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La permanencia del mundo como paraíso malogrado. Sobre la teología política del apocalipsis

DURACIÓNPENSAMIENTO
Si Platón concebía el tiempo como una pintura movediza de lo eterno, los modernos tendieron a imaginar la eternidad como una imagen paralizada del tiempo.

Un ahora que permanece. Si Platón concebía el tiempo como una pintura movediza de lo eterno, los modernos tendieron a imaginar la eternidad como una imagen paralizada del tiempo. Thomas Hobbes, sin embargo, se burló del nunc-stans de los escolásticos, ese ahora que permanece, la gloriosa eternidad rebajada a “the standing still of the present time” (Leviatán III, 46). No menos trasnochada le pareció la noción correlativa de un hic-stans considerado como una infinita magnitud del espacio: una suerte de inconcebible “aquí ubicuo”. Su metafísica materialista, fortalecida por la impronta de Galileo, regulaba tanto su física como sus interpretaciones escatológicas. Cuando Hobbes imagina el mundo venidero de Cristo, lo hace coincidir con las condiciones espaciales y temporales de este mundo terrenal. El Reino de Dios tendrá lugar sobre la tierra, no en alguna otra dimensión desconocida. Es aquí mismo donde Cristo reinará para siempre sobre sus elegidos reencarnados en su propio cuerpo. Ese “para siempre” no supone una paralización extemporánea del ahora, sino más bien una prolongación infinita del tiempo tal como nosotros lo percibimos antes de la consumación de las cosas (Leviatán III, 38).

 

Perduración suprasensible. Borges se demoró en analizar, incrédulo, los argumentos sobre la duración del infierno y no retrocedió ni siquiera ante la paradoja de historiar la eternidad; incluso llegó a honrarla como un artificio que nos libra de “la intolerable opresión de lo sucesivo”. No extraña que, más tarde, usufructuara el hic-stans de Hobbes para alumbrar la fantasía del aleph. Pero la metafísica considerada como rama de la literatura fantástica contiene más de un capítulo sobre esa duración inconmensurable con el tiempo que Hobbes evoca, con el fin de parodiarla. Un lugar de excepción lo ocupa la duratio noumenon que Kant presenta –¿o inventa?– en El final de todas las cosas.

En ese ensayo tardío, la idea de un final de todos los tiempos se razona mediante la analogía del paso de un moribundo a la eternidad. Sobre este motivo piadoso, Kant ofrece una hermenéutica simbólica que procura darle un cauce racional a la escatología. De modo explícito se considera la posibilidad de un final de la especie humana como objeto de experiencia y el comienzo de su perduración como conjunto de seres suprasensibles, cuya determinación pasaría a ser exclusivamente moral. El “final de todas las cosas”, en concreto, pasa a concebirse como una duración nouménica, una perpetuidad ajena a la sucesión opresiva del tiempo fenoménico. Ese pensamiento, con todo, “encierra algo de horrible, porque nos conduce al borde de un abismo de cuya sima nadie vuelve y, al mismo tiempo, algo de atrayente, porque no podemos dejar de volver a él nuestros ojos espantados”.

A partir de la Segunda Analogía de la Crítica de la razón pura, quedaba tácitamente descartada toda posibilidad de una creación del mundo natural a partir de la nada. Trece años más tarde, se explicita como impensable un final de las cosas entendido como punto final de la sucesión temporal. Según parece, la filosofía del idealismo trascendental sospecha por igual de los comienzos absolutos y de los finales apocalípticos, por sublimes que resulten. ¿Acaba postulando, entonces, un mundo sin principio ni fin? En la juvenil Historia natural universal y teoría general del cielo, Kant se preguntaba por el pasado y el probable porvenir del universo. Animado por una metafísica de la infinitud del ser supremo, no menos que por las teorías de Newton y Laplace, tendía más bien a conjeturar que lo que ocurre en todo momento es una infatigable creación y destrucción de mundos diversos. Esa temporalización de la naturaleza, que ya anuncia el título del ensayo, señala el fin de la antigua historia naturalis –hasta entonces, una historia del todo ahistórica– y abre el pasado finito del cosmos a la perspectiva grandiosa de un futuro infinito.

 

Imperativo categórico y aceleración. Así las cosas, cabe preguntarse cuál sería el lugar de la historia humana en esa miríada de mundos en continuo nacimiento y perecer, en esa maraña inabarcable de principios y finales provisorios. En La religión dentro de los límites de la mera razón, Kant criticaba a los teólogos por afirmar una y otra vez que ahora el mundo estaría precipitándose a lo peor a través de una caída acelerada, ya que este ahora –acortado al parecer por la perspectiva del fin– es en realidad tan viejo como la historia misma. Sin embargo, ironías aparte, Kant no desdeñó el expediente milenarista al momento de fundamentar una constitución jurídica inspirada por su filosofía crítica, con una federación mundial de pueblos como objetivo terrenal duradero de la acción política.

En Aceleración, prognosis y secularización, Reinhart Koselleck señala que es la propia reflexión sobre el imperativo categórico lo que lleva a Kant a descubrir un impulso a la aceleración histórica. La observación no carece de sutileza y tiene la ventaja de que varios pasajes textuales la corroboran. En cuanto la moral comience a ejercer su influencia sobre la praxis, supone Kant, los objetivos podrán conseguirse con tanta mayor celeridad: “parece que, gracias a nuestra disposición racional, podríamos anticipar ese momento tan halagüeño para nuestra descendencia”, leemos por ejemplo en Ideas para una historia universal en clave cosmopolita. Esto vale tanto para la constitución jurídica de cada Estado como para la federación internacional de pueblos, en la futura organización de la paz mundial: “porque es de esperar que los tiempos en que se producen iguales progresos sean cada vez más cortos”, reza un pasaje de Sobre la paz perpetua. Koselleck expande las consecuencias de la afirmación de Kant con su habitual claridad pedagógica: “La antigua finalidad ultraterrena de la salvación futura fue integrada en la historia como esperanza mundana, temporalidad, y, a través de su repercusión moral, la aceleración servía de guía para la acción de los hombres autónomos”. El historiador de los conceptos pone así de evidencia la conjunción de secularización, aceleracionismo y reducción a la inmanencia de los fines ultraterrenos que es el signo de los tiempos modernos.

 

El ritmo de la historia. Hans Blumenberg, que dedicó gran parte de su obra a comprender el problema de la secularización, comparte el diagnóstico de Koselleck. Para quien presta atención, el lazo entre Ilustración y aceleración no podría ser más íntimo: “Que ‘la ilustración llega siempre demasiado tarde’ podría ser una frase de la propia Ilustración; y ello a pesar de llevar implícita la certeza de poder aumentar de tal manera su rendimiento, que sería posible recuperar el retraso”, leemos en Tiempo del mundo y tiempo de la vida. Blumenberg rastrea ese motivo en la incipiente filosofía de la historia de Voltaire pero, una vez más, hace responsable a Kant de ser “el primero en extraer de su concepto de historia como ‘realización de un plan oculto de la naturaleza’ la consecuencia de que, entonces, estaríamos en condiciones de acelerar el transcurso de la historia, de llegar más rápidamente a la consecución de su meta final, la perfecta constitución política del Estado, mediante la organización racional”. De allí al marxismo aplicado de Lenin, explica, hay un solo paso.

Aunque coincide casi por completo con la tesis que Koselleck propone en el marco de una historia de los conceptos, Blumenberg dice inspirarse más bien en hallazgos fenomenológicos. Sobre todo en la antinomia según la cual, por un lado, el tiempo es lo imperceptible, lo no implicado en las realidades del mundo y, por otro, con referencia a la vida, el tiempo se vuelve perceptible en la medida de su privación o escasez bajo la presión de la oferta del mundo. Se introduce así el motivo de la abundancia o carencia de tiempo según las modalidades del retardo o de la aceleración. De esa economía de lo sucesivo depende la impronta rítmica que el hombre le imprime a la historia: “el hombre no hace la historia; marca la velocidad de la historia; y este segundo enunciado depende en su valor del primero. Acelerar el ritmo presupone la inevitabilidad de las sucesiones garantizada de otro modo y en otro lugar. No es un resultado como para llenarse de gozo; pero como puede verse por la fascinación que produce, y con referencia a la dimensión temporal del futuro, parece ser el resultado más consolador”.

 

Lo velociferino. “Y los años se acortarán a meses, y los meses a semanas, y las semanas a días, y los días a horas”: así murmuraba la Sibila Tiburtina en una de sus visiones, allá por el siglo IV. En pleno siglo XIX, Goethe pasó a quejarse de la vaciedad de un tiempo que se devora a sí mismo y, en dos o tres momentos de su ingente correspondencia, subrayó lo diabólico de la circunstancia acuñando el neologismo “velociferino” (velociferisch). A la velocidad diabólica de la modernidad, a su ímpetu, pues, velociferino, Carl Schmitt le habría opuesto no la demora de una hermenéutica fenomenológica –quizás pueda describirse así el proyecto de Blumenberg–, sino el freno de una rallentando teológico. A partir de los tempranos años cuarenta, desarrolló una filosofía de la historia que iría a moldear su legitimación del derecho público internacional.

Esa filosofía se deja fascinar por una figura teológica controvertida que aparece en un texto de san Pablo, la Segunda carta a los tesalonicenses. Se trata del kat´échon o “retardador” del Anticristo.

 

Kat´échon. Estamos frente a una de las categorías más vigorosas y, a la vez, más elusivas de la teología política. A primera vista, se trata de un concepto periférico y algo tardío, resultado de una filosofía de la historia cristiana un tanto excéntrica. Pero por poco que se aguce la mirada, el concepto revela su enorme riqueza. A causa de su complejidad y de su aura esotérica, este personaje conceptual no conoció la masiva recepción que disfrutaron otros filosofemas del jurista. Y eso pese a que, en el argot de los schmittianos, “katejóntico” es un feo neologismo de uso frecuentísimo. Tal vez haya que celebrar las dosis de erudición, minuciosidad y perspicacia que hacen falta para acercarse al kat´échon, noción menos susceptible de apropiaciones abusivas como las que llevó a cabo Giorgio Agamben en uno y otro lugar de su Homo sacer. (Quienes juzguen la categoría a salvo de la cleptomanía intelectual, deben recordar, sin embargo, que muy recientemente Massimo Cacciari ha revisitado la noción en el marco de una interpretación del nihilismo europeo; la expresión griega se vuelve, en manos del italiano, “il potere che frena”).

 

2 Tesalonicenses. En lugar de glosar a divulgadores demasiado tendenciosos, tal vez no esté de más dedicar un momento a la siempre fascinante retórica de Pablo de Tarso. Basta una lectura ligera para comprobar que la epístola a la comunidad de Tesalónica se dedica casi por entero a un solo problema: el del retraso de la parusía, la demora del retorno glorioso de Cristo al final de los tiempos. El tono general se ubica, pues, en contra de la expectativa de un fin inminente. Hay teólogos que afirman que aquí tendríamos el testimonio más claro del Nuevo Testamento sobre la idea del Anticristo, aunque la epístola lo evoque, sin recurrir a ese término, como “el hombre de la iniquidad”. Nada en concreto se dice sobre su modo de actuar o sobre la forma de percibirlo. El genitivo describe su actuación de modo enigmático; su mera e inquietante pertenencia al mal. Una afirmación cronológica negativa es que este hombre aún no aparece; la otra atañe al poder que lo detiene. Hay algo o alguien –el texto griego pasa del pronombre neutro “lo que” al masculino “quien”– que aplaza la aparición de este hombre y, por consiguiente, también la llegada del fin del mundo. Sólo cuando este poder sea eliminado, el hombre de la iniquidad podrá manifestarse en toda su diabólica plenitud.

¿Quién o qué lo retiene? Los teólogos, antiguos o contemporáneos, no se ponen de acuerdo. Tal vez se trate del Imperio romano, que como factor creador de orden impide la actuación incontrolada del Anticristo; tal es, entre la de muchos otros, la opinión del cartaginés Tertuliano. Pero por lo general en la actualidad se prefiere una interpretación que concibe esa instancia dilatoria como un concepto formal, cuya función no es otra que la de dilatar el tiempo antes del final. En este punto, conviene prestar atención a la sensibilidad hermenéutica de Blumenberg, que en una carta a Schmitt del 7 de agosto de 1975 propone su propia exégesis de la Carta a los tesalonicenses. En la alusión al kat´échon detecta una finta teológica, un pase de magia a través del cual Pablo canjea la promesa escatológica de un fin inminente por “la promesa de la demora de los éschata”.

 

Itinerario del kat´échon. Schmitt comienza a reflexionar sobre esta figura en una serie de artículos sobre la guerra y en sus consideraciones sobre la historia universal de Tierra y mar. ¿Podría ser casual que la emergencia del concepto se sitúe en plena y ominosa época nazi? Sin afán de exhaustividad, pueden indicarse algunos hitos de su recorrido. En abril de 1942, el filósofo publica el ensayo “El acelerador involuntario”; vale aclarar que lo hace en la revista… Das Reich. En relación con el proyecto imperial nazi concebido como un acelerador de la historia del mundo, Schmitt retrata a Norteamérica como un “Verzögerer der Weltgeschichte” (retardador de la historia universal), aunque en realidad se trate de la paradoja de un “acelerador involuntario”, una suerte de acelerador malgré lui. Pero se traza negro sobre blanco la dicotomía entre Aufhalter y Verzögerer, poder que acelera y potencia que retrasa. Tierra y mar, también de 1942, introduce la noción en sentido positivo. Según Schmitt, la historia universal se deja resumir en la historia de la lucha entre las potencias marítimas contra las terrestres. Una serie de ejemplos ilustran esta riña elemental del mar contra la tierra, y el filósofo se detiene a considerar el caso del Imperio bizantino. Aunque reducido a una posición defensiva, este imperio costero pudo realizar algo que el Imperio de Carlomagno, pura potencia terrestre, no fue capaz de llevar a cabo: “fue un auténtico dique, un kat´échon, empleando la voz helénica; pese a su debilidad, se sostuvo frente al Islam durante varios siglos y, merced a ello, impidió que los árabes conquistasen toda Italia. De lo contrario, hubiese sido incorporada aquella península al mundo islámico, con completo exterminio de su cultura antigua y cristiana, como por entonces ocurrió con el norte de África”. Discreta pero categóricamente, se sugiere que el Islam es un lugarteniente del Anticristo.

En Ex captivitate salus, publicado en 1950, a Alexis de Tocqueville se lo ensalza como el historiador más notable del siglo XIX, pero también se lo presenta como alguien vencido en todos los frentes. Schmitt sostiene que incluso habría sucumbido ante el agnosticismo científico de su época:“Por eso no llegó a ser aquello para lo que parecía predestinado más que ninguno: un Epimeteo cristiano. Le faltó la base histórico-salvífica que preservara de la desesperación a su idea histórica de Europa. Europa estaba perdida sin la idea de un kat´échon. Tocqueville no sabía de ningún kat´échon. En su lugar, buscó hábiles componendas”. El propio Carl Schmitt es quien se considera a sí mismo un Epimeteo de esas características. Su figura la toma del tratado El Epimeteo cristiano del poeta suabo Konrad Weiß, y su retrato –que es también un autorretrato– lo desarrolla en “Las tres posibilidades de una visión cristiana de la historia” (1951). A diferencia de su modelo griego, que padece sin esperanza los males liberados de la caja de Pandora, este Epimeteo cristiano contempla retrospectivamente la desgracia de los sucesos consumados, pero encuentra en su misma desventura la razón por la cual nuestra historia reclama un sentido. Tanto este significado como el consuelo que aporta son indisociables de una visión mariana del curso del mundo.

El ensayo de 1951 dialogaba con El sentido de la historia, la sólida monografía donde Karl Löwith había expuesto los fundamentos teológicos de toda filosofía de la historia. Ese tesoro, bitácora y florilegio que es el Glossarium de Schmitt de los años 1947-1951 contiene más de una referencia a los argumentos de Löwith. En cualquier caso, se impone como nuestro siguiente paso en este itinerario somero. En una entrada del año 1947, el teólogo de la política anota: “Para mí, el kat´échon representa la única posibilidad de entender la historia como cristiano y encontrarla significativa”. En otro recodo, también escribe: “Todo lo que hay en el mundo pertenece al demonio”.

Pero el pasaje decisivo concierne a El nómos de la tierra (1950). Habrá, pues, que confrontarlo. El segundo corolario de ese pasmoso estudio sobre el derecho de gentes del Ius publicum europaeum se titula, llamativamente, “El imperio cristiano como barrera contra el Anticristo (kat´échon)”. Allí sostiene Schmitt que lo fundamental de este imperio cristiano “es el hecho de que no sea un imperio eterno, sino que tenga en cuenta su propio fin y el fin del eón presente, y a pesar de ello sea capaz de poseer fuerza histórica. El concepto decisivo de su continuidad, de gran poder histórico, es el del kat´échon. Imperio significa en este contexto la fuerza histórica que es capaz de detener la aparición del Anticristo y el fin del eón presente”. Afirma asimismo: “No creo que sea posible, para una fe originalmente cristiana, ninguna otra visión histórica que la del kat´échon. La creencia de que una barrera retrasa el fin del mundo constituye el único puente que conduce de la paralización escatológica de todo acontecer humano a una fuerza histórica tan extraordinaria como la del imperio cristiano de los reyes germanos”. En otras páginas que resultan tan memorables como intempestivas, también se glorifica el Imperio hispanoportugués en virtud de su poder retardatario.

Por breve que sea nuestro recorrido, no cabe olvidar Teología política II (1962), donde puede leerse la siguiente reflexión: “La era cristiana en su conjunto no representa una larga marcha sino una sola gran espera, un prolongado ínterin entre dos coincidencias, entre el advenimiento del Señor en la época del emperador romano Augusto y el retorno del Señor en el fin de los tiempos. En el curso de este gran ínterin se produce incesantemente un gran número de períodos interinos terrenales de mayor o menor duración, que constituyen entretiempos [Zwischen-Zeiten]”. En El nómos de la tierra, Schmitt había teorizado y teologizado estos entretiempos en términos de una longue durée de ordenamientos jurídico-territoriales, explicitando así la articulación entre el tiempo limitado de los imperios específicos y la temporalidad más vasta de la historia universal.

 

Conjeturas. ¿Qué arrojan estas simples notas aproximativas de un lector diligente? Nada sobre lo que quepa apresurar la interpretación. En dos décadas, Schmitt parece pasar de la afirmación de que el Imperio británico va a acabar y el Reich alemán va a dar comienzo, al detallado análisis del final del Tercer Reich y del inicio de un nuevo ordenamiento angloamericano. En “La revolución espacial: hacia la paz total a través de la guerra total” (1940), por ejemplo, se concibe una dinámica de translatio imperii desde Gran Bretaña, como decadente lengua de partida, al Tercer Reich como aciago idioma de llegada: el Reich alemán debería poder asumir el lugar del Imperio británico en Europa. Hay quienes sostienen que el Tercer Reich continuaría funcionando, si bien de modo ambivalente, como kat´échon en todos los textos de Schmitt del período nazi. ¿Podríamos seguirlos? Lo cierto es que, en su versión elaborada luego de 1945, el kat´échon supone mucho más que un mero soberano imperial que pospone el final; ya en El nómos de la tierra representa la articulación de toda una teología política de la historia con un concreto espacio-tiempo imperial territorializado.

La figura de un poder que retrasa irrumpe en los escritos de Schmitt del invierno de 1941-1942, cuando el jurista se vuelve desde una política ofensiva del Grossraum hacia una instancia defensiva, una vez que la Wehrmacht hubo conocido sus primeras dificultades en el frente oriental. En 1942, funciona como la instancia que actúa de “retardante” contra los Aliados, a los que Schmitt caracteriza como “aceleradores” liberales y capitalistas. Según la lectura de Reinhard Mehring, los ensayos del tiempo de la guerra así como Tierra y mar son puntos de inflexión a partir de los cuales la teología política de Schmitt deviene una teología de la historia. Confrontado con la venidera derrota del Tercer Reich, Schmitt habría abandonado el concepto de Reich, volcándose a consideraciones más vastas sobre la historia universal. En esas condiciones, el jurista ya no habría estado habilitado para identificar la función katejóntica con ningún orden político real o efectivamente existente.

Pero tal vez la aclaración decisiva del concepto se dé a la luz deslumbrante del hobbesianismo de Schmitt. Según Jorge Dotti, es la legitimación del soberano como dios mortal lo que justifica la función legislativa y ejecutiva como conciliación secularizada de la verticalidad y la horizontalidad, al tiempo que acción retardataria y protectora frente a la amenaza de una crisis extrema imposible de regular normativamente. La tarea del Estado no es otra que la de mantener a raya el imperio de la excepción.Tarea muy ardua, que supone desactivar el potencial revolucionario inherente a la creencia en un advenimiento mesiánico. (Basta leer el segundo Tratado sobre el gobierno civil para reconocer en Locke el encargado de teorizar, un siglo antes de Kant, otro decisivo imperativo político de la aceleración: la posibilidad de apresurar la Venida en la tierra mediante la prerrogativa individualista de apelar a los cielos).

 

Demora estratégica de la historia conceptual. Debemos también a Reinhard Mehring la observación de cuánto le debe la escuela de la historia de los conceptos al magisterio katejóntico de Schmitt:“Koselleck quiso ser un ‘retardador’ semántico para la ‘aceleración’ moderna. Su teoría sobre los conceptos tiene evidentemente un sesgo político”. En Crítica y crisis, por ejemplo, se ponía en juicio todo utopismo originado en la Ilustración, así como “su remisión a un mañana en cuyo nombre podía dejarse, con la conciencia tranquila, que el hoy se corrompiese”. Esa razonada y razonable aversión al progreso no asombra en un libro que reelabora una personalísima tesis de habilitación de 1954, que Koselleck escribió bajo la tutela del por entonces silenciado jurista de Plettenberg. Esa influencia, aunque pudo volverse más tácita, nunca cesó. Y así, al final de su carrera, Koselleck opuso al frenesí de la aceleración progresista la referencia a estructuras trascendentales que, a modo de aprioris históricos, formarían Zeitschichten o “estratos del tiempo”. Décadas antes se había hecho célebre por promover, en lugar de un símil estratigráfico, una metáfora ecuestre. Postuló que, hacia fines del siglo xviii, se habría producido una mutación fundamental de los conceptos históricos y políticos, y propuso llamar Sattelzeit a esas décadas de inflexión o bisagra, a caballo entre dos eras. El campo de prueba de esa hipótesis tan masiva pero ya de antemano plausible fue el Diccionario histórico conceptual que dirigió entre 1979 y 1989, grandioso lexicón que combina el carácter algo promiscuo de toda obra colectiva con el prestigio de esos libros cuyo valor se aquilata en la medida en que casi nadie los lee. En los intervalos de esa práctica sostenida, Koselleck resumía sus avances en ensayos muy llanos que le otorgaron una merecida notoriedad. Así nos fue enseñando a barajar los futuros que imaginó cada pasado y a enfrentarnos, en toda reconstrucción histórica, a esa coexistencia de lo anacrónico que él llamó “la no simultaneidad de lo simultáneo”. También nos anotició sobre la aceleración como categoría esencial, ya poscristiana, del tiempo histórico moderno. El ciclo sigiloso de la presencia de Schmitt en su obra se cierra con una suerte de elegancia clásica. Y así uno de sus textos tardíos, el ya aludido Aceleración, prognosis y secularización, puede acabar con estas líneas que impresionan por su reverberación schmittiana:“En términos políticos, lo importante es saber quién acelera o retarda a quién o qué, dónde y cuándo”.

 

Escasez del tiempo de la vida. Pero, como vimos, al velocímetro de la aceleración o el retardo lo rige ante todo la referencia a la escasez o la abundancia del tiempo. Schmitt contempla el drama de la historia en un tiempo no ilimitado pero sí indefinidamente aplazado; ese escenario, secularización mediante, es el campo de lucha de la estatalidad moderna y del derecho internacional. Al repensar el Génesis, Blumenberg se ve tentado a concebir el paraíso como la abundancia de un tiempo que bien podríamos llamar prehistórico: un paraíso, en cualquier caso, de antemano perdido en la medida en que sólo puede ser imaginario. En cuanto a la perspectiva cristiana de un final de los tiempos, le parece que peca de hiperbólica y de superflua, al menos en cuanto nos damos cuenta de que “no hace falta un apocalipsis cuando la propia vida es consciente de lo que le resta”.

Siempre en el centro de estas reflexiones tan teóricas –¿en verdad merecen ese epíteto?– se ubica el problema existencial y pragmático de la pérdida o la ganancia de tiempo, sin duda agudizado por las circunstancias biográficas de Blumenberg: la pausa forzada que a su proyecto intelectual le acarreó su condición “semijudía” durante los años del nazismo, sin olvidar su reclusión en un campo de concentración durante el año 1944. No asombra que, en su filosofía, la preocupación por aprovechar la vida disponible se vuelva una cuestión tan perentoria: “En un ser que no está totalmente planificado por un biograma ni sometido totalmente a él, tiene que llegarse necesariamente a un desdoblamiento del tiempo de la vida, ocupado, por un lado, por las exigencias de la autoconservación y, por otro, por un libre margen temporal de realizaciones indeterminadas”. De acuerdo con estas coordenadas antropológicas, entre el tiempo y el deseo se plantean las posibilidades extremas de la existencia.

 

Las tijeras del tiempo. Tiempo de la vida y tiempo del mundo es tal vez la obra donde el pensamiento fundamental de Blumenberg adquiere su perfil más radical. Esto se da en el marco de una discusión crítica de la fenomenología genética de Husserl, lo que basta para ahuyentar a más de un lector. Mientras que el desamparo del hombre en el universo inconmensurable había sido objeto de La génesis del universo copernicano, en Tiempo de la vida y tiempo del mundo se aborda ese mismo desamparo en lo inconmensurable del tiempo cósmico. Aquí el filósofo acuña una de sus metáforas fundamentales: esa apertura de las tijeras temporales que vuelve patente la divergencia entre la duración indefinida del tiempo del mundo y las variadas duraciones del tiempo limitado de la vida humana. Se describe aquí el mundo de la vida –la clásica noción del Husserl tardío, a la que Blumenberg imprime una torsión idiosincrásica– como “una cápsula envolvente que deja fuera el tiempo cósmico como máxima expresión del absolutismo de la realidad”. Lo que nos catapulta fuera del acogedor mundo de la vida es precisamente el descubrimiento de la divergencia entre tiempo de la vida y tiempo del mundo: “el tiempo cósmico se ha convertido en índice y representante del absolutismo de la realidad”.

 

Motivos de la urgencia diabólica. Por si fuera poco, Blumenberg ofrece, a la vez que una hermenéutica, una patogénesis de la narrativa apocalíptica. Se sabe que, cuando la historia da comienzo, o se aproxima a su fin, el diablo nunca anda lejos. Mediante la mención de la enigmática frase de San Juan “El diablo sabe que le queda poco tiempo” (Apocalipsis 12.12.), Blumenberg nos introduce en la idea de que, al menos en su vertiente cristiana, el motivo del fin de los tiempos no puede disociarse del problema del mal. Al cifrar el sentido de la sentencia de Juan en la escasez de tiempo como origen de todos los males, allana el terreno para reconducir el dictum apocalíptico al plano de la inmanencia. El mal surge de “la incongruencia que supone que un ser con un tiempo de vida limitado tenga deseos ilimitados”. Esta consideración sienta las bases para abordar la escatología cristiana bajo los parámetros de una dinámica del deseo y su límite.

 

Paradisíaca abundancia de tiempo. La limitación del deseo infinito encuentra su forma básica en la muerte. Dado que el tiempo de la vida ha de terminar, no todo deseo posible es realizable. E incluso más: aun contando con un tiempo indeterminado, sería imposible disfrutar de todas las gracias puestas a disposición por el mundo de manera simultánea. Porque, a la coordenada horizontal del tiempo de la vida, se añade la coordenada sagital de la intensidad de la satisfacción. Y ambas son estructuralmente insaciables en el tiempo del mundo.

La abundancia ilimitada de tiempo es, entonces, una de las formas bajo las cuales cabe concebir la posibilidad del paraíso. Lo paradisíaco se deja apresar en la imagen de una extensión indefinida del tiempo de la vida en condiciones constantes. Se trata de una dimensión mucho más temporal que espacial; de una ucronía, antes que de una utopía. Más que de una geografía fantástica, es objeto de una historia conjetural. Evoca la Hora en desmedro del Jardín.

 

Autodestrucción del paraíso. Pero al paraíso de Blumenberg no tardan en destruirlo los puros conceptos que parecen apuntalarlo. Es que ni siquiera la felicidad edénica es capaz de erradicar la incongruencia que da origen al mal: porque pronto en el mundo se hace presente aquello que, aunque accesible a nuestra capacidad de conocer, no se ofrece ni podrá jamás ofrecerse a nuestro deseo. El primer astro, la primera cosa meramente nombrada por Adán, quiebra el vínculo vocativo con las cosas. A diferencia de todos los animales y de Eva, la primera estrella es incapaz de responder al llamado del primer hombre. Desde el momento en que el mundo se revela como algo más que un mero jardín, la indiferencia de los entes que lo pueblan nos da una noticia incipiente de la fatalidad: ese mundo está destinado a sobrevivirnos. Se han abierto las tijeras del tiempo de la vida y el tiempo del mundo, y la única solución radica en pretender imitar el acto divino y suprimir la diferencia entre ambos. Blumenberg pregunta: “expulsión, ¿era preciso eso? ¿No se destruyen los paraísos ellos solos?”. Incluso el expediente del pecado originario queda descartado como una hipótesis redundante. Podríamos añadir la tesis punzante que Proust desliza en una página de Sodoma y Gomorra: la de que, mucho antes de que muramos, todos los paraísos que imaginamos habrán de ser paraísos perdidos y en los que nos sentiríamos perdidos.

El mundo de la vida cotidiana está signado por el impulso de esgrimir diversas técnicas y artificios para ganar tiempo y sacar el mayor partido posible del mundo. Eso, y ninguna otra cosa, es lo diabólico. El pacto fáustico, a su vez, consiste en “encorsetar el tiempo del mundo en las medidas del tiempo de la vida, fijar el límite de la vida en el momento de sentirse saciados del mundo por medio de la magia, la violencia o la ilusión”. En este sentido, la metafórica del Final es un modo delirante de resolver este conflicto elemental apelando a una simetría desquiciada: “la satisfacción del deseo bíblicamente bien poco genuino de que, a la vista de la caducidad y finitud propias, sería justo que también todo lo demás fuera caduco y finito –expresado más abstractamente: la pretensión de que el tiempo de la vida y el tiempo del mundo deberían coincidir–”.

 

Jetzeit. La filosofía de la historia de Benjamin tolera mal la comparación con propuestas como las de Blumenberg y Schmitt. A la heterogeneidad de sus fuentes y lo enrevesado de su retórica, les suma alguna que otra contradicción. Así, para sorpresa de los intérpretes, según la sexta tesis de Sobre el concepto de historia (1940), el Mesías no vendría únicamente como redentor sino como vencedor del Anticristo. Si Schmitt se veía reflejado en la figura sincrética de un Epimeteo cristiano, Benjamin nos presenta la paradoja de un Anticristo judío. Pero también nos ofrece una poderosa visión del modo en que tiempo de la vida y tiempo del mundo se oponen. En la última de las tesis, recuerda la opinión de un biólogo moderno que contrapone la insignificancia de “los cinco raquíticos decenios del homo sapiens” a la inconmensurable historia de la vida orgánica sobre la tierra. A Benjamin, sin embargo, lo gana una vez más el demonio de la analogía: “El tiempo-ahora, que como modelo del mesiánico resume en una abreviatura enorme la historia de toda la humanidad, coincide capilarmente con la figura que dicha historia compone en el universo”. No escribe “Gegenwart” (presente), sino “Jetzeit” (tiempo-ahora): volvemos a encontrar el nunc-stans que dio inicio a nuestra reflexión; o al menos, uno de sus avatares. En lugar de “desgranar la sucesión de datos como un rosario entre sus dedos” –tal es el pecado del historicista–, el historiador dialéctico sabrá captar “la constelación en la que ha entrado su propia época con otra anterior, muy determinada”. Así se fundamenta “un concepto de presente como ‘tiempo-ahora’ en el que se han introducido esparciéndose astillas del tiempo mesiánico”. El pathos de tal concepción sólo es satisfecho por el utopismo en la medida en que se presenta como interrupción del tiempo histórico. De modo que las esquirlas temporales que nos regala el desastre de la historia puedan ser elevadas, precarias, a la condición de la utopía.

 

Conclusión gnóstica. Mientras el Mesías de Benjamin se demora en llegar y el ensayista oracular se abstiene de darnos criterios concretos para guiar la acción revolucionaria, Schmitt cuenta con las ventajas de una teología política del apocalipsis suspendido o la parusía diferida. “El mundo no estará bien hasta que Cristo retorne”, no duda en decirle a Pierre Linn en una carta de 1939. Blumenberg comparte el diagnóstico del malestar histórico mundano, pero no cree necesario apelar a recursos tan extremos como el retorno de Cristo o el artificio paulino de un kat´échon; tampoco, desde luego, a la llegada de ningún mesías secular. Es que, si bien la teología política y la antropología fenomenológica presentan diferencias irreductibles, el rigor de sus argumentos aliados nos lleva a desconfiar tanto de un fin apocalíptico como de una plenitud paradisíaca. La perspectiva nos sume en el mismo desconsuelo –o nos ofrece el mismo sosiego, según se mire– al dejar de esperar un final que no llega nunca que al mirar hacia atrás, al origen de los tiempos, y advertir cómo el paraíso se arruina y no puede sino arruinarse.

La imaginación, tensa entre el principio conjeturado y el final fantaseado, se abisma en los cálculos de la escasez y la abundancia de tiempo. Ambas visiones son tan sublimes como prosaicas. Mientras Schmitt saca provecho del retardo de la llegada del Anticristo, Blumenberg lidia con su apuro en la medida en que el tiempo le urge, al Anticristo para llevar a cabo su obra del mal, y al propio Blumenberg para desplegar la erudición demencial que anima y supone su proyecto intelectual. Aceleración o retardo, tiempo menguante o tiempo ilimitado, ilustran lo paradisíaco del paraíso según Blumenberg y lo apocalíptico del apocalipsis según Schmitt. Pero incluso la restringida posesión del tiempo vital puede experimentarse como una condena. “Este cuerpo nuestro, disfrazado de moléculas agitadas y triviales, se revela todo el tiempo contra esta farsa atroz del durar”, escribe Céline, travestido apenas como Ferdinand Bardamu, en uno de los tantos aforismos involuntarios de Viaje al fin de la noche. Aunque las conclusiones resulten poco edificantes, cabría subir la apuesta. No sólo la propia vida, también el mundo posee la cualidad de una resistencia a acabar una vez que, no se sabe muy bien cómo, siempre ha comenzado ya. Esa persistencia del mundo, esa obstinada perseverancia en el ser, no fue únicamente un problema para los cristianos de los primeros siglos, burlados en su pretensión de que la conclusión de sus vidas coincidiera con el fin a la vez glorioso y catastrófico de los tiempos. Mientras proponemos variadas formas de interpretarlo, siempre tan deficientes como los actos que lo toman como escenario, el propio mundo perdura, obcecadamente, como paraíso malogrado. Ese, y no otro, es el ámbito exclusivo donde se desarrolla la mala novela que llamamos “historia”.

 

Lecturas. Algunos recodos de este ensayo retoman pasajes de un artículo en coautoría con Marcos Guntin: “El diablo sabe que le queda poco tiempo. Acerca de las escatologías de la razón y de la fe” (Otra Parte, Nº 21, primavera de 2010). El comentario del texto de san Pablo sigue las indicaciones de Joachim Gnilka en su Teología del Nuevo Testamento (traducción de Juan M. Díaz Rodelas, Trotta, 1998). La observación de Reinhard Mehring sobre la historia conceptual se encuentra en el epílogo al libro de Reinhart Koselleck Sentido y repetición en la historia (traducción de Tadeo Lima, Hydra, 2013). La interpretación de Jorge Dotti figura en su prólogo al libro de Carl Schmitt La tiranía de los valores (traducción de Sebastián Abad, Hydra, 2010). En 2013, Massimo Cacciari publicó Il potere che frena (Adelfi); el presente año, la revista Jura Gentium le dedicó un número especial de casi trescientas páginas editado por Tommaso Gazzolo y Leonardo Marchettoni.

 

Rodolfo Biscia es licenciado en Filosofía y doctorando de la Universidad de Buenos Aires. Desde el año 2010, realiza una investigación sobre la filosofía de Hans Blumenberg en colaboración con Marcos Guntin.

 

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