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La inquietud que transmite Éric Sadin en las páginas iniciales de La humanidad aumentada (¿puede eliminarse por completo y definitivamente el riesgo de que las máquinas conspiren contra nosotros?) busca una probable respuesta en la ficción antes que en la teoría. El HAL 9000 utilizado por Stanley Kubrick en 2001 (1968) para trazar la amenaza demiúrgica de las máquinas dotadas de una vitalidad cerebral similar a la humana actualizó para el espectador de la “era espacial” la perspectiva sombría de Alan Turing, quien, al iniciarse la década de los cincuenta, preguntó en voz baja si las máquinas podían pensar. Para Sadin no hubo, desde entonces, una humanización de aquellas, sino el perfeccionamiento del tratamiento informacional automatizado, lo que equivale al inicio de un nuevo período de robotización y sobreinformación, dividido en etapas históricas perfectamente identificables y cuya fase final incluye el apogeo del big data y la gestión electrónica de muchos aspectos de la vida de relación social, hasta entonces limitados a la injerencia humana. La separación de esta raíz antropológica que ha sufrido el tratamiento de la información a gran escala supone un proceso articulatorio problemático: un tipo de apropiación electrónica de la imaginación anclado en un discernimiento algorítmico de la vida, tendiente a regular hasta sus más mínimos aspectos. Esta propagación llega a asumir algunas características biológicas cuando Sadin menciona las estrategias de desarrollo del cuerpo-interfaz que Microsoft viene desarrollando, con suerte dispar, desde que en la década de 1980 se produjo la masificación doméstica del uso de computadoras personales, acompañada de su creciente miniaturización. La “antrobología” que describe Sadin (una especie de nueva condición humana secundada y “aumentada” por robots) supone, entonces, la consolidación de un “universo cerebral artificial en expansión continua”, cuyo correlato sería la creciente incapacidad de la conciencia humana individual para dominar la funcionalidad abstracta de la lógica digital, su sumisión a una conciencia suprasensible cada vez más indiferente a la del sujeto moderno de la tradición humanista/ilustrada (que supo ser “libre y plenamente consciente de sus actos”) y la desaparición de los “estorbos” emocionales que median nuestra relación con los hechos y las cosas, beneficio de la racionalización extrema provista por una ciencia del cálculo que sobrecompensa la realidad desde un punto de vista estrictamente matemático. En el pasaje de lo analógico a lo digital, Sadin advierte una pérdida de visibilidad, la desaparición de una “fricción” entre las cosas que conspira contra la percepción “real” del mundo y consolida una fuga de sensibilidad ligada ya no a una incertidumbre acerca de las posibilidades de comunicación humana, sino a la oscuridad técnica de una potencia tecnológica al alcance de las masas, pero cada vez más críptica en cuanto a la lógica de su funcionamiento. La promiscuidad de significados y mensajes generada por la masificación de Internet (ese “régimen binario que entremezcla sin cesar acciones humanas y electrónicas produciendo una realidad aumentada basada en un doble régimen de percepción”) no sería, por lo tanto, otra cosa que el avance y la consolidación de un modelo artificial y paralelo de entendimiento capaz de abarcar, cada vez con mayor grado de perfección, las condiciones —hasta hoy invariables— de la existencia humana.
Éric Sadin, La humanidad aumentada, traducción de Javier Blanco y Cecilia Paccazochi, Caja Negra, 2017, 160 págs.
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