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Algunos llaman black out al apagón de la conciencia que sigue a una borrachera profunda y hacia el que se precipitan los bebedores intransigentes. María Moreno eligió ese nombre para un libro de una lucidez casi total en el que el verbo preferido es justamente beber. Ancho no sólo por lo que narra sino también por lo que es capaz de evocar, salvajemente wikipédico por los tópicos en los que abreva y sobre los que conjetura, Black out está divido en tres secciones que se suceden en ronda y en las que un yo, una vida vivida montada sobre otras tantas, el oficio de la observación, la fragua del estilo y la frase, lo alto, lo bajo, lo bello y lo triste se recomponen en intermitentes novelas que van de la familiar a la amorosa y pasional, del episodio intelectual y de iniciación a la página de obituarios y las pequeñas derrotas. Lacan, Hemingway y Fitzgerald; mozos y canas; el BárBaro, el La Paz o el Alex de Once; Feiling, Libertella y Briante; nombres, lugares y gente cuyas menciones devuelven ecos de bohemia y vanguardia, modismos psi, transas, noche, levante y reviente se cuentan acoplados a otra serie tal vez menos glamorosa pero, aun así, medular, que involucra un conventillo de la calle San Luis, a una abuela vigilante, ese hiperbólico sangrado menstrual y una madre química arrebatada por el furor higienista, cuyo estandarte no es otra cosa que una botella de alcohol. Memoria, pensamientos vivaces, emociones lúgubres y escenas teñidas de una pátina brutal y escatológica; humor, perspicacia, suerte o reflejos, intuición y deseo pueblan la paleta de colores con los que se tiñe un anecdotario singular y colectivo. Entre todos, acaso el “nosotros” más mimado sea el de la “minimafia del texto”. Hay también un padre, un mentor y un círculo perdurable de pares. Están los vivos y están los muertos; las mesas de bar y sus “dueños”. El cuerpo. La “lengua bola” como anticipo del cross a la conciencia. Las cosas, su materialidad, su lenta disolución entre botellas biseladas y etiquetas nacionales. Y está la mañana siguiente. Con todo, Black out se parece mucho a una vida, como si su sostén no fuese la gramática sino una persona. Pero así como Graham Greene puede compartir renglón y argumento con Cambaceres o Argerich —en el universo Black out los tres son igualmente útiles para ilustrar cómo se redime una adúltera en la ficción—, así también se nos pueden echar encima ciertos “fantasmas” si, crédulos o fetichistas, leemos el libro como Emma Bovary. Allí está, entonces, su fraseo espiralado, helicoidal y recursivo —volver sobre lo dicho y aventurarse desde allí un poco más le da al relato una delicada nota ensayística— que, sumado a un repertorio palabrístico que combina la lengua literaria con otro verbo urbano achispado por la gracia pasajera del anteúltimo trago, colabora también para que Black out consiga su impronta mural, un collage móvil de una belleza hipnótica y huidiza como los rulos que dibuja la bolsa de Belleza americana. Con este libro puesto en los estantes, acaso no sea exagerado coincidir con Ricardo Piglia cuando dice que María Moreno es uno de los mejores narradores argentinos actuales.
María Moreno, Black out, Random House, 2016, 416 págs.
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