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Son las huellas de la experiencia en la mente del poeta las que dibujan un camino de lectura en Cabeza de buey, de Daniel Durand. ¿No implica acaso la poesía un estado en el que las cosas son percibidas de una manera agitada? Los versos poseen un registro narrativo en el que la descripción ocupa un lugar central: “Pienso en poesía y en poemas y mentalmente / construyo oraciones dentro de alguna elucubración / teórica del momento que enseguida se desarticula / y mutando en otra agitación diferente”. La representación del mundo encuentra su correlato en barrios de Buenos Aires, en las aguas del Paraná, en las localidades del interior que acompañan el litoral, en el pasado, los afectos, los amigos y los primeros contactos con la literatura vistos en perspectiva desde el presente.
Si hay un tono objetivo, este no quita que haya un resplandor que recubre la suciedad de los objetos a nuestro alrededor, como en la resolución casi lírica del poema “La mala gloria”: “Esta es la piel del caballo!!!, gritaba el Zela, / esta es la cola del lagarto de mi mala fama!!!! / Los ingleses son todos religiosos……!!!! / aquí nace y nació nuestra fanfarria… / en el Eleven estamos, o en el Once, / atravesado / por una flecha de lata roja, / nuestro corazón de chapa colorada”. Las cosas adquieren rasgos y movimientos afectivos y parecieran estar diseñadas de acuerdo con el dictado de nuestro relato sentimental; en ese sentido tienen su propio brillo una pelota de golf, una de fútbol o una vaca moviéndose muy lento en la llanura: “No imagino ya, / sólo amago que imagino qué habría pensado si hubiese / sido vaca / y un toro me hubiera mirado desde el campo de enfrente / y sin haber podido cruzar el alambrado, así, sí, / habría podido imaginar la carrera que hacía temblar / la llanura / y levantando una nube de polvo saltaría hasta mí, / vaca, vaca redonda, boba brillante”. La narración minuciosa de un proceso mental por momentos casi se transforma en una epifanía en el centro de un paisaje llano y descampado.
Es en este territorio donde se levantan nubes de polvo entre los pastizales, y daría la impresión de que siempre es domingo. Hay un clima enrarecido de esperanza y espera, la poesía es un refugio frente al desconsuelo de la pérdida: “Mi casa es un poema muy bueno, / de los más lindos que escribí, / también es una pinta nítida, / pero dentro de esa nitidez hay zonas nerviosas, / una pared que se humedece a lo largo / y se resiste a las tantas capas de pintura / que le hemos dado: / un párrafo que queremos borrar y no podemos”. No existe un universo por fuera de la realidad interior del poeta, un hogar edificado mediante una materia sensible y efímera compuesta de memoria y emoción en el que el sentido de la escritura consiste en darle forma a una voz personal y singular: “Lo peor es escribir bien / No, lo peor es escribir mal /. Sí, lo mejor es amontonar […] Escribí para amontonar poder / en mi apellido, Durand”. El universo de la llanura quizá sea el tesoro de los pobres que por una razón u otra se quedaron a vivir en el interior; aquí las luces artificiales de casas encimadas se mimetizan con el débil resplandor de los astros en el cielo, del mismo modo en que el deseo y el amor se mezclan con la ausencia y la desesperanza. O en otras palabras, a la manera de una paráfrasis, Daniel Durand nos enseña a buscar bajo la luz para encontrar aquello que hemos perdido en la oscuridad.
Daniel Durand, Cabeza de buey, Lomo Libros, 2017, 72 págs.
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