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En su análisis del trauma social que supuso para Alemania y Japón la derrota en la Segunda Guerra Mundial, Ian Buruma advierte una diferencia importante: mientras que Auschwitz –y no la Blitzkrieg, ni la destrucción de Dresde, ni la guerra en el frente oriental– se convirtió en el hecho clave de la memoria histórica para el grueso de los alemanes, los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki les dieron a los japoneses la posibilidad de sentirse víctimas y distorsionar así su responsabilidad por la guerra. Para exhumar las razones de ambos derroteros, Buruma visita los campos de concentración y los lugares de memoria, compara los juicios de Núremberg y Tokio, la actitud ante la guerra de las distintas generaciones de alemanes y japoneses, el tratamiento que se le dio al tema en la literatura, el cine, la TV y los libros de texto, sin dejar de atender a los detalles que suelen obviarse en las versiones oficiales.
En un registro que oscila entre el ensayo, la crónica y el reportaje, El precio de la culpa halla su costado polémico cuando expone que Hiroshima, a diferencia de Auschwitz, es un asunto aún abierto a debate. ¿Es verdad que la bomba atómica “salvó vidas y abrevió la guerra”, al tiempo que impidió el avance de la URSS sobre Japón, como argumentan los norteamericanos? ¿No constituyó un “maligno experimento militar”, un “genocidio”, como aún piensan muchos japoneses? ¿Fue o no fue un crimen de guerra? Preocupado por sondear cómo elaboran su pasado los países derrotados, Buruma casi no se pregunta por lo que hizo o dejó de hacer el bando de los Aliados (sólo al pasar menciona que no fue para los vencedores una prioridad salvar a los judíos). Sí se explaya sobre lo difícil que sigue siendo para Japón –a diferencia de Alemania– establecer una memoria colectiva. La absolución de todo crimen con que fue beneficiado el emperador Hirohito hizo que su “inocencia” fuera la del pueblo japonés, y el hecho de que luego de la guerra Japón siguiera gobernado por la misma elite, aunque bajo una Constitución impuesta por los Estados Unidos, habilitó un continuismo cuyas derivaciones –asegura Buruma– son más políticas que culturales. Así, mientras que Alemania perdió a sus líderes nazis, Japón sólo perdió a sus generales y almirantes, lo que no impidió que en el altar sintoísta se siguiera glorificando el sacrificio de sus kamikazes.
La historia de la agresión japonesa y las atrocidades cometidas por su ejército (la masacre de Nankín, los campos de concentración en Sumatra y Singapur) forman parte de un pasado que tanto el revisionismo de derecha como el propio Estado nipón prefieren pasar por alto. Del ejercicio comparativo que lleva a cabo Buruma uno infiere que Alemania bien podría ser un ejemplo para Japón, lo que aporta una cuota extra de controversia. Porque ¿quién se atreve a negar que la culpa se convierte en mito con el paso del tiempo? ¿Y de qué podrían sentirse hoy “culpables” las nuevas generaciones de alemanes y japoneses? El lector espera que Buruma aclare que no hay “culpa colectiva”, que es un error decir que existe una culpa social objetivamente determinable, pero eso no sucede.
Ian Buruma, El precio de la culpa. Cómo Alemania y Japón se han enfrentado a su pasado, traducción de Claudia Conde, Duomo, 2011, 432 págs.
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