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Bichos es más que un insectario. Es, primero, un diálogo poético entre Ezequiel Zaidenwerg (Buenos Aires, 1981) y Mirta Rosenberg (Rosario, 1951) urdido en torno a doce especímenes (trece, en realidad) que encarnan atributos de una humanidad nada aviesa y resultan motivo de una entomología sentimental.
La forma que elige Zaidenwerg para albergar a sus bichos (manera genérica de designar insectos, arácnidos, anélidos y moluscos) es el soneto. A cada uno le sigue un comentario de Rosenberg en verso libre, modalidad que se repite a lo largo del libro con dos excepciones: el díptico de la lombriz, que es iniciado con un poema-reclamo de la comentarista; y “Otra cigarra”, donde Rosenberg, antes que glosar el soneto precedente, decide aventurar su propio “chiiiichárr-chiiiichárr”.
Bichos es la puesta en escena de una amistad tutelar. Zaidenwerg hace las veces de discípulo a quien la autora de El arte de perder ofrece, con ojo clínico, lecturas críticas tanto como afectuosas (y afectivas). Los comentarios pueden aplacar estridencias, mitigar el “esmero” del sonetista, desestabilizar construcciones verbales con el fin de propiciar no un derrumbe sino un reacomodamiento de fuerzas. Dan, así, aire a los sonetos, los dejan expuestos, sobre la base de introducir amables sospechas, irónicas advertencias, señalamientos que sugieren un cambio de foco, parodias amistosas que, a veces con humor y siempre con generosa complicidad, apuestan a un diálogo oblicuo. Rosenberg es propositiva en su réplica y precisa en su dicción, de afable aspereza. A su sistema personal de resonancias, tramado con rimas internas y externas que dan cadencia a una música a la vez ingrávida y preñada de sentidos, agrega un nuevo tipo de rima, zurcida transversalmente de poema a poema. Es así como las “rodillas” de “Langosta” riman con la “estatuilla” de “Tu langosta”.
La figura tutelar se desplaza de lo poético a lo afectivo. Rosenberg lee, en los sonetos de Zaidenwerg, una historia de amor velada, que se adivina en un pacto tácito: prestarles voz a las pequeñas criaturas a condición de que ellas revelen aristas del sentimiento humano. La pasión se metamorfosea bajo el signo de un aguijón que porta veneno dulce. Transfigurándose, lo humano se vuelve menos grave. Con la confianza que prodiga la amistad y la experiencia propia que la autoriza, la poeta oficia de consejera sentimental, ora para dar palabras de aliento o consuelo, ora para advertir o amonestar, gentilmente, al joven enamorado.
Con destreza técnica, Zaidenwerg dinamiza la forma del soneto sin alterar su preceptiva. Hace flexible el tejido de los endecasílabos para fraguar, con ellos, sus insectos personales. Se pliegan, se contraen, se dilatan, se quiebran. Miméticos, chirrían, zumban, saltan, aletean. Las estrofas no son cajas continentes sino superficies de desplazamiento para una materia plástica capaz de acelerarse, catalizada, por ejemplo, por el vuelo súbito de una avispa, el cual es emulado con un radical encabalgamiento léxico: “Chispa en el ojo, aguja que se crispa, / brasa amarilla que dibuja un tizne / de carbonilla, sobre el aire, cisne / pobre que, fastidiado, fuiste dispa- // rado en busca del agua de mi piel”.
Continúan el diálogo de los poetas las magníficas ilustraciones de Valentina Rebasa y Miguel Balaguer, que ensayan variaciones de los especímenes presentados, proponen digresiones y agregan capas de lectura, glosando, a su modo, los poemas, y duplicando el contrapunto.
Figuras de la miniatura, de la delicadeza, de la fragilidad, de lo fugaz, pero también de lo abyecto, del peligro inminente, de la plaga, los bichos que habitan estas páginas gozan del don de la voz. No una, sino dos.
Ezequiel Zaidenwerg y Mirta Rosenberg, Bichos. Sonetos & comentarios, con dibujos de Valentina Rebasa y Miguel Balaguer, Bajo la Luna, 2017, 56 págs.
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