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No sólo los científicos están sentados “sobre hombros de gigantes”. Acostumbrados a negar la idea de progreso en el arte, solemos olvidar que cada vez que vemos una imagen —hoy, la más trivial y la más ineludible de las actividades— percibimos el resultado de un larguísimo proceso en el que mucho tuvo que ver la pintura europea desde finales de la Edad Media hasta mediados del siglo XX. De esa empresa de acumulación colectiva, El arte de describir recorre los modos de ver y los modos de representar de los artistas holandeses del siglo XVII. Es un período fundamental pero relativamente desplazado de los cánones: salvo Vermeer y Rembrandt, no se trata de pintores que suelan aparecer en colecciones de quiosco. A diferencia de la tradición italiana del Renacimiento, contra la cual recorta el libro su objeto, en la pintura holandesa de ese período predominan los “géneros menores”: el paisaje, el bodegón, los interiores íntimos y los retratos. Como subraya Alpers, en tanto herederos de los nenúfares de Monet o las frutas de Cézanne, nos puede parecer normal, pero hasta el siglo XIX la representación perfecta de la materia llevada a niveles inéditos de detalle —telas, frutas, insectos, metales, maderas, señoras leyendo cartas, alegres bebedores, vacas, cisnes muertos, perros, insectos— producía desconcierto. (“¿Qué motivo tenía un pintor holandés para hacer un cuadro? Ninguno”, nos dice Alpers que escribió Fromentin).
Durante mucho tiempo se buscó en esos cuadros motivos alegóricos que justificaran su realismo, como un modo de entender las pinturas a la manera italiana: la pintura del Renacimiento proponía el cuadro como una ventana a un mundo de figuras humanas que representan acciones significativas y había que dotar de sentido ese catálogo holandés. Frente a ello, Alpers recupera la pintura holandesa del siglo XVII como un arte descriptivo: los cuadros holandeses se asimilan mejor a mapas que a ventanas.
Otra diferencia se presenta en las relaciones entre arte y ciencia. Mientras que los artistas italianos proponen el modelo del artista-ingeniero y abundan en tratados teóricos, los desarrollos en Holanda son el resultado de la tradición artesanal. En lugar de partir de una base matemática, como la perspectiva albertiana, forman parte de un sistema cultural en el que el interés por la óptica, la cartografía y en general la “filosofía natural” se funda sobre todo en la práctica experimental, heredera de Bacon.
Para un lector de historietas puede resultar revelador el capítulo dedicado a la presencia de texto en las pinturas, donde son frecuentes las inscripciones, las escenas de lectura o los textos representados. Si en Italia los cuadros son la puesta en escena de momentos clave de un texto conocido (bíblico, histórico o mitológico), en Holanda parecen suponer la presencia de un “subtitulado implícito”. Alpers compara estas pinturas con viñetas de Ásterix, aunque quizás el símil más exacto sea el de los cartoons de cuadro único con texto al pie, como los de Quino, Sempé o The New Yorker.
Es difícil hacerle justicia a El arte de describir en una reseña breve: es una lectura repleta de descubrimientos, detalles curiosos y revelaciones inesperadas, un poco como un bodegón holandés, en el que cada detalle puede ser una maravilla. La colección Caleidoscópica de editorial Ampersand anuncia un par de títulos de próxima aparición. Habrá que esperarlos con cierta ansiedad.
Svetlana Alpers, El arte de describir. El arte holandés en el siglo XVII, traducción de Consuelo Luca de Teno Navarro, Ampersand, 2016, 377 págs.
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