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Tanto la literatura del siglo XIX argentino como la que gira en torno a este parecen inagotables. Hay, además, una fórmula popular que dice que “para escapar a la gravitación de Borges, hay que retornar a la gauchesca”. Teniendo como norte estas consideraciones, Emilio Jurado Naón (Buenos Aires, 1989) vuelve a demostrar en Agustina Paz, unidad de la saga “Los Roca y los yo”, por qué es el autor más inteligente de nuestros contemporáneos.
Tal como en Zanja grande o Los Pincén, pero sobre todo en Sanmierto, Jurado Naón fija su campo de acción en hechos históricos que determinaron la fisonomía de una República Argentina en ciernes. Desde los efectos de la “Campaña del Desierto” hasta la estructuración deficiente de una ideología nacional con sede “simbólica” en la Europa imperialista, su derrotero ficcional busca menos delinear un linaje familiar que la silueta del más grande estadista de la patria: Julio Argentino Roca.
Yendo a contracorriente de cierta bajada de línea mitrista que hizo de Roca una figura maligna y astuta (“el Zorro”, lo apodaban) y de la relectura que se ha llevado a cabo a partir de la reivindicación de los pueblos originarios, el también autor de A rebato intenta en esta entrega centrarse en una figura paradójica: Agustina Paz, madre de Julio Argentino y hermana de Marcos Paz, vicepresidente de Bartolomé Mitre.
Veremos entonces la manera en la cual, empleando una serie de recursos estilísticos que tejen una narración compleja, munida de elementos de una recursividad notoria, se acaba por construir “una voz y nada más”.
Después de una campaña fallida por derrocar al caudillo federal Alejandro Heredia, se decide fusilar a los insurrectos. Entre ellos se encuentra Segundo Roca, a quien aún no se le ha dado muerte. Agustina es consciente de que quien le gustaba en verdad, Ángel López, ya está muerto, y en un acto de amor sui generis le pide a su padre, Juan Bautista Paz, que solicite el indulto para el joven oriundo de Tucumán.
Esta es, en síntesis, la línea histórica del libro y la que, a priori, debería importar menos al lector, ya que el acento está fuertemente puesto en el aspecto formal de la novela.
Como es habitual en las ficciones de Jurado Naón, los malabares cabrerainfantescos (“Aquello de ‘aciago’ además a qué venía, esa forma versicular de expresarse en familia, en la intimidad más parda (lo vernáculo no aguanta los versículos, pensaba yo)”); los calembours (“Porcia, existen la beldad o la verdad; tenés que optar por una de las dos”); los contrasentidos (“Yo sabía que apenas se descongelara el efecto terrible con el que el vozarrón de Heredia nos había sorprendido, suspendiéndonos en el espacio aunque fuera apenas una porción de tiempo”); el uso de fórmulas o palabras inusuales (“en rededor”, “enteco”); pero sobre todo una disposición clara hacia la construcción de un paisaje sorprendente en sus matices (“La inclinación del sol hacia el oeste se veía más clara que dudosa en una punta del cielo combado”), hacen de su ejercicio algo que devuelve a la literatura su estatus de arte. Ese que se nutre del artificio para contagiar de emoción a los lectores.
Emilio Jurado Naón, Agustina Paz, Emecé, 2024, 192 págs.
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