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En La insurrección en Dublín no hay coordenadas precisas para entender la manera de apuntar los sucesos: en el primer día del alzamiento irlandés posterior a la Pascua de 1916, James Stephens anota que “había tomado la firme decisión de aprender a leer música”, lo que parece decirnos que una vez que una revolución se ha desatado todos los sucesos son relevantes. Cierto es lo que afirma Matías Battistón —brillante traductor y recopilador de datos claves para un mejor entendimiento del relato— cuando escribe que este libro es “un compendio de versiones que forman un extraño poliedro de verdades a medias, esperanzas y temores. Es una muestra ejemplar de rumorología”.
Sin el menor indicio previo de una posible revuelta, la ciudad comienza a fragmentarse en dos facciones en las que, por un lado, los líderes del levantamiento toman el centro administrativo de Dublín —el castillo, la oficina de correos— y, por el otro, los ciudadanos pululan por sus calles sin saber muy bien lo que está ocurriendo, barajando una serie de hipótesis —a veces un tanto descabelladas— acerca del asunto. Mientras las balas van y vienen en una toma de posesión que culminará con bajas sensibles entre los hombres que lucharon por la independencia de Irlanda, Stephens toma nota y crea de manera ejemplar una atmósfera que por momentos desata una risa malsana. Tanto es así que el propio Stephens se percata y advierte: “Me temo que quizá le esté dando a mi lector demasiadas razones para reírse, pero la risa es el único exceso saludable”.
En sus notas reverbera el ácido eco del Gógol de Almas muertas cuando describe que la “mirada del dublinés por lo general transmite cierto reproche hacia nuestra apariencia personal, y algo de hostilidad hacia el transeúnte”, o cuando recalca que los irlandeses, “aunque en privado seamos sociales y charlatanes, en la calle carecemos totalmente de modales o el menor don de gentes”. Stephens incluye datos que recuerdan el bizarro film de Peter Jackson —Bad Taste— anotando que a “un oficial aquí cerca le volaron la cabeza, y salpicó toda la calzada. Una chica joven se acercó corriendo, levantó la gorra y fue metiendo los sesos adentro”. No se ahorra palabras para pegarle a George Bernard Shaw —equivalente, de algún modo, a un Vargas Llosa de nuestros días—, cuya bonhomía es “esencialmente hipócrita y falsa” y “caracteriza el tono del tahúr y el estafador”. Tampoco suele ahorrarse reflexiones que convierten por momentos la crónica en una madeja compuesta de hebras de pura literatura: “Esta insurrección se libra en medio de un silencio sepulcral, y uno se imagina qué sentirán esos hombres, en su mayoría jóvenes y poco acostumbrados a la violencia, al someterse silenciosamente al tumulto y las llamas y las explosiones que los rodean”.
Con una lucidez extraordinaria —“tengo fe en el hombre, y muy poca fe en el hombre de Estado”— y una prosa desenfadada —“sólo la necesidad puede forjar patriotas, ya que en tiempos de paz un patriota es un farsante, cuando no un estafador”—, Stephens nos regala un documento imprescindible para adentrarse en el suceso histórico más decisivo y menos documentado de la historia de Irlanda, y quizás por ello, el más apasionante.
James Stephens, La insurrección en Dublín, traducción de Matías Battistón, Ediciones Godot, 2016, 128 págs.
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