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Explícita en su título, la Summa technologiae intenta ser un compendio de los más significativos problemas o discursos que atañen a la técnica (científica). A través de ese compendio, sin embargo, se vislumbra un interés menos centrado en la tecnología que en las posibilidades abiertas por el conocimiento científico. Es un texto que resulta hoy absolutamente pertinente, pero que también se siente antiguo. Para una pregunta metafísica (o post-metafísica) sobre la relación entre ciencia, técnica y especie humana, cincuenta años no son un abismo. Puede encontrarse, por ejemplo, en formulaciones de Martin Heidegger o Walter Benjamin, entre tantas otras firmas que aùn nos hablan en términos que podemos sentir contemporáneos. Pero el texto de Lem, publicado por primera vez en la década del sesenta, usa también un procedimiento que cierta epistemología de la ciencia comparte con la más inconsciente o inocente ficción científica: se trata de mirar rigurosamente las condiciones técnicas del “presente” para tratar de advertir o adivinar algo sobre el futuro. Y si cincuenta años no son muchos para ciertos interrogantes epistemológicos o (post)metafísicos, en cuestiones técnicas hablar de medio siglo es, para algunos asuntos, demasiado.
De todos modos, sorprendentemente o no, la Summa technologiae se desempeña bien en el detalle de un buen número de problemas cuyo examen se presenta aún oportuno. ¿Hay civilizaciones extraterrestres en nuestra galaxia? Si las hay, ¿por qué no tenemos ninguna señal indiscutible de su existencia? ¿Será alguna vez posible la teletransportación? ¿Qué potencias y peligros implica el continuo avance de la inteligencia artificial? ¿Hasta qué punto es posible “imitar” la realidad, es decir, “crear” un mundo? ¿Qué efectos produciría una experiencia de realidad virtual (fantomología) que fuera absolutamente indistinguible de la “real”? La distancia temporal provoca algunas diferencias graciosas, pero que no vuelven obsoleto el conjunto. Por ejemplo, alrededor de la teletransportación humana ronda siempre el problema de la identidad, cuestión que puede verse razonada incluso en documentales recientes: si copian el estado de todas mis partículas y lo reproducen, gracias al entrelazamiento cuántico y luego de enviar la información digitalizada, en otro lugar del mundo o del universo: ¿soy yo ese ser reconstruido? Lem se pregunta lo mismo, pero no puede prever el reinado de las telecomunicaciones inalámbricas, así que cavila sobre el mismo problema imaginando que la información se transfiere por medio de un telégrafo.
Entre la experiencia de la actualidad de sus preguntas y la inactualidad de una parte de sus materiales científicos, el lector enfrenta la construcción de un espacio de reflexión fundamentado pero excesivo y excedido, interesante, pero tedioso en algunas largas parrafadas. Lem muestra que ha leído las especulaciones de grandes científicos y evalúa generosamente su potencia, de modo que quienes estén interesados encontrarán aquí un compendio útil; pero, aunque pueda impresionar el manejo de tantas y tan diversas cuestiones, un escrupuloso lector de lo más conocido de la divulgación científica contemporánea no encontrará aquí verdaderas novedades. Entonces sentirá, con mayor o menor felicidad, que la imagen del científico juicioso se aleja y da lugar a la del artista literario, y podrá adentrarse (si le place) en la construcción de una metafórica epistemológica, para la que la filosofía es una “consejera sentimental” y la matemática, “un sastre loco”. Y deberá vérselas también con algo parecido al trabajo de un niño genial ensimismado, que juega en serio a imaginar el futuro, a partir de ejercicios mentales que son, a veces, encantadores. Por lo demás, el amante de Lem no encontrará aquí el humor que ofrecen los viajes del piloto Prix, pero sí la minuciosa prosa que más o menos hacia la misma época intentaba concebir el planeta vivo de Solaris.
Stanislaw Lem, Summa technologiae, traducción de Bárbara Gill, Godot, 2017, 496 págs.
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