea algún objeto de observación basado en la naturaleza, no en un sentido impresionista, sino en su percepción física, la lluvia: precipitación; la nube: envolvente. Otros ejemplos pueden ser una obra de clarinete que se llama Viento del Norte. Escribí en una nota para esta obra: “el color es complejo. Liberado del contorno cuenta sin decir; expresa con lo mínimo. El sonido es color sin contorno. El objeto se borra. El lugar que ocupa se hace presente. La estructura es sensible; la estructura es informal, como el viento del Norte, que es cálido”. Por ejemplo en este caso, como en Líneas y puntos sobre aguas oscuras, para violonchelo, se trata de obras no figurativas, que expresan desde adentro, desde la modificación parametral, antes que desde aspectos topológicos, como el melódico o el rítmico. Otro aspecto de sugestión, que incide sobre el timbre, es en este caso la temperatura; lo cálido, se representa en la naturaleza abierta del espectro armónico del clarinete, a diferencia de los complejos multifónicos de los saxos, oboe o fagot, que los relaciono más con lo frío, con el cristal (lo frágil) o el metal y lo distorsivo. Es el caso de Maqueta 2 para cuarteto de saxos, o de Murmuraciones.
¿Qué son once minutos de música? En el caso de Madrigal N° 2 –y no es el único–, podría decir: el tiempo necesario para que un universo poiético encuentre su codificación. En eso pensaba durante un viaje en colectivo. Y pensaba, además, en la obra. Después de tantas audiciones, creía conocerla. Pero hubo un instante proustiano, en el que un fragmento, fijado en mi memoria, adquirió otro espesor. No era el “temita” –la música de Franciosi, como gran parte del repertorio del siglo XX en adelante, no se puede segmentar, aprehender, de esa manera– sino una dimensión del devenir. El RE-FA-MI fractalizado. ¿Por qué es más fácil no sólo recordar sino también asociar con momentos de vida, à la Swann, el tema de la Quinta de Beethoven o una canción de Los Beatles que un pasaje de una obra contemporánea? Podría decirse que los materiales musicales, las conexiones emocionales y los usos que hace el oyente son distintos, aunque no menos intensos. Y mientras viajaba, mientras reconstruía interiormente ese momento recobrado, mientras lo impregnaba de una nueva capa de sentido, mis ojos, como una cámara, tomaban un plano general del interior del bondi. Otros pasajeros, dotados de sus dispositivos, quizá hacían lo mismo que yo. ¿Qué encerraban los once minutos del pibe que estaba en el asiento de adelante y que movía rítmicamente la cabeza como un autómata? Casi cuatro canciones almacenadas en un teléfono: un quántum de la acumulación. Eso también se denomina música, a pesar de que sus funciones y contratos de escucha son diferentes. No es el mismo pacto que rige en una situación de concierto o en la cada vez más anacrónica actividad privada y social en torno a un disco. Cada experiencia define, de esta manera, una utilización diferente del tiempo. Fija horizontes dispares de expectativas y un modo de pensar en el valor musical. El colectivo iba por la avenida Santa Fe. Sonó un teléfono en medio del mar de aparatitos (la música de Star Wars). El dueño atendió con parquedad. Molesto por haber sido interrumpido. Luego volvió a su estado zombi. Quizá su playlist era azarosa, quizá fruto de una selección meditada; tal vez un repertorio puntual. En ese modo de reproducción la música casi no admite un alisamiento del tiempo. Todo está explícitamente estriado. El beat del bombo o el hi-hat de los platillos suele escaparse de los auriculares. El teléfono, que es el objeto absolutista de la velocidad, parece rechazar en estas situaciones aquello que no es pulsado. El pulso presenta un carácter cronométrico general respecto de la duración de una obra. Su ausencia, en cambio, nos revela algo que ha comenzado y concluirá, pero que en su transcurso no contiene medidas codificadas. Al faltar el campo pulsado, no estamos en condiciones de dar cuenta de su velocidad. Tampoco de su dirección. El beat es, en esas circunstancias y dada su condición de portabilidad, indispensable en la música comprimida, una suerte de bastón y brújula: el ritmo de la alienación. Se pueden definir trayectos en canciones: de la estación Belgrano R a Retiro, cinco hits, por ejemplo. Cada vez veo más gente en la calle o en el transporte con auriculares, los llevan como prótesis de distintos tamaños. Unas más aislantes que otras. Los portadores, como ajenos al entorno acústico, a la misma deriva urbana, fijan, en esa pretensión aislante, su propia escala como parte de una red de multitemporalidades. Es la derrota de la sutileza y la contemplación (un modo histórico, fuera del tiempo high tech). La otra música, la mía, la de Marcos, la tuya, seguramente, se resiste a la degradación, libra su batalla colgada del delgado hilo de la historia.
La composición, entonces, está marcada por esa contingencia desgarradora. Madrigal N° 2 me ha hecho pensar en cómo una sensibilidad de esa índole florece en medio de la hipoacusia social. He seguido la obra con y sin la guía de la partitura. La escucha “concentrada” reclama esa disposición tan defendida por Adorno de seguir el recorrido, de punta a punta, con afán detallista, imperturbable frente a las amenazas de la distracción. Ser como un Ireneo Funes melómano y poder reconocer todos los eventos. O ser, de lo contrario, un voluntarioso amateur. (Ah, Adorno, your time is over).
A fines del siglo XVIII la música europea comienza a tomarse con seriedad el paso del tiempo, del pasado al futuro. Antes, podría decirse, la música simplemente estaba “en tiempo” y “tomaba tiempo”: los acontecimientos se sucedían, pero la distinción entre lo pretérito y lo que se avecinaba importaba poco en la manera en que la música se experimentaba y comprendía. El cambio en la forma del tiempo musical no sólo incumbió al desarrollo interno de la música. La modernidad modificó la manera de concebir el tiempo. Se pasó de lo cíclico a lo lineal. Hay, en ese sentido, una homología estructural entre las formas del tiempo musical e histórico. Sobre esa línea se desplegaban las exigencias del contrato. La letra chica incluía un imperativo. Lo conocemos desde el mismo momento en que la música instrumental empezó a disputar su centralidad en Occidente. La música absoluta reivindicó su emancipación del lenguaje a través del lenguaje. Y también, a través de la letra, intuyó tempranamente sus problemas. Recuerdo haber leído una carta completa del escritor Wilhelm Heinrich Wackenroder, enviada en 1792 a su amigo Ludwig Tieck. Sostiene Wackenroder:
cuando voy a un concierto, encuentro que disfruto de dos maneras distintas. Sólo una de estas maneras de disfrute es la verdadera: consiste en una observación atentísima de las notas y de su proceso, en el completo abandono del alma a esa arrebatadora corriente de sensaciones, en el alejamiento y en la desaparición de todo pensamiento que pueda estorbar y de toda impresión sensorial ajena. Este ávido saborear de las notas va unido a un cierto esfuerzo que no puede mantenerse mucho tiempo.
Y añade: “la otra manera en que la música me recrea no es un goce verdadero, una recepción pasiva de la impresión de los sonidos, sino una cierta actividad del espíritu suscitada y sostenida por la música. Entonces no escucho ya el sentimiento que impera en la pieza, sino que mis pensamientos y fantasía son llevados por las olas del canto y se pierden a menudo en lejanos escondrijos”. El “goce verdadero” del que habla Wackenroder surge, en definitiva, de la “observación atentísima” de un proceso. El mismo cuerpo se fue educando para el cumplimiento de esa meta íntima en la que la música parece hablarle a cada oyente como sujeto sujetado a la lógica temporal. Hemos aprendido a renunciar a ese orden. ¿A esa orden?
Once minutos. Una medida justa. Hay obras de esa extensión que parecen no concluir nunca. Con Madrigal N° 2, en cambio, creo percibir lo opuesto. Esa sensación de fugacidad debería considerarse uno de sus méritos. En buena medida, el talento del compositor es su uso del tiempo. No como un principio de optimización racional sino como presupuesto comunicativo. El tiempo tiene un doble carácter: es un patrón de referencia externo y mensurable. Un reloj nos ofrece su dimensión inequívoca. Pero ese transcurrir puede ser también subjetivo. La música, en esos casos, no termina más o ni siquiera roza nuestro umbral de tolerancia. Esa dualidad se manifiesta en cada situación. El presente es apenas un punto que conecta lo escuchado con esa expectativa que se funda en la experiencia y el recuerdo. La música occidental, al menos hasta que la tonalidad estalló por los aires, ligó en parte el problema del tiempo al plan armónico, la duración se supeditaba a la manera en que se resolvían las tensiones. La suspensión incesante no hizo más que aplazar ese momento esperado. El siglo XX cambió de paradigma. Por un lado, radicalizó la idea de la brevedad a través de la miniatura. Por el otro, y para saltar sobre el abismo postonal, apostó a crear tanto matrices autosuficientes como diferencias en la repetición. Steve Reich, en su manifiesto The Music as a Process (1968), reivindicó la posibilidad de que el oyente distinguiera los acontecimientos. Pensaba en la imagen de un reloj de arena que, al ser dado vuelta, permite ver cómo los granos se deslizan suavemente hacia abajo. El proceso, en definitiva, debía ser reconocible. Se apostó, también, por la no existencia del cambio. El segundo cuarteto de Morton Feldman, de casi cinco horas y media, funciona como la traducción musical de Empire, la película de Andy Warhol. El cuarteto demanda una proeza física y mental; los oyentes pueden evadirse –salir de la sala– o aceptar las imposiciones. Dick Higgins reivindicaba desde Fluxus la aspiración estética del aburrimiento. Como Cage, suponía que, en algún momento, sobrevendría el instante epifánico, y si eso no sucedía, si el tiempo se estiraba como un chicle insípido, pues bien, era responsabilidad exclusiva del receptor. La operación, a estas alturas, es decir, medio siglo más tarde, me parece inadmisible: desplaza el problema del tedio hacia el oyente y se convierte en una coartada para las desafecciones que la estética negativa del compositor provoca.
De: Abel Gilbert
Para: Marcos Franciosi
Asunto: de lo que venimos hablando…
Marcos, Lo que espero de una obra extensa, o que salga de la norma temporal, es, insisto, que cumpla su promesa de no abandonarme. O, mejor dicho, que no me obligue a abandonarla. Sobre mi cara se dibujan muecas de fastidio incorregibles. Por suerte, eso no sucederá el jueves. Abrazo.
Se acercaba el concierto en el Centro Cultural Kirchner. La música escrita contempló desde mediados del siglo XIX dos discursos distintos y complementarios de lo que se entiende por avance. Una se refiere al plan teleológico de una obra. Karl Franz Brendel, el crítico e historiador que fundó la Nueva Escuela alemana, reivindicaba, por otra parte en clave hegeliana, la progresiva conciencia de libertad y la cada vez mayor unidad de la música escrita. Para Brendel, la historia de la música tenía un propósito. Por lo tanto, la obligación primaria de los compositores no era con su audiencia sino con la evolución del arte. Cualquier sacrificio se justificaba en aras de ese objetivo, incluso que el público se resistiera a la novedad. El camino de la autorrealización permitía construir el futuro en el presente. El presente era, en ese sentido, el instante soberano. Entre Brendel y el estadounidense Milton Babbitt podría trazarse y tensarse un vector conceptual. En 1958, Babbitt escribe su polémico artículo “Who Cares if You Listen?”, en el que reconoce que la música académica que se realiza en Columbia y Princeton, especialmente, demanda enorme cantidad de tiempo y dinero. Sin embargo, no tiene el valor positivo de una mercancía: al público no le interesa. Su público, el de Babbitt, se compone principalmente de colegas. La música parece ser sólo para especialistas. Pero este aislamiento no debería tomarse como algo indeseable. Todo lo contrario: es una condición no solamente inevitable sino ventajosa para el compositor y su música porque, gracias a que no le importan los oyentes, puede realizar, consolidar y extender sus dominios. Sigue Babbitt (lo leo y no ceso en mi perplejidad; decía esto en 1958, todavía en tiempos de optimismo histórico): esta intransigencia es resultado de una revolución que podría equipararse a la que experimentó la física en el siglo xix; el músico de hoy ya no vive en un mundo unitario, guiado por una práctica “común”. Por eso Babbitt asumía que en la nueva división del trabajo, la pérdida definitiva de la “inocencia musical” debía celebrarse. En cualquier caso, se trataba (creía) de algo irreversible. Razonaba así: el público (una categoría degradante) tiene su propia música, su música ubicua; una música para comer, leer y bailar, para ser impresionado por ella. Por qué negarse a reconocer la posibilidad de que otra música, la contemporánea, en su más sofisticada expresión, aspire a alcanzar un estado ya consolidado por otras formas de actividad como la ciencia. Así como hombres y mujeres educados son incapaces de comprender el trabajo más avanzado en matemáticas, pueden no comprender la música. La conclusión era que si esa lógica se aceptaba –o imponía–, sería perfectamente normal que hubiera una música para muy pocos, como eran muy pocos los súper matemáticos sin que nadie los acusara de decadentes. Esas aspiraciones condujeron al desastre. La música contemporánea es una etiqueta que se agita trémulamente entre los escombros de la autonomía.
Escucho Philomel (1964), de Babbitt, para voz y electroacústica. Mejor dicho, intento escucharla. Son dieciocho minutos. No paso del minuto cuatro y cambio de canal en YouTube. No es zapping. Es hastío (el tiempo justo).
Murmuraciones, la obra de Franciosi para trece instrumentos, tiene diecinueve minutos de duración cautivantes. Fue estrenada por la Compañía Oblicua en La Usina del Arte en 2014. Es una obra ambiciosa –por sus dimensiones y la complejidad del armado– y, a la vez, abrasiva. Su potencia no sólo radica en el uso de la guitarra eléctrica sino en el modo en que los instrumentos acústicos crean un magma sonoro. El origen de las fuentes se difumina. La distorsión, en su movimiento y quietud, descubre un trasfondo de extrema belleza. La obra –que incluye una composición visual, a cargo de Ignacio Dimattia– concluye con una sección aparentemente estática que el portamento chirriante de la guitarra corta como un cuchillazo. Duele, como pueden doler esos sonidos cargados de tanta memoria y, a la vez, invita a la celebración. En la partitura se señalan dos dedicatorias, a Luis Alberto Spinetta y a Fausto Romitelli, y en esas invocaciones –la de un fundador de una lengua dentro del rock y la de un italiano que entreveró los aprendizajes del IRCAM, Gérard Grisey y Jimmy Hendrix en un corpus irrepetible– se define también un recorte, un modo de posicionarse en un campo pudibundo, de entender los pasadizos que conectan los mundos de la música.
“Mira el pájaro, se muere en su jaula”, canta Spinetta en su “Cantata de puentes amarillos”. En Murmuraciones Franciosi también observa lo que se mueve en el cielo, sin afán de ornitólogo. Le interesó el movimiento de las aves, esas curvas de desplazamiento. Dijo: “causa finalis, la creación de una obra audiovisual, para gran ensamble y video con procesamiento en tiempo real, inspirada en las observaciones de fenómenos físicos y naturales. El movimiento de las aves, la distorsión armónica en el campo de la física acústica, las formantes geométricas, la tensión de las curvas, los pliegues, los cambios de perspectivas o de dirección son algunos de los aspectos tenidos en cuenta para su representación”. Le pregunté si debía entenderse como una interpretación necesariamente descriptiva y dijo que no, que la obra se propone reflexionar y aproximarse a estos conceptos desde diversos recursos técnicos y formales en el tratamiento de la imagen y del sonido. Hablo de los estorninos, esas aves de plumaje negro iridiscente, con un brillo púrpura o verde. Las bandadas, contó, forman densas nubes conocidas como murmuraciones. “Su lógica es difícil de determinar al ojo humano. Cada pájaro intenta volar lo más cerca posible de su vecino, copiando instantáneamente cualquier cambio de dirección. Levantan vuelo al atardecer y se funden lentamente en parvadas cada vez más grandes y densas. Nunca hay colisiones entre ellos. Volar de esta manera, es al mismo tiempo una estrategia para protegerse de sus predadores y de obtener alimento. La observación de este fenómeno permite establecer analogías más o menos directas con nuestros comportamientos humanos”. En el recuerdo de esa conversación surgieron ciertas palabras deleuzianas (territorios, milieux). Le pedí precisiones.
De: Marcos Franciosi
Para: Abel Gilbert
Asunto: Murmuraciones
Abel, desde la observación humana, todo es tiempo, todo es flujo de frecuencias en gran diversidad de escalas. Captar esta lógica no es sencillo, pues depende de nuestro adiestramiento, de nuestros límites perceptuales. La duración total de la obra es una consecuencia de la lógica interna de sus configuraciones, basada en la naturaleza de las formantes y de las consecuencias formales derivadas de la sintaxis. Pero el tiempo cobra sentido en función del dimensionamiento del espacio. Antes de esto es una intuición, o a lo sumo, un estado hipotético en la intersección entre el pasado y el futuro; en el instante. Y es ahí donde la obra ocurre: en el presente vivencial de cada receptor. Tal vez por ello el direccionamiento único de cualquier sistema sea una utopía, pues no existe tal modelo de observador total. Aunque tal vez, parafraseando a Eco, aspiremos a un lector ideal, que es ante todo quien concibe la obra. Conscientes de esto, y ante la imposibilidad de acceder a la “interpretación total”, nos propusimos captar metafóricamente ese infinito temporal que presupone la interacción compleja de diversos sistemas y codificarlos desde nuestras áreas, la música y la imagen, procurando una gran cantidad de posibles “entradas”. Entrar es pues acceder más allá de todo código hermético destinado a especialistas. Es esto lo que nos provoca y moviliza: la idea de entrar en un universo atemporal; liberados de la tiranía de Cronos.
PD: ¿Nos vemos en el CCK, no?
Murmuraciones exigió un tiempo social, el de su armado. Es, siempre, un trabajo en desigualdad de condiciones (los tiempos de una institución enclenque). Ningún otro ámbito de la creación artística es tan dependiente de la financiación pública como el de la música contemporánea, y por eso una obra con esas necesidades de producción tiene tan pocas posibilidades de garantizar su eficacia o de volver a repetirse, salvo que el mandarinazgo la señale con su dedo providencial y le ofrezca una nueva oportunidad. El discurso sobre la música académica suele resistirse a arrojar luz sobre el sistema de mediaciones, le huye a toda mirada que vaya más allá del objeto autosuficiente, que indague en esa red de artistas, escenarios, medios, formadores del gusto, o que haga visibles tensiones o contaminaciones de un campo.
Como si me leyera el pensamiento, o tal vez porque el diálogo –personal, virtual– había aún quedado en puntos suspensivos, Marcos me envió otro correo:
Componer una obra de una dimensión y extensión considerables como Murmuraciones es un objetivo de la voluntad, una necesidad de hacerlo que no especula con las condiciones externas, pues las mismas nos llevarían a abandonar antes de comenzar. Por esta razón no queda otra alternativa que componer sin considerar consecuencias, procurando hacer todo lo necesario para cumplir un objetivo. En el transcurso, quiero decir, en el devenir compositivo, se aprende, se disfruta, a veces se sufre ante las limitaciones propias y del entorno, ante la mezquindad. Por ello agradezco la generosidad de la mayoría de los músicos y sobre todo a Marcelo Delgado por haber llevado adelante el proyecto a pesar de la indiferencia de la crítica especializada. En todo caso, esto fue lo que logramos. Podríamos hacer más.
Poder hacer. Madrigal N° 2 se escuchó en La Cúpula del Centro Cultural Kirchner el 23 de julio de 2015, a las 20 horas, como parte del ambicioso programa de Dabul y Urdampilleta, que incluyó La consagración de la primavera, de Stravinsky, dos obras de Gandini y la Rapsodia española, de Ravel. Sala llena y público heterogéneo. Si Madrigal N° 1 (la lluvia) busca una cierta directriz descendente, aludiendo a la caída del agua, la que le sigue en esta serie parece remitir con la figura de la nube a una atmósfera envolvente. Está claro que estas “nubes” no son debussianas. Si se puede establecer un punto de contacto es con Clocks and Clouds (1973), obra para voces y orquesta en la que un Ligeti influenciado por la concepción sobre el tiempo de Karl Popper empieza a pensar en las relaciones entre orden y caos. Esa dialéctica encontrará en los estudios para piano, diez años después, no sólo un territorio apto para la renovación estilística sino un catalizador más impactante. El primer estudio, el que nos importa para este caso, se llama “Desorden” y es una representación de esos comportamientos inestables en un sistema dinámico. Los sistemas caóticos abandonan su punto de partida y evolucionan de manera impredecible: eso se advierte tanto en los crecimientos de población, en las fluctuaciones macroeconómicas, como en la atmósfera. Recupero esa información al escribir sobre el segundo movimiento de Madrigal N° 2. Franciosi indica en la partitura que debe tocarse lo más rápidamente posible. El primer piano, a cargo de Dabul, presenta, pianísimas, esas nubes. Sobre ese continuo, irrumpe el segundo piano de Urdampilleta: con un ataque fortísimo en octavas sobre la mano derecha, y dobladas a una relación de novena descendente, aparecen aquellas tres notas RE-MI-FA, es decir, una segunda mayor y una segunda menor. De la misma relación de notas surgirá, como incrustación sorpresiva, “La Yumba”, de Osvaldo Pugliese. Urdampilleta la recupera en toda su dimensión animal: toca la melodía en octavas con la mano derecha, mientras que con la izquierda arrastra el clúster, de abajo arriba, con esa suciedad que sólo admite el tango. Una vez que se presenta “el temita”, se vuelve a formar la nube, hasta que se disuelve por máxima aceleración. Como en el primer movimiento, Franciosi se reserva un cierre de la pieza con otra coda que es, en rigor, una suerte de revisita de los gestos iniciales.
Marcos se fue a Córdoba y me quedó en el aire la pregunta sobre la recurrencia pugliesiana. La respuesta, que es un final abierto –al menos de este escrito–, no se demoró:
En este caso tomé “La Yumba” como noción literal. Lo que busqué fue una relación con uno de los tangos más referenciales para evitar toda ambigüedad. Luego procedí formalmente en un sentido más elíptico si se quiere; yendo de esa especie de todo a lo particular; con la intención de trabajar desde lo formal en dos partes grandes, que a su vez se encadenarían desde el continuo y la fragmentación. En Madrigal N° 2, la nube envuelve y luego dispersa esa impresión de tango, del que luego llueven fragmentos. Mañana te escribo mejor.
Lecturas y escuchas. Las obras de Franciosi mencionadas pueden escucharse en el canal del compositor en YouTube o en su página web, www.marcosfranciosi.com.ar. Richard Taruskin, Oxford History of Western Music (Oxford University Press, 2009); Daniel Chua, Absolute Music and the Construction of Meaning (Cambridge University Press, 1999); Karol Berger, Bach´s Cycle, Mozart´s Arrow. An Essay on the Origins of Musical Modernity (University of California Press, 2007).
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