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Dos jóvenes universitarios, “hombres blancos de Boston”, descubren que comparten una predilección por la música rap/hip hop y deciden escribir sobre ella. David Foster Wallace y Mark Costello, hacia fines de la década de 1980, escriben y publican Ilustres raperos, un singular trabajo, potente, imaginativo, donde se rastrea la génesis del género, se lo analiza en múltiples dimensiones, se lo critica y compara con hitos de la literatura moderna y posmoderna. Ellos denominan al producto de ese presente, en pleno desarrollo, “rap serio”: “una fusión muy concreta inventada en el gueto entre funk, reggae tecnificado, rock hardcore de adolescentes y para adolescentes y la ‘poesía de la experiencia negra’ compuesta a principios de los setenta por Nikki Giovanni, The Last Poets, etc.”. Algo que “siempre tuvo sus raíces en el Barrio, en el submundo de los pandilleros negros”. Una cultura popular que nace en fiestas en la calles, pasa a los locales, clubes itinerantes y finalmente a discos y grupos consagrados (con su contraparte o versión “blanda”, comercial). Un fenómeno que permite, al “oyente blanco”, alguna clase de acceso a “las penurias extremas y el estado de ánimo de una comunidad [norte]americana situada al borde mismo de la implosión/explosión, una fea y nueva subnación”.
Además de la dimensión histórica y sociológica —acertada en su diagnóstico: basta con recordar la revuelta de Rodney King, el estallido social de 1992 en Los Ángeles contra el racismo, los abusos y la impunidad policial—, Foster Wallace y Costello señalan la original combinatoria entre jerga callejera y high-tech: lo que De La Soul llama “droga del dialecto” (el “lenguaje de clubes de baile”; “una miríada de formas de describir el aspecto propio o el ajeno”), más el sampleado digital de multipistas, tecnología que permite generar la “cita musical” robada impunemente y reproducida, modificada y recombinada al infinito. Los autores afirman que esta metodología podría remontarse ya a Bach —“que se dedicó a copiar danzas de la corte del siglo XVII en sus Suites francesas”— y llega a “los compositores de música/arte experimental contemporáneo” (Glass, Cage, Eno), quienes “montan ‘collages de sonidos’ a partir de fragmentos escogidos al azar de ruidos cotidianos”.
Los autores señalan dos vertientes en cuanto a las letras: las que merecen crítica y desprecio, como las misóginas y ególatras, y las que asumen temas tan ampliamente variados como “el Levítico, el sida, el hambre en el mundo”. Y también, y con alguna ironía, el hecho de que esto pueda ser objeto de análisis para aplicar categorías del feminismo, del posestructuralismo y el marxismo. Aún más provocativamente, postulan el rap como “lo más importante que está pasando hoy en día en la poesía [norte]americana” y ligan —en ejercicios de asombrosa audacia— autores y temas hip hop con el “make it new” de Pound, la “epopeya moderna” del Ulises de Joyce y también con Platón, T.S. Eliot y Derrida.
El entonces joven coautor Foster Wallace aún no había publicado su obra cumbre, la “novela enciclopédica” La broma infinita (1996), aunque ya demostraba sus talentos en su primera novela La escoba del sistema (1987) y en artículos periodísticos, ensayos y relatos. Algo que en Ilustres raperos también se ve: inventiva estilística y fuerza imaginativa, juicios tan tajantes como discutibles en esos momentos de establecimiento del rap y en tránsito a su “edad adulta”.
David Foster Wallace y Mark Costello, Ilustres raperos. El rap explicado a los blancos, traducción de Javier Calvo, Malpaso, 2018, 224 págs.
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