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Casa de agua

Marina Closs

LITERATURA ARGENTINA

Escasa, envenenada por la megaminería, vuelta insumo tecnológico u objeto de las guerras por venir, el agua abunda en la última novela de Marina Closs. Llueve, se estanca, corre por debajo de una casa como un río amenazante y se filtra o se condensa en múltiples rastros de humedad. ¿Se trata de algún tipo de simbología, un tópico alegórico que señala afuera, hacia otras cosas? No parece. Tampoco parece que las cebollas, las aves de corral, los retratos o los espejos tengan una función estrambótica o apunten hacia cierto revés velado del relato; pese a alguna resonancia climática o de épocas, no es La nube, de Pino Solanas. ¿Entonces? Lo que uno encuentra apenas pone un pie en esta casa invadida o rodeada por lo que contiene, la sostiene o amenaza, es más bien la propuesta de una realidad sólida hecha de un lenguaje singular cuyos nombres y cosas aparecen puestos en una sucesión díscola —en una contigüidad irreverente, desacostumbrada—, adjetivados en disonancias semejantes y en una muy particular serie de cadencias sintácticas —uno tiende a decirle novela a todo esto por pereza; pero tampoco hay que olvidarse que la prosa ha sido siempre un humus fértil para la poesía y la experimentación—, cuyo efecto, casi de inmediato deslumbrante, tiende a volverse un poco abrumador e incluso puede provocarnos cierto desconcierto. ¿Dónde estamos? El territorio, uno de cuyos mapas más plástico, lúgubre y conmovedor se dibuja en Casa de agua, es antiguo, amplio y frondoso, desafiantemente hospitalario. Su bandera es colorida y sus letanías y sus cantos sobreviven a fuerza de arrojo y emoción, justo cuando el inmediato alrededor se muestra monocromo, berreta, chillón y opresivo.

De moda hace algunos años en ciertos cuadros del “campo intelectual”, la palabra potencia solía usarse para señalar algo que tal vez era una fuerza en suspensión, acorralada, oprimida o nada más latente, cuya liberación podía orquestarse como resistencia o como polo alternativo a lo dominante de un poder. De algún modo, la potencia poética de la narrativa que Closs ensaya en Casa de agua ­—sí: narrativa, poesía y ensayo tienen cada uno su pulso en la novela— provoca lo que provoca porque, latente y liberada, explota en múltiples racimos de imágenes riquísimas, contrahegemónicas. Esa casa en la que una madre compungida por la ausencia de su hija “se hamacaba de desdicha”, en la que, para adecuar la ropa al luto, “para entristecerla”, es menester frotarla con flores y enjuagarla con “agua de dolores amargos”, o en la que dos hermanas se trepan a la lápida de la tumba de la última yegua y la cabalgan como en una mímica degenerada y rabiosa de las ansias que las impulsan a escapar, ese lugar, pese a la suciedad, al liquen que enferma a las paredes y a la pobreza, es algo así como un oasis, un lugar asilvestrado, arcádico quizá, en el que los hechos, los personajes y su medio se articulan de un modo y en un lenguaje diferente.

Dividida en seis grandes brazos afluentes, todo su caudal poético y toda su potencia visual e imaginística se acomodan en capítulos muy breves perfectamente acordes para contener tamaña intensidad. Por aspectos del fondo o de la forma, por su idioma o por su imaginación, es vecina de Humo, de Marosa di Giorgio, de las islas del Delta Panorámico, del agua en que chapotea el personaje de Ariel Bermani o del territorio líquido, “lírico y feroz” de Claudia Aboaf. Como novela familiar en cuya apertura se dibuja el árbol de los linajes, todos de resonante prosapia rusa, está narrada en primera persona por la hija del medio, una de las sobrevivientes. Un ligero componente de suspenso y de acción, casi de thriller, la sazona sobre el final cuando la crecida más violenta, un agujero abierto a las profundidades y un fuego que había estado a resguardo en una botella se precipitan y se anudan para arrasar con lo último, con lo que queda. Frente a las tan transitadas distopías producto de algún cataclismo inminente, humano, natural o tecnológico, Casa de agua teje su propia trama de desastres en la que algo de aquello no falta pero tampoco se vuelve motivo principal. La gozosa distopía de aquí es fruto de un ritmo, de la disposición de la palabra sobre la página y de la prosa y de sus huecos, acaso vacilaciones como preámbulos del esplendor o tal vez otras formas de la respiración, menos para poner en escena solamente una catástrofe —las ruinas y el recuerdo del estrago — que para encabalgarse y enfilar al galope de lo poético contra la aridez codiciosa y tilinga de un estado presente del habla.

 

Marina Closs, Casa de agua, Alfaguara, 2024, 208 págs.

30 Ene, 2025
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