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Bowie es una meditación de Simon Critchley sobre cuarenta años de amor a un artista. El objeto amoroso se resiste a la idolatría, sólo se ofrece en una sucesión de personas efímeras y ambivalentes (de Ziggy Stardust al Lazarus de su último video) y además se pregunta continuamente qué hay en él y en el mundo que no sea ficción; de modo que el amante lo estudia como a un poeta en busca de la realidad verdadera. Critchley evita el feo expediente de usar a un artista para demostrar teorías; cuenta la historia de una obra que le abrió el horizonte vital, le despabiló el pensamiento y desde la adolescencia insulsa lo acompañó durante la juventud rabiosa, la edad del escepticismo filosófico y la superación del desencanto hasta una concepción libertaria de la nada. La cuenta acompañando a Bowie disco por disco, de una estética a otra y de avatar en avatar hasta el muerto resucitado del álbum The Next Day, y cerca del final explica el origen de esa lealtad: “Bowie encarnaba un mundo de placeres desconocidos y de inteligencia vivaz […] Hablaba con especial elocuencia a los desafectos, los que no se sentían a gusto en su piel, los ineptos sociales […] Les hablaba a los excéntricos, los bichos raros, los excluidos, y nos arrastraba a una intimidad extraordinaria; llegaba a cada uno de nosotros, aunque sabíamos que era una completa fantasía”. Sin duda Critchley es un bicho raro. Promotor de una ética del compromiso que informe una política radical, de la responsabilidad de imaginar estrategias contra el poder, filósofo de la impersonalidad y la conciencia de la muerte, es un anarquista heideggeriano, que puede escribir un ensayo sobre la atracción del suicidio y otro sobre la virtud social del goce del fútbol. Ahora, con un rigor fanático, investiga en las canciones de Bowie una senda que iría de la androginia lúbrica de los setenta y los dramas distópicos de los ochenta al severo mensaje de “I Can’t Give Everything Away”, (“Ver más y sentir menos / decir no que signifique sí / es todo lo que procuré” en Blackstar, 2016). Para eso analiza los cambios en la emisión vocal, la densidad de los arreglos, la distancia sarcástica o la cercanía caliente de Bowie con el pop, el rock y el uso instrumental del estudio, y se detiene a señalar, por ejemplo, el feedback entre un tema suyo y uno de Nick Cave (sobre el disgusto de resucitar) o a comparar su oscura teatralidad con el histrionismo moralista del “espantoso” Bono. La palabra-concepto más repetida en este libro es nada; en el afán de desentrañar qué podría haber significado nada para los diversos Bowies, Critchley se asocia a la excentricidad contemporánea de leer canciones pop a la luz de pensamientos capitales: el pesimismo de Hamlet, un discurso de Paul Celan sobre la dignidad de la poesía, la rebelión de Simon Weil contra la mentira obligatoria de tener una identidad fija. “Yo creo”, dice, “en una escritura decreativa que avanza por espirales de negación hasta alcanzar la… nada”. Y en este punto concluye que si Bowie se decreaba continuamente era para dar con alguna “base”, un fundamento para el baile de apariencias. La prueba está en una nota de prensa que acompañaba Reality, un disco de 2003: “La base es más una influencia omnipresente de contingencias que una estructura definida de absolutos”. ¡Caray con Bowie! Si para él la realidad estaba constituida así, no extraña que a cierta altura (digamos en Scary Monsters, 1980) adoptase el cut-up de Gysin y Burroughs para obtener opulentas imágenes sombrías empalmando recortes propios y ajenos (“Pulgas grandes como ratas chupaban ratas grandes como gatos / y diez mil puebloides se dividían en tribus / codiciando el estéril rascacielos supremo”). Tampoco extraña que este libro sea unas veces puerilmente impúdico y otras de una llaneza amarga que nos acorrala. Es un montaje aleatorio, sin freno, como son los trabajos de duelo.
Simon Critchley, Bowie, traducción de Inga Pellisa, Sexto Piso, 2016, 115 págs.
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