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La “aletheia algorítmica” que Éric Sadin señala como usurpadora de nuestra existencia tiene apenas una década de vida y representa el “cambio de estatuto” a través del cual los sistemas computacionales fueron investidos con el poder de enunciar la verdad. Esa potencia aletheica (que los pensadores griegos clásicos distinguían como el poder o la aptitud para referirse a la brecha entre la “realidad de los hechos” y su apariencia) consagró un modo del decir y el pensar en el que un cada vez más poderoso paradigma de la inteligencia artificial modela el mundo y lo que puede (o no) decirse sobre él. Sadin ve en ese giro epistemológico el intento de trasladar a las máquinas las aptitudes humanas que dotaban de sentido a ese mismo mundo.
El poder conferido a la IA para lograr una “imitación” cada vez más afinada del cerebro humano vino acompañado de un discurso retórico dedicado a adornar este proceso con un “prestigio simbólico”: la opaca certeza de que la era antropomórfica de la ciencia no es otra cosa que una sucesión de segmentos intermedios de consolidación de saberes, cuya última meta sería dotar a la humanidad de un órgano de prescindencia de ella misma, acompañada de la convicción mesiánica de que ese fenómeno es deseable o positivo en sí mismo. La figura humana se sometería, así, a las decisiones calculadas por sus propios artefactos, diseñados —cada vez menos pudorosamente— para servir a intereses privados. La lógica algorítmica aplicada a cada segmento de la vida individual y colectiva nos estaría arrastrando a una era en la que el criterio utilitarista de la vida determina el “tempo” de nuestra existencia y, con ello, el surgimiento de ese antihumanismo radicalizado que Sadin señala como una nueva consumación de la Historia, según el criterio escatológico más amplio con el que pueda concebirse esa idea.
Cualquier menoscabo sufrido por la humanidad en su capacidad de juicio sobre las condiciones de su propio devenir supone, necesariamente, una alteración del equilibrio ético que definió la interacción entre los hombres y las máquinas desde los tiempos de la primera Revolución Industrial. El nuevo orden de la “eficiencia” o lo “mejor administrado” —en el que las máquinas aparecen dotadas para diagnosticar las condiciones óptimas de la vida humana incluso con mayor precisión que los propios portadores de esa vida— hace que el fin del humanismo equivalga a la supresión total de la capacidad de errar propia del sujeto ilustrado. No es que el ser humano anterior al siglo XVII no se equivocara, pero el cartesianismo hizo de la duda, de la posibilidad de error, un modo de acceso a la vida enaltecida. No podemos estar seguros de que 2 + 2 no equivalga a 5, sostenía Descartes, aun cuando Dios nos haya dotado de un cerebro sediento de perfección que se resiste a creer en esa posibilidad, incluso frente a la posible existencia de ese “Genio Maligno” que, en definitiva, todo lo puede corromper. Sadin recupera la idea de que esa duda —y la angustia que conlleva— nos define como seres humanos, y que cualquier intento de erradicarla no es otra cosa que una suerte de suicidio de especie. En el imperio de la IA no sobreviene una ruptura antropológica (como se nos intenta hacer creer), sino una redefinición de la figura humana, su condición y sus poderes, y por ese mismo motivo oponerse a nuestro reemplazo por las máquinas es hoy una tarea tan incómoda como necesaria; un acto de “coraje cívico” que Sadin (citando “La obsolescencia del hombre” de Günther Anders, publicado en 1954) propone como un nuevo imperativo categórico para los oscuros tiempos por venir.
Éric Sadin, La inteligencia artificial. Anatomía de un antihumanismo radical, traducción de Margarita Martínez, Caja Negra, 2020, 320 págs.
Imagen: View of Harbor, de Jon Rafman, 2018, Institute of Contemporary Art, Boston.
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