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Adriana Mancini observa en su libro Bioy Casares va al cine algo que suele pasarse por alto en los estudios en torno a las relaciones entre cine y literatura: el hecho no menor de que el cine en Bioy Casares es una conquista, no algo dado, para un autor que, como dice Mancini, “sintió” en su juventud “y durante mucho tiempo un franco rechazo por el cine”, un rechazo recibido de las ideas maternas relativas a cierta insalubridad y vulgaridad de ese medio. En esto, el libro estudia precisamente lo que habría que considerar una historicidad del cine y permite entender el modo en que se instituyó como arte, por medio de operaciones como las que el propio Bioy Casares hizo con él.
Esa historicidad está en la cinefilia de Bioy, antes de que se volviera un autor prestigiado por sus textos, por varios motivos. Por un lado, hay en Bioy, como escribe Mancini, una “erótica del cine”, cuyas condiciones de posibilidad son tanto tecnológicas como espaciales. La investigación sobre las salas de cine en los años treinta y cuarenta que la autora lleva a cabo ayuda a precisar un vínculo con el cine propiamente físico, que posibilita la proyección de la propia vida en los relatos que se ven en la pantalla hasta confundir una y otros. En eso consistía la cinefilia del star system, cuyo afecto erótico y amoroso tenía como objeto a los actores y a las actrices, y promovía la identificación con sus mundos imaginarios. Pero hay que diferenciar esa cinefilia de la cinefilia del auteur, propia de las décadas siguientes (cincuenta y sesenta), elaborada por publicaciones como Cahiers du Cinéma, que Bioy despreciaba (unos “ridículos pedantes”, cita Mancini). Bioy tuvo una experiencia del cine que ya no es la nuestra, cuando la erótica de la sala ha quedado reducida al fetiche del dispositivo (las pantallas de la computadora, de los celulares, de la televisión) y cuando la experiencia está pautada por nuevos modos de visión, vinculados a la interrupción, a la búsqueda errática en internet, a la velocidad y al espacio doméstico. Por otro lado, esa experiencia histórica de la cinefilia también es un modo de la formación. La cinefilia configuraba hábitos, ofrecía identidades, vidas posibles ―el cine como vida posible―. En el libro podemos notarlo: no sólo Bioy va al cine contra el deseo de la madre, contra el esnobismo de clase que le prohibía ir, por la bastedad de ese espectáculo, sino que incluso, como demuestra Mancini, el cine se vuelve testigo de la propia vida, recuerdo de la propia vida configurado en la visión de los films. Para esa cinefilia, la propia vida se hace inescindible de la visión de la vida en el cine. En el epígrafe que abre el libro, el mismo Bioy lo expresa así: “los films que me hicieron”.
Sería preciso volver a pensar la singularidad del fantástico en la literatura de Bioy desde esa experiencia de la cinefilia. En cierto modo, algunos de sus relatos pueden considerarse como transposiciones de una experiencia singular de la percepción cinematográfica, antes que de algún tema propio del cine. En todo caso, lo que se vuelve tema es esa experiencia de la percepción: un mundo imaginario que se parece demasiado al mundo de la realidad, la imposibilidad de distinguir ambos mundos, hacerlos en efecto indiscernibles, como ocurre paradigmáticamente en La invención de Morel. ¿No hay acaso en la matriz de esa novela una cuestión de percepción cinéfila que se vuelve tema? En Puig, en cambio, el cine es una cuestión de representación (melodramática), pero nunca de percepción.
Además, el libro elabora una genealogía del cine moderno (francés y argentino), cuando el cine deja de ser un entretenimiento vulgar para legitimarse como arte, en un proceso en el que la literatura de Bioy es parte medular. No sólo por las relaciones, reconocidas por Robbe-Grillet, entre La invención de Morel y El año pasado en Marienbad (Resnais y Robbe-Grillet), ni únicamente por la impronta notoria en el cine de Jacques Rivette, sino incluso por la transposición de “El perjurio de la nieve” (en El crimen de Oribe, de Torres Ríos y Torre Nilsson), anterior a la formación de la poética de Nilsson, pero con una importante incidencia en ella y muy anterior a la “Generación del Sesenta”. En esto mismo, Bioy Casares va al cine demanda, al menos, volver a considerar las relaciones del cine moderno con la literatura.
Adriana Mancini, Bioy Casares va al cine, Libraria, 2014, 112 págs.
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