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“Nunca me interesó hacer crítica de arte, ni siquiera estoy seguro de que me interese ahora”, aclara un ya consagrado John Ashbery (Estados Unidos 1927-2017) en su entrevista para The Paris Review de 1983. La respuesta, si se quiere, encuentra correspondencia con el hecho de que el poeta, habiendo consumido su beca Fulbright en la siempre costosa París, encontró en la crítica de arte una solución de continuidad para bancar su subsistencia, aunque no resultase del todo un espaldarazo frente a sus propósitos materiales. “El editor de ARTnews tenía a muchos poetas escribiendo para la revista […] No pagaban mucho, pero aquello me ayudó a conseguir otros encargos como crítico de arte”. Estos encargos constituyen el libro que nos convoca o, mejor, una cuidada selección de ellos.
En su iluminador prólogo, Edgardo Dobry nos comenta que los escritos elegidos de Reported Sightings: Art Chronicles 1957-1987 responden a la idea de “mostrar los artículos fundamentales para comprender el recorrido de Ashbery como crítico de arte”, además de poder acercarnos a los cruces que aquellos tienen con su ojo de poeta. Esto último es algo que se deja ver con claridad en el enfoque que el autor de Autorretrato en espejo convexo les aporta a sus crónicas de corte ensayístico, cuyo tono se divide en (al menos) dos vertientes. Por un lado, presenta las características del informe analítico, frío, propio de quien asiste a una exposición y comenta con rigurosidad fiable el objeto de su reseña. Ashbery busca ser preciso y escueto, se nota que es su vertiente más “profesional”, que debe atender a cuestiones de agenda y que va más allá de sus preocupaciones particulares. Por otro lado, está el tono de un Ashbery interesado a fondo en mostrar esa cosa (la cosa vanguardista, claro está) que aún permanece invisible al espectador no avisado. En ese sentido, notables son sus artículos sobre James Bishop, de quien dice (parafraseando a Maurice Denis) que preserva “el papel esencial de la sensibilidad mientras sustituye la reflexión consciente por el empirismo”, o sobre R.B. Kitaj, al cual coloca no en el lugar de “cronista de nuestro ‘extraño momento’” sino en el de quien habla de “cómo se siente al vivirlo”. Ashbery se da ciertos lujos en calidad de entrevistador: visita al multifacético Michaux, de quien más tarde aprendería (como también notifica Dobry) el acercamiento a la materia, una perspectiva o cosmovisión que el poeta francés denomina como grande permission, algo entendido como libertad total (la libertad que Michaux encontró en Klee y otros surrealistas) a la hora de expresarse.
El libro de Ashbery es el claro ejemplo de un intento más (dentro de una constelación que podría incluir libros como Fantasma de la vanguardia, de Damián Tabarovsky, La vanguardia permanente, de Martín Kohan, o el más reciente ¿Qué será la vanguardia?, de Julio Premat) por resignificar los efectos que tuvieron las vanguardias en los distintos campos de las artes y las letras, efectos que —incluida la misma idea de vanguardia— hay quienes dan por muertos al cumplirse por estas fechas el centenario de algunas de ellas. Más adelante habrá tiempo para ver los efectos que este buen libro del astuto poeta estadounidense tiene en sus lectores, en línea con el quehacer vanguardista, si pensamos con Busoni que “sólo aquel que mira hacia el futuro mira alegremente”.
John Ashbery, Las vanguardias invisibles. Escritos sobre arte (1960-1987), traducción de Andrea Montoya, Aníbal Cristobo, Edgardo Dobry y Patricio Grinberg, prólogo de Edgardo Dobry, Kriller71, 2021, 256 págs.
Imagen: Acróbatas, collage de John Ashbery, c. 1972.
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