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Breve y revoltoso, Atlántov es un libro que convoca en torno a sí un vasto número de referencias y mundos, personales y públicos que, puestos en palabras, construyen una suerte de meditación poética delirante. Várices, lombrices, los puntos cardinales o ciertas formas de ser argentino emergen desde un magma que los empuja hacia el lenguaje abriendo cada vez nuevos surcos que, como dice Luisa Valenzuela en la contratapa, son “caminos de extrañamiento, reflexión y empatía”. Ese parece el movimiento de Atlántov. Página a página, se aparta de su propio rumbo y tuerce la lógica de la gramática y los sentidos a fuerza de breves —y brevísimas— estampas de imaginación y pensamiento. “Qué sol, qué superficie puede albergar al corazón de un alcaucil. Atrapado en un remolino de Aceite, como si disfrutara chupado, como si le hubieran dicho que Aceite, Disney y el Chavo son del mismo palo, el alcaucil muere, no de un síncope”. Si bien al comienzo hay un breve pasaje narrativo —el reencuentro entre Dalmiro Sáenz y el poeta narrador— y si bien esa vena anima muchas de las otras viñetas que le van dando forma al libro —así como se mencionan pianistas, contraltos y compositores, ¿el título señala de algún modo a Vladimir Andreyevich, el tenor ruso cuyo apellido aparece en la web sin la tilde?—, una libertad sin escrúpulos toma también por asalto a Atlántov y lo lleva y lo trae en tren, por el río, hacia Rusia o Mar del Plata. Como fogonazos, hay imágenes fruto de una observación asombrosa —el obrero que esconde la cara en la camisa para secarse la transpiración— y personajes entre míticos y mágicos, como Vero, la rescatista de perros abandonados que llenan las calles de la Feliz. Hay dos o tres autorretratos en los que el poeta narrador asoma para colocarse en ese mismo elenco. Verano, remera escote v, ojotas y bufanda. La bufanda, dicho sea de paso, tiene como objeto cuidar su voz. Y “voz”, aquí, podría usarse en un sentido instrumental —cercano a ese mundo operístico que Atlántov evoca o sobrevuela— tanto como en un sentido poético, para referir ese lenguaje particular con el que Atlántov está hecho. Voz cuidada, mundos múltiples, lenguaje y libertad asociativa pueden señalarse como motivos del pack de componentes que lo forman. Habrá otros, íntimos y apenas conjeturables. Entre ellos, el infinitivo “escribir”, aceptado casi como un mandamiento —“El infinitivo escribir me ha traído problemas. Ocupé tres días de febrero repitiéndolo en voz alta, doblándole la punta para que dejase de ser infinitivo”—, acaso sea uno de sus engranajes más poderosos, como esa fuerza interior, primitiva, que llega a imponer a los seres hablantes la obligación de decir incluso aquellas experiencias que se encuentran en el límite de la posibilidad de articularlas.
Federico Spoliansky, Atlántov, Ediciones del Dock, 2016, 60 págs.
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