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El tecnocapitalismo impulsado por Google, Apple, Facebook, Amazon y otros no es un fenómeno económico (al menos, no es únicamente eso) sino un dilema epistemológico. El apuntalamiento algorítmico de la vida y las condiciones que impone al devenir humano van más allá del dilema existencial o la disyuntiva entre “imposible”, “impensable” e “inalcanzable”, y debería funcionar como un sistema de alertas sobre el fin de las dimensiones del mundo tal como lo conocemos. La “economía de la atención”, esa puja permanente por el secuestro del inconsciente a través de la oferta de bienes y servicios a escala planetaria, está replanteando el mundo y la lógica de los negocios, pero desde una intencionalidad política y un patrón ideológico que hacen de la velocidad una condición de obediencia ciega. Éric Sadin define ese modelo de reconfiguración como una cruzada civilizatoria global, cuyas consecuencias inmediatas son la mercantilización total de la vida cotidiana y el debilitamiento del sistema político liberal clásico que la organiza. Por ese motivo, enfrentar las ideas de Sadin con las de politólogos y cientistas políticos y jurídicos contemporáneos puede resultar un paranoico juego de extremos en el que, a modo de ejemplo, el ideal equitativo neocontractualista de John Rawls languidece en manos de un modelo sustitutivo de administración de justicia basado en estadísticas digitales.
Los grados de potencia del “ánimo popular” funcionan, a menudo, como una traducción aproximada del índice de tolerancia política hacia lo real. Para un paradigma de consumo cifrado en la insatisfacción permanente (el mercado hipertecnificado de nuestra era se sustenta en la ansiedad de un comprador nunca satisfecho frente a la oferta abrumadora de productos), el narcisismo humanista nacido con la Ilustración es un residuo de virtud humana prescindible (es decir, no apropiable en términos económicos) y, por lo tanto, un defecto de la personalidad que nutre a la clase dirigente, reiteradamente tildada de parasitaria y diletante por entusiastas de las nuevas formas de “democracia directa” que los dispositivos digitales estarían en condiciones de ofrecer. Según la crítica de Sadin, no es casualidad que el solucionismo tecnológico abomine de la casta política, a la que suele acusar de retardataria, quejosa, anquilosada y teatral. La disrupción señalada en La silicolonización del mundo se basa en la violencia de una amortización anímica total, traducida como la supresión de la duda y el rechazo del defecto y la ambigüedad, por gentileza de una computación cuántica que, lejos de clarificar el mundo, lo vuelve sólo traducible para un grupo de privilegiados tecnócratas. Ese aplanamiento de la complejidad inherente al debate económico/político resulta incompatible con los problemas propios de la reflexión y el debate críticos. La construcción de una realidad “sin afuera”, el armado de esa burbuja esquizoide e infocomercial “customizada” para cada ciudadano, en cuyo interior la uniformidad de criterio y opinión característica de los regímenes totalitarios puede pasar por autonomía o libre albedrío, no puede permitirse el derecho aristotélico a equivocarse en la elección y remediar ese error en el tiempo. El ciclo evolutivo del gobierno liberal es incompatible con la sobreestimulación de un proceso que ya es inherente a todas las partes, zonas y recovecos de la realidad. Y ahí donde muchos ven la multiplicación y expansión de la civilidad en paraísos virtuales, otros temen la paralización de la democracia en pantallas de cristal líquido. Por ahora, los del segundo grupo, entre los que sobresale Éric Sadin, parecen tener mejores argumentos.
Eric Sadin, La silicolonización del mundo. La irresistible expansión del liberalismo digital, traducción de Margarita Martínez, Caja Negra, 2018, 320 págs.
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