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En Un desierto para la nación (2010), dice Fermín Rodríguez que mientras Echeverría llenaba de lirismo y grandiosidad “la campaña” y presentaba La cautiva (1837), imaginaba a su vez que el más allá indómito que rodeaba a Buenos Aires podía volverse económicamente productivo si en sucesivas franjas concéntricas se instalaban chacras de frutas, verduras y animales para consumo y abastecimiento. Hoy, casi doscientos años después, apenas nos adentramos en Cometierra, percibimos que, en ese mismo cinturón suburbano, entre ferias de ropa y discos, franjas de asfalto desparejo, motitos de baja cilindrada, camiones y bondis, hay cadáveres, y resulta estremecedor la casi naturalidad con que el abuso, la desaparición o la muerte se instalan narrativamente en ese entorno hormigueante y al borde de la saturación. Su propia madre, la seño Ana, Ian, un “chico raro y que parecía perdido”, son apenas una parte del elenco de ultratumba cuya andadura se hace visible para nuestra protagonista allí cuando las intervenciones tipo CSI fracasan o no tienen presupuesto. Adivina, vidente, médium; una piba silvestre del conurbano con un poder extraordinario: ¿quién es Cometierra? Dolores Reyes, activista, maestra y novelista debutante responde con una visión que parece provenir de su propio personaje. Dice que, en mitad de un taller literario, con los ojos cerrados mientras escuchaba un texto de un compañero que terminó con “tierra de cementerio”, la vio. “Muy chica, muy flaca, con el pelo largo del color de la tierra”. Esa suerte de embrujo provocado por la lectura se constituyó en personaje y en narración y, forjado ese pasaje como novela, Cometierra se vuelve para nosotros también una especie de gracia: una figura imponente, aun cuando se le intuya cierta fragilidad, como una semidiosa mutante cuyo gen anómalo proviniera de la tierra, una tierra madre omnipresente y poderosa que la nutre de la visión y el conocimiento y la vuelve una guía para los desesperados. Narrada en primera persona y sostenida por un ritmo vibrante aun a pesar de, o gracias a la fragmentación —cincuenta y tres capítulos tan breves como viñetas—, iluminada por unas imágenes logradísimas como la de esa Mae inmensa a la que acude Cometierra, tan grande como si el poder que en ella habita necesitara de su carne fuerte para “ranchar cómodo”, el corazón de la novela puede hallarse en su protagonista y en el vínculo fraternal y a toda prueba que construye con “el Walter”. Como si fuese necesario un respiro, la trama diluye un poco el impacto sostenido que acompaña al personaje y al rito que la ayuda a asomarse al otro lado cuando Cometierra deja su hogar-santuario y se lanza en una indagación de cara al río, por ejemplo —o durante la salida a “Rescate” y el enfrentamiento con “el Ale Skin”—, aun cuando sea cierto que todos los casos son una necesidad y aquel episodio fluvial abre la puerta al enamoramiento y a la pasión. Con la frase corta y punzante y un neolunfardo como motores de su verosimilización —refuerzan nuestro abandono y nuestra propia fe en Cometierra—, en la novela palpita el ritmo urgente de la necesidad y la búsqueda, en el cruce entre la fatalidad personal y cierta responsabilidad frente a la demanda de los otros. Extraordinariamente interpretada por la ilustración de la portada que hizo Jazmín Varela, Cometierra consigue aquello que, en el final, desea para sí: un nombre, una especie de entidad que parece incluso instalarse un poco más allá, o más acá, de la propia novela.
Dolores Reyes, Cometierra, Sigilo, 2019, 176 págs.
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