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KOEN

ESPECIAL

Rememoro y entiendo finalmente su nombre. Un nombre encierra cosas que estaban ahí, esperando que alguien las note. Por boca o por escrito siempre lo llamé Koen. Al principio parecía puro arranque japonífero. Pero de a poco fui captando qué o cómo era el hombre agazapado detrás de esas pocas letras. ¿Podrá un simple apelativo resumir una relación de cuarenta y seis años (en estricto cálculo)?

 

Koen designa un parque público lleno de rincones, donde da gusto retozar: . Marcelo era en sí mismo una parcela íntima y abierta, un jardín al que todos podían entrar sin portón ni reglamento. Convengamos que los personajes de sus novelas se mueven en un aire libre de ese tipo, recio y contenido, generoso sin suprimir distancias: Aliano, Viol Minago, los acuáticos, los que hablaban y hablan deltingo. ¿Eran exudaciones de su interior, criptomensajes para decir quién era en realidad, un poco a la manera de su amado Macedonio? Parque por excelencia para él era el Lezama, su modo de transitar del Bajo a la cancha. Decía: “aunque juegue en barrio fino, a River se llega por abajo”. Claro que Koen no pretendía acabar en un sitio fijo: ansiaba transitar, ir más allá. Sabía que lo buscado estaba en otra parte. En lugares potenciales muy suyos, oulipianos. Los quería conocer y habitar. Deseaba compartirlos con los demás. Y vaya que lo consiguió.

 

Nos sabíamos cerca. En Barcelona nos acompañábamos de un zaguán al otro, eternizando despedidas nocturnas de entusiasmo un poco adolescente. Vivíamos cerca, tanto allí como mucho después en Buenos Aires. Antes de los ochenta poníamos en solfa los avatares de lo acontecido a cada uno. Pronto nos cansamos y cambiamos de pista: dejamos que el pasado lamiera sus propias heridas y así emigrar a la zona ignorada, apetecible, futurible, la de algo que sin discusión nos esperaba.

 

Esa parte ignorada, para nada maldita, fue antes que nada la poesía. En los setenta me enroló en un grupo de bertsolaris donde empecé de verdad a atisbar de qué iba el asunto. El grupo se llamaba Miserere. Sin saberlo delataba a sus amigos exiliados en Barcelona. Pero me dejaba intrigado el oxímoron de un grupo de judíos ligados a plegaria tan católica como la que yo entonaba de monaguillo (¿es esa una típica reflexión de goi?). Fue el preceptor del grupo en materia de gusto poético. Cuando más tarde quise invitarlo a dar conferencias en mi universidad de Japón, me dijeron que su lenguaje era demasiado novedoso, denso y abigarrado: “un narrador extraviado en la poesía”, protestó mi decano. Lo que mi colega leyó de Marcelo a través de mí lo acabó intimidando como, en otro orden de cosas, muchos japoneses siguen huyendo de la narrativa de Kenzaburo Ôe. Lo cierto es que la poesía ocupaba en él un lugar muy parecido al que Cortázar le adjudica en Imagen de John Keats, libro que más de una vez comentamos y cuya sombra protectora ojalá se proyecte sobre Una morada ambulante. Tal fue la poesía para Koen. Igual que en Cortázar, la poesía le funcionaba como estro armónico y caldo de cultivo de futuras narraciones. La poesía era su obrador de ficciones. Koen no escribió pameos o meopas, pero los puso en boca de su fiel Aliano. Eran algo ripiosos, como acaso los de Cortázar. Viniendo de mí, este juicio se volvía aceptable. No hacía más que imitar el suyo, sin filtro, luego de leer numerosos ripios míos.

 

Fingidores natos, urdimos viajes a sitios ignorados que en general seguirían pendientes. ¿Quedaban olvidados en algún rincón de la incesante charla de zaguán? De modo juguetón nos concoctamos para visitar Tamanrasset, Lhasa o Bucuresti, cada vez con guías, absurdas dietas estoicas, lecturas y mapas. Compartimos un Ampurdán falsable repleto de versos de Larkin que él traducía, y de haikus buscando su destino en castellano. Y en una Bretaña al principio fantaseada por ambos a Koen lo invitaron a una residencia de escritores. Lo eligieron como se invita a “Hombres amables” con los que todos quieren hermanarse. Los hermanos pueden ser embromados, así los hombres de esa novela, pero resultan vitales para revivir y darse apoyo: son Koen uno de otro (). Por supuesto hubo mil viajes que no hicimos y sueños sin compartir. Pero intentamos hacer posibles o proteger los del otro. Con los años fui testigo de cómo Marcelo seguía soñando su verdadero viaje, que consiguió plasmar en la vibrante geografía del Archipiélago Panorámico. En el Buenos Aires de 2008 tuvimos largas conversaciones sobre su modo de hacer realidad tanta sed de “viaje desde adentro”, esas ganas de desplazarse para no aplazar. Me regaló escritos y mapas de Donde yo no estaba, con letra de palote típica de quien se desacostumbra a manuscribir por uso y abuso del teclado. En cuanto a sus, digamos, manuscritos (recuerdo los de Larkin o sus guiones de cine), salían de su caja fantástica directamente engalanados con elegante tipeo Courier New, cuando no Arial Hebrew, claro.

 

Gracias a lo que desde el inicio compartimos, de a poco uno pudo abrirse a los “viajes literarios” del otro, mientras el otro atestiguaba “vuelos sin mente” de esos que es mejor descubrir sin testigos ni intermediarios. En los últimos años de Marcelo los caminos se anudaron de nuevo y nunca se supo si hablábamos de Dôgen o de Rosezno. Su rompedor maestro iconoclasta en parte sirvió de plantilla para que naciera Kin’nen Furita, monje Zen inventado al alimón para un número de Otra Parte dedicado, ya no recuerdo, a vidas reales o a invención crítica, ¿no es un poco lo mismo? Koen nunca dejó esa trocha y escribió luminosas reflexiones sobre una vida novelada de alguien conocido suyo salido de la costilla de Furita, un tal Muni.

 

Aplaudimos los amores de cada cual. Apoyamos las amistades del otro. Celos no cabían en el registro del encuentro: hubieran parecido tan poco elegantes como esos raquetazos al vacío de los que se avergonzaba (recuerdo su cara de empeñoso aprendiz de las artes del tenis). La apropiación indebida del otro hubiera sido del todo indelicada, casi como caer sin avisar (cosa que jamás nos permitimos, salvo alguna vez para ver fútbol). La vida impuso largas separaciones, después de veinte años compartiendo como veníamos haciendo. Ambos nos fuimos de Barcelona en 1996, con apenas una semana de distancia. Aquel fin de verano pareció de pronto novelado: uno volviendo a Buenos Aires, otro yendo a Japón. Era inevitable recordar el haiku de Buson, aquel pintor poeta: Me voy / Te quedas / Dos otoños. Ambos sentimos eso, ahora no recuerdo si lo comentamos. Claro que, en nuestro código, toda separación revelaba un tesoro escondido. Si en la distancia está el arrime (¿lo dijo algún tuareg o Martin Heidegger?, eso discutimos una vez), en los años distantes nos mantuvimos próximos, a base de aprender formas de tratarnos mediante todo tipo de lenguajes: sus manuscritos de otras obras insulares o sobre el cine, mis haikus por entonces en el obrador, pensadores sustanciosos, el runrún de la revista (¿cuál si no Otra Parte?), la aventura completa del Zen. En cada uno de esos lenguajes fuimos, de nuevo, Koen (), término que ahora designa el hecho mismo de intercambiar y armar conversación (koe es el canto de las aves; increíble ¿no?). Durante el periodo de Japón, en la pantalla se dibujó un nuevo itinerario. Ahí terminó de templarse una amistad de hierro: se derrochaba en ella misma a sabiendas de que (lo charlamos a veces sin drama) la muerte se le aproxima a uno de forma misteriosa (para el que la vive) y a la vez injusta (para los que la palpan en el otro si lo sienten morir). Da gusto haber convivido con alguien que sabía de memoria que iba a morir, como me dijo un día, “de alguna de mis cien enfermedades posibles”. Eso le mantuvo una vida ambiciosa, humilde y potente.

Nos presentamos muchas relaciones del otro, por aquello de que “los amigos de mis amigos…”. Compartí pocas suyas, él pocas mías. En cambio, disfrutamos desde el inicio la admiración compartida a la única relación suya y a la única mía que nunca variaron. Sospecho que tanta facilidad para el contacto tenía que ver con su evidente amor al susurro, que podía practicar a destajo en la conversación por teléfono, que en su caso era constante. No entendía mi fobia telefónica, se burlaba de mi preferencia adolescente a atravesar la ciudad antes que pescar el tubo y decirle cosas al oído a una eventual novia de doce o trece años. En Buenos Aires acepté el teléfono como carga acorde con las circunstancias. Al levantar el tubo me resultaba más llevadero escuchar su voz cavernosa atacar entusiasta con un largo aalbeertoo, entre gutural y atiplado. Recién nos acordábamos de esa voz surgida de algún más allá, como detrás de su cuerpo.

 

Aprender a escribir para OP, aprender a escribir en OP: durante veinte años pude practicar en esa escuela gracias a una cercanía epistolar sin respiro. Me daba el título (tributo que me acostumbré a pedir desde entonces a quien me propone escribir algo): el primero “Traducir Japón”, que tomé como lema de otros trabajos. Yo ponía el texto. Luego venía la conversación sobre los detalles, que me acostumbraron a “ser editado”, gran regalo de generosa amistad y que desde entonces me toca practicar sin contemplaciones. Mirta Rosenberg me contó que ella lo aprendió en esa misma escuela durante los años felices traduciendo la integral de Shakespeare. Koen se metía en el jardín de mis textos y entre ambos los mejorábamos. Sin leerme el pensamiento, anticipaba bien mis intenciones. Sin embargo, nunca aceptó internarse en la aventura de Bustos Domecq. Típico de Koen: le gustaba tirar la piedra y esconder la mano. Lo saben unos cuantos escritores que tuvieron el honor de pasarle manuscritos y recibir su nunca avara devolución.

 

“Busco un hombre”, habían repetido Diógenes de Sínope y Dôgen de Kioto en milagrosa coincidencia a quince siglos de distancia. Puedo decir que yo sí conocí un hombre y que este se me dio a conocer.

 

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