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Con la música a otra parte

ESPECIAL
  1. Conocí a Marcelo Cohen hace más de una década, en el departamento de Mirta Rosenberg. Los lunes a la hora del vermú, Mirta, que ya estaba en silla de ruedas, convocaba a un puñado de amistades a una pequeña tertulia donde se leía y discutía poesía. Asistía un elenco más o menos estable, con amplia mayoría de discípulos. De vez en cuando se sumaba alguien de afuera, por lo general poetas de visita en Buenos Aires. A Mirta le gustaba vincularse con personas que compartieran ese interés tan urgente como gozoso, una manera de plantarse en el mundo a partir de la palabra. Pero tenía dos amigos narradores, Marcelo y Sergio Chejfec, que, si bien no eran concurrentes asiduos a esas veladas poéticas, estaban siempre presentes en boca de la anfitriona. Mirta hablaba de ellos con especial cariño y admiración, precisamente porque compartían, cada cual a su modo singular, esa manera de escuchar la música del mundo para luego traducirla en palabras.

 

  1. Recién salido de la adolescencia, una década antes de ese encuentro, leí a Marcelo por primera vez, por recomendación de mi primo hermano, que estudiaba Letras y era un referente para mí. Mi primo me prestó El testamento de O’Jaral, un libro deslumbrante por su magia verbal y su universo narrativo, cuyo protagonista era un traductor con oído absoluto para las palabras. Armado de su adaptación mutante y de la disciplina psicofísica de un monje zen, O’Jaral se dedica a traducir —en un sentido amplio, metafórico, más allá del oficio que sustenta su vida— una realidad igual de distópica que la nuestra, administrada desde las sombras por grandes consorcios en pugna por los recursos naturales, la atención y los deseos. En ese entonces mi género preferido no era la poesía sino la ciencia ficción, y aunque la trama y el mundo me atraparon enseguida, me hipnotizó el fraseo musculoso aunque elástico, con ese chicotazo de resorte de la prosa de Cohen, que cabalgaba sobre el virtuosismo y la abundancia a menudo asombrosa del léxico. Ese lirismo atlético servía de contrapunto a una inteligencia afable y juguetona a la vez que afilada; y al mismo tiempo tan profunda que sabía entregarse con alegría y convicción a la ligereza, pero evitaba con parejo entusiasmo hacerle lugar a la gravedad.

 

  1. Ese lejano lunes a la hora del vermú, que en verdad era whisky, Cohen llegó temprano, fue amable y atento con todo el mundo y se retiró educadamente antes de la cena. Si no recuerdo mal, tampoco probó el whisky. Por su diabetes se cuidaba mucho, y era evidente que esa disciplina tenía su recompensa. Además de dicharachero, se lo veía en buena forma física. Con todo y los achaques, la percha estaba intacta, como me gusta imaginar que habría dicho él en buen canyengue: magro, fibroso y movedizo como su prosa, con un cuerpo flexible y elongado cuya delgadez aerodinámica traducía una patente vocación de altura.

 

  1. La última vez que vi a Marcelo en persona también me llamó la atención su buen estado atlético, a pesar de que se habían sumado otros achaques. Entre ellos la cadera, el frágil eje de los movimientos del cuerpo, de cuyos padeceres me había advertido por email con su frugal aceptación de siempre. Fue en Ithaca, un pueblo universitario a medio camino entre Nueva York y Canadá, donde viví un año con Eliana, mi pareja, que hacía su doctorado en una de las universidades de la zona. Habían invitado a Graciela Speranza, la compañera de Marcelo, a trabajar un semestre como profesora visitante en esa misma universidad, que lleva el nombre de su fundador, Ezra Cornell, un excéntrico polímata del siglo XIX, también creador de la multinacional de servicios financieros Western Union. En ese entorno bucólico lleno de bosques, lagos y quebradas, que con la llegada del invierno se transforma de a poco en el set involuntario de una secuela de The Shining, Marcelo y yo nos vimos varias veces. Nuestra complicidad se había insinuado por correo electrónico, y nos fuimos haciendo amigos a partir de las charlas que teníamos cada vez que él venía a Nueva York, donde vivo. Recuerdo especialmente las conversaciones durante aquella estancia conyugal compartida en Ithaca. Cohen, que sabía muchísimo sobre casi todo, jamás disertaba. Por el contrario, insistía en hacerme preguntas sobre un tema que conocía infinitamente mejor que yo: la poesía, con sus múltiples modos y potencias, en particular su aptitud para incidir en el reparto, más rítmico y afectivo que consciente, de la palabra y la atención. La poesía, para Cohen, era un despertador para la vida diaria, un camino laico hacia la iluminación del espíritu por vía del extrañamiento, que los formalistas rusos consideraban el rasgo más singular de eso que llamamos “literatura” por su capacidad de desautomatizar la percepción. Por eso, como buen despertador, tenía que sonar por más que molestara.

 

  1. Judío de Spinoza y budista de su tocayo canadiense Leonard, las ideas de Cohen en torno a la poesía podrían resumirse con una pregunta que parafrasea la cita más conocida del primero y la adapta al oficio del segundo: ¿qué es lo que puede un cuerpo cuando canta? Invoco a ese otro Cohen porque el derrotero vital de Leonard, su acción poética —la cita es de Marcelo—, lo llevó a abandonar la poesía entendida principalmente como género literario escrito, para asumirla y amplificarla en el propio cuerpo como una modalidad del canto. Y si bien Marcelo fue sobre todo un escritor, esa elección o ese destino no se debían sin duda a la creencia en que el lugar más idóneo donde desatar alegre, productiva y éticamente las potencias de la palabra fuera la tan joven como envejecida institución literaria, sino a que era un virtuoso de la escritura considerada como instrumento musical.

 

  1. Una morada ambulante, el esperado libro que acaba de publicar la editorial porteña Entropía, reúne una generosa selección, preparada y prologada por Juan F. Comperatore, de los escritos de Marcelo sobre poesía. Aunque el volumen elige con humildad presentarse como una recopilación, lo cierto es que se trata de una sutil y elegante curaduría, que pone a dialogar textos de épocas muy diversas —el más antiguo data de 1978; el último es de 2020— a partir de un recorrido histórico y geográfico que organiza el libro en secciones dedicadas a la poesía europea del siglo XIX; el anglomodernismo del XX; la poesía latinoamericana de Vallejo a Zurita; y la lírica argentina más o menos reciente. Hago hincapié en las virtudes curatoriales del volumen porque, si bien conocía buena parte de los ensayos y reseñas, su lectura sucesiva ofrece una inédita visión de conjunto que me dejó la intuición de haber entrevisto por primera vez de manera más o menos sistemática el pensamiento poético de Cohen.

 

  1. No empiezo por la percha de Marcelo sólo por incapacidad de resistirme al mandato, que la época parece susurrarnos al oído, de emprender la difícil travesía de regreso al cuerpo en un mundo cada vez más signado por la disociación en el sentido psíquico y político. Parto del cuerpo porque articula y organiza un pensamiento poético que, aunque profundamente especulativo —y erudito, de hecho—, está orientado al disfrute de lo sensible, aun si la modalidad para acceder a esa experiencia parece sobre todo intelectual. Por más que el mundo, como dice Marcelo en un ensayo sobre Baudelaire, pueda pensarse como texto —o sea: como representación de origen mental—, lo que llamamos escritura es un estado de flujo, “un intercambio entre cuerpo y corpus” que hace posible “la caída de la separación entre uno y el mundo, y también la percepción de que la identidad es un ensamblaje precario y el yo una construcción cuya argamasa es el nombre”.

 

  1. O como dice de Ezra Pound, otro nombre pesado, aunque las palabras de Cohen podrían aplicarse a su propia escritura: “La poesía de Pound, fuertemente musical, era al mismo tiempo una poesía de conceptos y síntesis de cultura: una enorme proposición […] Erudito, Pound jamás permitió que su poesía sucumbiera bajo el peso de los libros. Clásico, devolvió a la literatura su condición de fuente de placer directo y sensual, o ‘como de gota de rocío sobre la piel acalorada’. Músico de la lengua, creó infinidad de ritmos y matices, y creó una poesía que apela al oído, a la vista, y puede corporizar las ideas, despertando también el placer de la inteligencia”.

 

  1. Eso que corporiza las ideas y despierta el placer de la inteligencia es la poesía, esa oreja colectiva que nos deja intuir la música del sentido en sus múltiples formas, amén de ampliar lo que imaginamos que pueden el cuerpo y la voz cuando se dejan atravesar por la palabra. Es una práctica siempre tentativa, que apunta a “la invención de una espiritualidad laica”, como dice Marcelo del estadounidense A.R. Ammons. Y es laica sin dejar de ser sagrada porque el sentido, según Cohen —y Spinoza y el Tao y el budismo, todas lecturas de Marcelo— no trasciende el pensamiento: antes bien, es su música, su armonía más nítida y recóndita. Con precisión fractal, en otro ensayo de Una morada ambulante, Cohen particulariza en Michaux esa misma definición de la potencia poética, aplicable también a la prosa sincopada y bailarina del propio Marcelo, que es poesía por derecho propio, la forma íntima de su pensamiento: “Su esperanto lírico, su surtidor de metáforas y aforismos (‘El cuerpo es un alma a la que ha sobrevenido un accidente’), su tesoro de la anomalía léxica, no son versiones extravagantes de un sentido que haya que adivinar. Son precisas; y si bien no ocultan el objeto más preciado, lo transportan. Su jadeo musical es un modo del razonamiento”.

 

  1. No vuelvo al cuerpo sólo por nostalgia, ahora que se cumplen dos años de la muerte de Marcelo; y, mucho menos, para teorizar en abstracto. Vuelvo al cuerpo y sus ruidos y reverberaciones porque una de las estrategias más practicadas, efectivas y sorprendentes del propio Cohen en los ensayos de Una morada ambulante pone en serie la poética, entendida en su modalidad verbal, de los y las poetas que estudia, con la gestualidad, los desplazamientos escénicos, las modulaciones de la voz y hasta la coloratura emocional que va adoptando cada cuerpo según su propio lenguaje encarnado. La última vez que vi a Marcelo Cohen en persona fue en el departamento que habían alquilado con Graciela en el centro de Ithaca, uno de los pocos edificios que había en ese pueblo arbolado de casas bajas. No conocía el departamento donde habían vivido esos meses. Todos nuestros encuentros habían sido en cafés o restaurantes, con excepción de una cena que les preparé en la casa que compartíamos con Eliana. El último día del semestre, Marcelo me llamó por teléfono para pedirme un favor en nombre de su cadera: que los ayudara a cargar las valijas en el taxi al aeropuerto. La mañana siguiente —creo que me citaron a las once— me apersoné en ese edificio frente a la plaza del pueblo, toqué timbre y subí. Me abrió Graciela, ya lista para la partida. No bien me asomé por el pasillo, vi a Marcelo en el living, visiblemente menos preparado para volar de vuelta a Buenos Aires. Creo que estaba terminando de afeitarse, porque me saludó con el torso desnudo. Aunque me dio pudor, volvió a llamarme la atención la percha de Marcelo, que me trajo otra vez el recuerdo de O’Jaral: la firmeza del triángulo que soldaba los hombros a la cintura; y el tono muscular a pesar de los años, la delgadez y los achaques que me había enumerado sin quejas. Cuando terminó de alistarse, afable y generoso como siempre, Cohen volvió del cuarto con un regalo: la campera que había abrigado su cuerpo en el frío del invierno boreal y que, según me explicó, no creía que fuera a necesitar en Buenos Aires. Se la acepté encantado; y tras cargar las valijas y petates de Marcelo y Graciela en el taxi que llegó puntualmente a buscarlos, me llevé el abrigo en una bolsa sin ver si me quedaba. Cuando volví a casa, me probé la campera, un Perramus azul, la versión de Marcelo del famous blue raincoat de su tocayo Leonard, que me calzaba justo no obstante las diferencias en contextura física: no tengo, por desgracia, el desparpajo y el aplomo de Cohen para gambetear la gravedad que me habita. Me traje la campera de Ithaca a Nueva York y volví a medírmela frente al espejo otras veces, aunque no me atreví, al menos hasta ahora, a salir a la calle con el Perramus puesto.

 

  1. En la bolsa con el Perramus había también un velador para Eliana, a la luz del cual todavía lee en el departamento que compartimos. Como ya sabía, esa prodigalidad con los demás, en especial los jóvenes, era una marca de la casa, su militancia íntima. Otro amigo escritor me contó que, un día de mucho frío en Madrid, Marcelo le entregó lo más campante su gorro, “para cuidarme la cabeza”, según la interpretación del destinatario del regalo. Amén del desprendimiento con que regalaba sus libros y objetos personales, ahora entiendo que los múltiples dones de Marcelo —su prosa, inteligencia e imaginación inigualables, su resonante generosidad— buscaban traducir al lenguaje material de las cosas parte de la abundancia que recibía del mundo a través de los sentidos, ya musicalizada en palabras. Hoy se cumplen dos años de la muerte de Cohen, el último accidente de su alma en el cuerpo; y aunque no creo que este invierno me atreva a ponerme el Perramus, la poesía que sembró en el mundo me sigue regalando luz, abrigo y aliento.
19 Dic, 2024
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