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En las primeras páginas de Un crimen japonés hay flechas y un cuerpo que se desploma, como una montaña. Un grupo de samuráis con las caras cubiertas, sin distintivos heráldicos ni banderas, asaltan el castillo Tanaka. A pesar del valor demostrado en batalla, no hay respeto en la muerte de Nishio Tanaka: los agresores trozan sus restos y los cargan en bolsas, se los llevan lejos. También humillan a su esposa. El hijo, Yutaka Tanaka, lidera una pesquisa en busca del culpable. La venganza anhelada lo conduce a Kioto, a entrevistarse con el poderoso shogun que lo sabe todo de sus dominios. La verdadera aventura que narra Un crimen japonés comienza cuando no es el shogun quien recibe a Yutaka en la corte, sino su mujer.
En un pasaje se nos cuenta que, en algún momento del Japón feudal, los toscos daimios, sólo interesados en la guerra, contrataron a monjes para que les enseñaran a dibujar palabras y a sastres para que les cortaran kimonos a la manera de la resplandeciente Kioto. Cada castillo de provincia se convirtió así en “una pequeña corte en la que al principio los señores no distinguían entre cultivados y farsantes y entre músicos verdaderos y rascatripas”. La búsqueda literaria que plantea Daniel Guebel puede condensarse en ese juego de espejos en el que intervienen la imitación y el deseo de parecerse. Jugar a verse como Japón, no de ser Japón. Guebel no cancela sus propias raíces, no busca que su novela pase por una auténtica novela japonesa. Ese procedimiento se sospecha con la aparición de los primeros anacronismos, referencias imposibles para el Japón del año 1300. La palabra “arquetipo”, por ejemplo. Otra más, también griega: “exégesis”. Un crimen japonés puede narrar sin preocuparse que “Mitsuko había elegido dar paso a la exégesis literaria” o “que la corte de Kioto había ascendido a la esfera de los arquetipos”. Pero no sólo se trata de la tradición occidental, sino que también hay giros bien nuestros, de propaganda política, como el eslogan que dice “donde existe una necesidad nace un derecho”. Las intenciones se revelan nítidas cuando leemos una caracterización que hace el narrador de Yutaka: “De haber vivido en siglos futuros y en el seno de otra civilización, el daimyo habría pasado por un luctuoso dandy de pensamiento barroco, incluso por un snob que se complace en la búsqueda de soluciones complicadas”.
La mención a un dandi activa las asociaciones. En Mario el epicúreo (1885), Walter Pater se vale de este mismo recurso y lo lleva más allá del límite. Pater sitúa su novela en el momento en que Roma alcanzó la perfección en la poesía y el arte. Se nos dice que jamás Roma fue más digna de ser contemplada que cuando Marco Aurelio, un filósofo, ocupó el trono. Y recorren las páginas de Mario el epicúreo, ambientado en el siglo II romano, Wordsworth y San Agustín, Dante, Jonathan Swift y Montaigne. Incluso se invita al lector al Museo del Capitolio para contemplar una de las reliquias que quedan de Roma, un busto de basalto oscuro, semejante al bronce. Pater pide disculpas expresamente por trasladarse desde Mario hasta sus representantes modernos: aquella época y la nuestra, dice, tienen muchas cosas en común, numerosas dificultades y esperanzas.
Sin que olvidemos del todo desde dónde partimos, Un crimen japonés nos propone un viaje a Japón, al encuentro de autómatas jugadores de go, artistas de teatro, haikus y escenas que mezclan nuestro castellano y el japonés de ellos.
Daniel Guebel, Un crimen japonés, Literatura Random House, 2020, 512 págs.
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