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En tiempos de globalización, de interculturalidad y de desplazamientos generalizados, la figura del que se va, del exiliado, del becario internacional, del intelectual cosmopolita, tiene mucho encanto. También podríamos decir: es una estampa que garpa. Incluso cuando sufre —sobre todo si sufre—, el sujeto desarraigado, fuera de lugar, carga con un halo de “contemporaneidad” que lo vuelve particularmente atractivo. Una de las virtudes que se predica de alguien así es la de poder mirar su propia cultura de manera levemente desfasada, con una distancia crítica (¡ay!, ¡cuánto tiempo seguiremos creyendo en las virtudes de la distancia crítica!) que le permitiría ver lo que sus compatriotas no ven. Por el contrario, la figura del que no se va, del arraigado a su lugar, del quedado, resulta poco interesante, anticuada, anacrónica, incluso política y estéticamente conservadora (y eso, lo sabemos, es el peor de los pecados). ¿Por qué alguien, pudiendo irse, preferiría quedarse? O, para darle una inflexión bartlebiana al asunto, ¿por qué alguien preferiría no irse?
Quedarse, no irse, empecinarse. Los amantes del tango sabrán reconocer allí algunas de las obsesiones del género. Aunque, claro, también hay tangos sobre los que se van, pero lo cierto es que en realidad lo hacen para vivir en la infinita añoranza del retorno, para descubrir al final que nunca se habían ido del barrio. En una de las páginas más bellas de Ojos brujos, libro sobre el bolero y en especial sobre el tango, Martín Kohan recupera una elocuente anécdota de Aníbal Troilo. En determinado momento llega desde Japón una tentadora oferta para su orquesta. Troilo declina la invitación con una pregunta genial, de tintes macedonianos: “¿Para qué voy a ir a Japón, si allá no conozco a nadie?”. En esa pregunta, nos dice Kohan, está cifrada la lógica del que se queda. Sólo le falta algo: uno de los recursos más expresivos del tango, de improbable o imposible traducción verbal, un sonido casi inaudible, que Troilo antepone a su respuesta y no escapa a la escucha atenta del ensayista: se trata de “un chasquido de lengua, esa clase de chasquido que se esconde en la boca al tiempo que, para completarlo, se alza un hombro (y no los dos), o las dos cejas (y no una), o se inclina la cabeza un poco hacia un lado, un poco hacia el otro”. Ese chasquido no dice nada y a la vez lo dice todo.
Como suele suceder con los buenos ensayos, esta reflexión cargada de ironía se aplica a su objeto (el tango) y a la vez se aplica a sí mismo: ese chasquido casi inaudible es también la respuesta anticipada de Kohan a los que pudieran preguntarle por qué se empecina, casi hasta el absurdo, con los “temas argentinos” (Eva Perón, San Martín, el Colegio Nacional de Buenos Aires, ahora el tango), en textos que, a la vez, no suelen elevar el tono para explicarnos por qué los objetos a los que se consagra son, o deberían ser, “muy importantes”. Y es que Ojos brujos no trata de convencer con sus argumentos a un público más amplio, europeo, japonés, americano. Parece, por el contrario, un libro íntimo, escrito para sí mismo, para algún amor, para la barra de la esquina.
Martín Kohan, Ojos brujos. Fábulas de amor en la cultura de masas, Ediciones Godot, 2015, 128 págs.
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