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Apenas una semana después de cumplir cuarenta y un años de edad, a la poeta Anne Boyer le diagnostican un cáncer de mama de extrema agresividad, que promete un horizonte de brevísima expectativa de vida y el tipo de sufrimiento corporal y psíquico que los tratamientos al alcance incluyen en este tipo de situaciones. Desde el momento en que se la anuncia, la enfermedad afecta a Boyer y su entorno así como la lluvia cambia la apariencia de una ciudad que se conoce bien: todo parece igual (acaso la mayor crueldad del cáncer, ese invasor silencioso, sea que muchas veces necesita ser clínicamente “declarado” para iniciar su avance), aunque más quieto y despojado. Por distintos motivos (discriminación, desconcierto, un tipo muy cobarde de piedad), Boyer se va quedando sola con su enfermedad hasta que decide convocar algunas otras voces para narrar lo que le ocurre. “El cáncer aniquila el yo”, avisa al comienzo del libro, y la compañía de Susan Sontag, Audre Lorde y Kathy Acker (todas alguna vez enfermas, todas en su tiempo y a su manera) va enredando una voz grupal muy baja y sutil que envuelve a la de la propia protagonista, desgajando algo que, a medida que corren las páginas, se parece cada vez menos al lamento y cada vez más a una especie de empuje de grupo hermanado literariamente por la angustia.
“Algunas veces, dar a una persona una palabra con la que nombrar su sufrimiento es el único tratamiento posible”. Desde el primer momento, como buena escritora que es, la preocupación de Boyer pasa por el lenguaje y las distancias que este puede o no mantener con lo que a ella le está ocurriendo. La enfermedad puede construir un nuevo tipo de soledad (en Estados Unidos, si no se es el hijo, el padre o el cónyuge del enfermo, la ley no concede un permiso para tomarlo bajo su cuidado) o su propia economía (el mayor temor no es morir, sino morir en medio de un tratamiento costoso e inútil), pero no puede darse el lujo de arruinar la escritura. Cuando Boyer afirma que “pocas obras literarias sobre el cáncer son malas pero todas son imperdonables” está tratando de corregir un lugar común (el del convaleciente en “modo poético”, más allá del bien y del mal en términos de estilo) pero, también, intentando barrer el patetismo de un subgénero que se dejó arrastrar con demasiada frecuencia al terreno baldío de la autoayuda. A esa “patopornografía” del sufrimiento, Boyer opone una agudeza visual (las descripciones de los tratamientos y los lugares donde tienen lugar) y auditiva (las distintas maneras en que desmonta la jerga hablada por los profesionales que la tratan) que pasa por arriba de lo abyecto y es capaz de espiar la hermosura aun en las situaciones más atroces, pero sin llegar a descubrirla del todo, como invitándonos a completar ese hallazgo mientras ella se desadapta a las rutinas y las poses esperables frente a la enfermedad. Entonces, mientras su cuerpo se convierte en un conjunto de datos a ser interpretado, mientras su mente y su ánimo devienen variables dentro de un sistema que está, a su vez, integrado por otros sistemas (familia, raza, trabajo, cultura), al mismo tiempo que su voz va tomando todo el volumen que le permite una frecuencia silenciosa pero llevada hasta el límite, Boyer vive una vida que propone el acto de escribir como el único gesto de honestidad posible en un mundo donde perder la humanidad no es una cuestión de salud o enfermedad sino sólo un asunto de tiempo; la única manera de construir un lugar que no deje mentir antes de desaparecer definitivamente de la foto.
Anne Boyer, Desmorir. Una reflexión sobre la enfermedad en un mundo capitalista, traducción de Patricia Gonzalo de Jesús, Sexto Piso, 2021, 262 págs.
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