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No hacen falta el té, ni la magdalena, ni vislumbrar el recuerdo que se creía olvidado para comprender que rara vez el tiempo vivido coincide con el que miden relojes y calendarios. Si algo queda claro de la lectura de 30 de febrero… es que, a lo largo de la historia, la humanidad se ha empeñado en resolver esta inadecuación con suerte variable; a menudo, ensanchándola. Porque, más que del tiempo, el físico y cineasta Olivier Marchon se ocupa de tantear los vericuetos históricos de su medición. Y el tiempo ligado a su medición se nos revela (como en las tramas conspirativas de William Burroughs) inevitablemente anudado a los designios del poder y la técnica. En efecto, la medición del tiempo “es como un barniz tranquilizador: cuando se rasga el tiempo se nos aparece desnudo y no podemos evitar hacernos preguntas más esenciales”. En capítulos breves y con un tono divulgativo no exento de humor y soltura van enhebrándose las anécdotas. Marchon centra su análisis en Occidente, porque considera que este ha logrado imponer su visión del tiempo al resto del mundo. Así, el primer paso lo da Julio César, quien decide modificar el calendario semilunar, hasta entonces vigente en el Imperio Romano, por uno solar. El objetivo era corregir el desfase producido por las reglas de alternancia de años (“355 cada dos años, y 377 o 378 los otros años”), que los pontífices paganos tenían responsabilidad de introducir; lo que hacían (cuando no se olvidaban) según conveniencia. Entonces, para corregir las consecuencias de estos desfases —entre ellas, un año de 445 días y las complicaciones vinculadas a la siembra—, el llamado calendario juliano entró en vigencia no casualmente después de la conquista romana de Egipto (los egipcios hacía rato que se regían por un calendario solar en honor al dios Ra). Hacia 1582, el papa Gregorio XIII introduce un nuevo calendario para corregir un retraso de trece días respecto del sol; lentamente adoptado por los demás países, llegará a nuestros días con el nombre de calendario gregoriano o moderno. Pero decidir el paso de un calendario a otro no es cosa sencilla. Esto lo sabe bien Teresa de Ávila, quien murió la noche del 4 al 15 de octubre de 1582. También Shakespeare y Cervantes, que murieron en la misma fecha, pero no el mismo día. Y, claro, Guillermo III, “que salió de los Países Bajos el 11 de noviembre de 1688 y llegó a Inglaterra ‘seis días antes’ el 5 de noviembre”. Quienes también padecieron las consecuencias, en este caso más nefastas, de un cambio de calendario fueron los soviéticos. Con la intención de exprimir al máximo el tiempo laboral de los trabajadores, Stalin establece en la Unión Soviética una semana laboral ininterrumpida de cinco días. A cada trabajador se le otorgó un día de descanso asociado a un color. Como resultado de esto el entramado social y familiar se desarma, lo que obliga a Stalin a reemplazar la semana de cinco días por una semana de seis días con un solo día de descanso. Hay otras curiosidades como el calendario etíope (que festejó el año 2000 en 2017), el tiempo que realmente dura un segundo o la nueva fecha del fin del mundo —martes, 19 de enero de 2038—, cuando los relojes del sistema operativo Unix alcancen su límite interno y salten 137 años en el tiempo. Pero no abrumemos. Hay que cuidarse —nos advierte Marchon en el prólogo— de no ver en esto nada más que un anecdotario, ya que “[e]sos pequeños momentos en los que ‘el tiempo enloquece’ permiten descubrir el carácter artificial y puramente convencional de las herramientas que utilizamos para su medición”. De la observación de los astros a la informática y la física atómica, pasando por el cálculo matemático y la relojería: lo que la humanidad ganó en precisión lo ha perdido en intimidad con el tiempo. Incongruencias, desfases, bucles, baches y paradojas. Suena a ciencia ficción, pero así es la carrea de Aquiles de la historia de la medición del tiempo. Un tiempo descarrilado, podríamos decir; si hubiera un único carril de referencia.
Olivier Marchon, 30 de febrero y otras curiosidades sobre la medición del tiempo, traducción de Jorge Caputo, Godot, 2018, 168 págs.
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