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Puesto a narrar un mundo de datos, el museo de arte contemporáneo debe, primero, asumir como político el problema que acarrea ordenar esa información. La carencia de una cronología y un espacio globales en la era de la fragmentación produjo el surgimiento de categorías oscuras y modos ficcionales de clasificación que atentan directamente contra el concepto de soberanía nacional y, según Hito Steyerl, provocan una extraestatalidad que ya da cuenta de la avanzada del tecnocapitalismo en los circuitos de transferencia y movimiento de cultura. El almacenamiento de arte en “puertos libres de impuestos” localizados en Ginebra, Singapur, Mónaco y Luxemburgo verifica la clásica sospecha de inestabilidad semántica característica del posmodernismo, aun con respecto a aquello que, en principio, se presentaba como histórica y socialmente determinado. Esa extraestatalidad abarca obras offshorizadas, en tránsito permanente aun cuando su categoría real es la del objeto almacenado, privado de exhibición. Los “museos secretos” son el agujero negro de un tiempo y un espacio datados que hacen de lo incógnito un valor y obligan a focalizar en esa movilidad condicionada las herramientas críticas de lectura. En 1830, recuerda Steyerl, también se traumatizó la movilidad, pero con diferentes intenciones. Los revolucionarios franceses modificaban el calendario y disparaban a los relojes para cuestionar una continuidad histórica. El tiempo era, todavía, una trayectoria, una narración a la que había que “trabar” de alguna manera, y no esta superficie informacional contemporánea en la que los vacíos de la historia oficial se transforman en nudos digitales de contenidos cortados y pegados sobre pantallas de cristal líquido. Los museos contemporáneos, encapsulados en paraísos financieros artificiales o alojados en cientos de servidores online con múltiples ubicaciones, producen una riqueza cultural velada en el primer caso y mucha información pero escasa narrativa en el segundo. De cualquier manera, los resultados son negativos. O la posibilidad de acceso total y remoto facilitada por la red satura la capacidad de percepción y atención del espectador, o la lógica financiera equipara la curaduría a los esquemas de evasión impositiva del traficante de armas o de drogas. Steyerl se pregunta cómo el museo de la era digital filtra el pasado —es decir, lo muerto; no por nada “museo” y “mausoleo” comparten raíz etimológica— en este presente ocupado por versiones escaneadas de algo que sólo parece vivo, que vemos pero que no está. Drones y fibra óptica inflaman la estasis contemporánea que Steyerl le pide prestada a Agamben para graficar este tiempo de guerra civil permanente en pos del significado. Curar el museo contemporáneo es curar manifestaciones de una violencia que puede manifestarse tanto como un culto neofascista a la personalidad —para Steyerl, la economía artística contemporánea depende más de la “presencia” del autor en el circuito consensuado por la crítica que de su producción propiamente dicha— como en la administración, por parte de gobiernos tecnocráticos, de una dimensión del tiempo y la distancia que ya no es mensurable por los seres humanos. La invisibilidad de la obra “en tránsito” es otro modo de ejercicio de esa violencia. Un capricho posesivo en clave de ahorro, que transforma la cultura en una criptomoneda especulativa arrojada a un mar de imágenes saturadas de ruido.
Hito Steyerl, Arte duty free. El arte en la era de la guerra civil planetaria, traducción de Fernando Bruno, Caja Negra, 2018, 288 págs.
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