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La longevidad trae consigo la ocasión de ser testigos de innumerables vidas, de divisar los flujos y reflujos del curso de la historia, pero no siempre va acompañada de lucidez. Cynthia Ozick posee el raro privilegio de gozar de ambas. En 2016, a sus ochenta y ocho años, publicó el que hasta hoy es su último libro, Críticos, monstruos, fanáticos y otros ensayos literarios, volumen que nos llega ahora en versión de Ariel Dilon. Allí Ozick hace brotar gajos de inteligencia frondosa, y espabila juicios anquilosados con su proverbial talante de polemista mordaz, para ceñir sus temas predilectos: el estado actual de la literatura, el judaísmo norteamericano y sus díscolos emisarios, la pesadilla de la Historia y el componente moral del arte. Tanto es así que ―conviene aclararlo desde el principio― si alcanza a percibirse un pelín de encono en su temple, casi nunca es arbitrario: a buen seguro sabe Ozick que, llegado el caso, habrá que afrontar la estocada del oponente; por lo tanto, prefiere dejarlo grogui antes. Todo lo cual quiere decir que, aun cuando sus premisas sean muchas veces discutibles, Ozick argumenta.
Sostiene, por ejemplo, que ni la efímera reseña del suplemento cultural ni la jerigonza bibliográfica del paper académico pueden reemplazar la ausencia supina de este tiempo: la del crítico. Capaz de sortear modas y juicios perecederos, el crítico ―ese monstruo, según Ozick― permite dar cuenta del “tono de una época”. No sólo “unifica e interpreta una cultura literaria, sino que tiene además el poder de darle vida en su imaginación”. Sus representantes serían los injustamente olvidados Lionel Trilling y Edmund Wilson y, más recientemente, el rapsoda Harold Bloom y el autoritario, incitador, James Woods. No deja de ser categórica y algo injusta la manera en que se baja de un hondazo a Susan Sontag del panteón de la crítica, aunque tampoco resulta extraño, puesto que Ozick, guardiana de las distinciones entre alta y baja cultura, difícilmente pudiera congeniar con la erótica igualadora del gusto como categoría estética.
La ausencia de críticos explicaría, entre otras, las rencillas entre un realista como Jonathan Franzen y un experimentador como Ben Marcus, cuyas posiciones la autora de La galaxia caníbal señala como complementarias: ambos se disputan un público inexistente. La propia Ozick se ha cuidado, en sus ficciones, de bascular entre ambas posturas; prefiere la innovación a la ruptura terminante, porque en lugar de destruir, amplía el campo de lo posible. Y el hecho de haber insistido a lo largo de los años en que el arte tiene un compromiso impostergable con su tiempo no ha rebajado su oficio al de mero instrumento de propaganda, ni al de pregonero de causas lacrimógenas. En este y en otros aspectos, Ozick es intransigente. La novela de Martin Amis sobre el Holocausto puede resultarle urticante, pero no ceja hasta desmenuzar sus puntos ciegos, contradicciones y ambigüedades: “La historia como comedia tiene un efecto paralelo: trivializa lo inadmisible”. De la misma manera, al ocuparse del triunvirato ―Saul Bellow, Bernard Malamud y Philip Roth―, discute las etiquetas que la crítica utiliza para anular sus particularidades, señalar su origen común y así acotar el alcance de sus obras: “cada uno de ellos inventó sus propios mitos e imaginó su propia república de las letras”. En otro orden de cosas, señala que lo kafkiano obtura la lectura de Kafka, reduce a Norman Mailer y Allen Ginsberg a documentos de una época, y retoma un cuento de su admirado Henry James para considerar la doble vida del escritor, impelido a crear un rol social cuando su verdadero sino es la invisibilidad. Y todo dicho en frases tan robustas como exactas y en las que la elección de un adjetivo es indivisible de la idea o concepto que procuran transmitir. Aunque Ozyck se sabe un monstruo extemporáneo, puede adivinarse en sus elecciones, rescates y su tono enjundioso una pregunta por lo que le deparará la posteridad. Hasta entonces, vaya la invitación a dar ―siguiendo su propia fórmula del ensayo― un paseo por sus laberintos mentales.
Cynthia Ozick, Críticos, monstruos, fanáticos y otros ensayos literarios, traducción de Ariel Dilon, Mardulce, 2020, 288 págs.
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