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Adoptar un perro puede ser una experiencia transformadora. Aunque son parte de nuestra vida cotidiana y de nuestro horizonte de sentido, sólo la intimidad con los perros nos revela su auténtica extrañeza, que es también la nuestra. Como la literatura, todos los animales abren mundos. Pero el que revelan los perros, según Mark Alizart, es el mismísimo mundo humano.
Los hombres comparten con los perros nada más y nada menos que su origen. (Tal vez en este caso, y por cuestiones prácticas, podamos dispensar al autor de referirse a la humanidad en lenguaje inclusivo). Los perros aparecieron cuando nos convertimos en hombres. O, a la inversa, los hombres aparecieron cuando algunos perros dejaron de ser lobos salvajes. Y lo que desencadenó ambas cosas fue la relación entre ellas, porque ni el hombre preexistió al perro ni el perro al hombre. Nunca fueron dos esencias separadas y distintas sino que en ese vínculo, del que ambas especies surgieron, los términos no se pueden distinguir. Más que común, su origen es mutuo.
Alizart sostiene, con estilo ensayístico, que descendemos de los monos tanto como de los perros. Los primeros perros datan relativamente de la misma época que el homo sapiens. Ciertos cánidos se separaron de las manadas de lobos y se acercaron a las poblaciones humanas en busca de sobras. Al dar pruebas de su utilidad para vigilar y defender el territorio, comenzaron a ser alimentados y por lo tanto, domesticados. Pero, al delegar la protección en la custodia perruna, los hombres conocieron el ocio: eso sin lo cual no es posible la cultura ni la filosofía, y que —según la doxa— nos distingue de los demás homínidos.
Para entregarse a la búsqueda del saber como fin en sí mismo el hombre tuvo que separarse de los demás animales y de su propia animalidad. A mismo tiempo fue desarrollando por el perro sentimientos que impactaron en su cerebro de forma irreversible. Y lo mismo pasó con la mente del perro. Ambos se modificaron recíprocamente hasta la simbiosis; ambos fueron domesticados. Avanzado el proceso, fue el hombre quien terminó cuidando del perro. Como si el perro lo hubiera domesticado “para que la naturaleza se trascienda y lo proteja de vuelta”. Ese encuentro transformador en el que se enfrentan, se reflejan, se oponen y constituyen se da en el plano —o en la membrana— de la sexualidad y del concepto.
Alizart dialoga con fuentes científicas y filosóficas, revisa etimologías y juega con mitos de diversa índole para deconstruir algunos lugares comunes acerca de los perros, como por ejemplo, el que sostiene que son felices porque son estúpidos o que su ladrido es, como afirma Deleuze, la vergüenza del reino animal. En realidad es la vergüenza de nuestros deseos reprimidos lo que cargan, y en ella el secreto de la verdadera sabiduría, aquella que entiende que lo decisivo no es la inteligencia sino el deseo y la posibilidad de reconciliarse con la propia parte oscura. En sintonía con el último Foucault, para quien “el bios philosophikós como vida recta es la animalidad del ser humano aceptada como un desafío, practicada como un ejercicio y arrojada a la cara de los otros como un escándalo”, Alizart cree que la felicidad se desprende de esa filosofía cínica. Es feliz el que puede gozar de la vida sin necesitar nada y celebrarla, como un perro, a pesar del sufrimiento, de la violencia y de las peores vicisitudes. El autor confiesa haber adquirido esta certeza luego de la muerte de un gran compañero. La felicidad que transmite la lectura de Perros es homenaje y testimonio de ese amigo perdido.
Mark Alizart, Perros, traducción de Manuela Valdivia, La Cebra, 2019, 96 págs.
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