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Crónicas macrianas nació como un blog y se transformó en un libro. De su origen abitacorado perduran las marcas de un itinerario personal concentrado en las maniobras que miden “el acontecimiento” en cuestión y las formas en que se manifiesta, desde la imagen de Mauricio Macri presidente hasta el cocinero top que fue a imponer orden, limpieza y precios nuevos al buffet de la Rosada. Pero, como ocurre con las detonaciones, hay también una presión expansiva hacia otras zonas no asociadas a las habituales prácticas blogueras. La primera persona amortiguada, la canciones, el humor, la programación televisiva, la filosofía, la invención narrativa, la revista Gente, las bicisendas y el envío del título a los cuentos en los que Ray Bradbury imaginó la vida en Marte son algunas de las múltiples destrezas que el libro ensambla y con las que genera nuevos desvíos y ramificaciones. Producto de un fenomenal ejercicio que combina el manejo de la crítica, la ironía y la imaginación, la entrada “Estética” nos sitúa ante una eventual reunión secreta. Los protagonistas del mitin —pizza y soda mediante— son cuatro o cinco personajes estrafalarios en cuyos nombres resuenan los nombres de otros tantos periodistas comedidos y prudentes. En una línea de aquel diálogo —un diálogo que ha llegado al narrador mediante un link furtivo y luego eliminado, como si se tratase de un episodio en una trama de espías—, los confabulados gritan, mientras chocan los cinco, “¡Producción intertextual y agonística!”. Ese mandato, autoimpuesto y celebrado por el clan de los estrafalarios y dicho en el contexto de una tormenta de cerebros cuyo objetivo parece ser la elaboración de un plan de acercamiento, comentario o composición de la realidad macriana, aparece también como una suerte de reflexión sobre la energía que nutre el libro. En su recorrido, segmentado por la producción de actos públicos y privados de gobierno, se nota una urgencia y se percibe un malestar: “¿Qué es esto?”. Hay algo de desconcierto —un desconcierto felizmente productivo— que pronto deja espacio a la multiplicidad de recursos de una prosa —mordaz y agonista, decidida a evocar o a concebir— capaz de amalgamar el barullo del espectáculo público, la decodificación de la observación semiológica o el documentalismo de la investigación histórica. Crónicas macrianas se aventura, postula, tuerce, teje, fusiona y ensaya; lo hace para imaginar y calibrar el tiempo histórico presente. “Humo” conjetura una afinidad espiritual entre Marcos y el gurú oficial Rozitchner en torno al libro Pernicioso vegetal y a su consecuente emanación dulzona. Humo: lo aspiraron profundo, de jóvenes, como un aprendizaje; lo venden de adultos, consagrados en su lugar del dispositivo de gobierno, como otra convicción escurridiza. “Palabras” es un montaje escalofriante; con “Ventanas” se nos actualiza la “película del desdén social”. Juliana y Antonia asumen todo el protagonismo que la renovación conservadora puede destinarles; y ante el profundísimo vacío de capitales productivos, “Inversiones”, una fiesta de la composición inteligente, no puede más que referirse a otra acepción del diccionario y señalar los roles y sus transposiciones, moralitos, urtubeyes y macrianos enmascarándose de otros cada vez que la pantalla así se los demanda. Acaso sea cierto que los lectores de estas crónicas no encontraremos abrigo ni contención entre sus páginas; pero aun en la intemperie quizá podamos equiparnos con el compás, la escuadra y el discernimiento necesarios para empezar a construir el mapa sobre un terreno hostil y muy esquivo.
Abel Gilbert, Crónicas macrianas, Ediciones B, 2016, 256 págs.
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