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Piletas, fotos, monoblocks estatales, el Banco Nación, baldes, el auto de Tombo. Como un alhajero de cosas corrientes, los poemas de Demoras en la General Paz están cargados de una mundanidad mayorista, de hipermercado. Desentendiéndose de la extensión o la profundidad, se inclinan sobre todo por el efecto —lo dice el que escribe mentalmente en la ducha— y acaso uno de lo más logrados sea esa especie de contraste entre el tono crepuscular que los acompaña —los atascos en este tránsito son los de la tarde, cuando el sudor, la soledad y el aliento son agrios y hay que disimularlos con mentas, cigarrillos o alcohol— y ciertas imágenes que parecen brillar con una chispa, como un rayo verde artificial, encandilándonos un segundo pero amalgamándose de inmediato con el entorno: dos que entran en un bar después de fumar en la puerta semejan astronautas que vuelve a la cabina, una pareja de amantes cargados por la excitación del encuentro parecen misiles lanzados en la noche.
Sobre un fondo de superficies planas como el papel —el asfalto, los azulejos del baño, una mesa de pool o los años transcriptos como distancia— se recortan las vidas de un grupo de amigos cuyo epítome se construye entre “Los pistoleros tristes” y “La banda de Chaneton” —Correas al margen—, conductores anónimos cuyas manos ahorcan el volante mientras les urge una decisión, un tal Domínguez, reclamado por los altavoces del aeropuerto, o Don Virasoro, “siete décadas de oficios // hoy por fin bancarizado”. Lejos de los honores civiles y las grandilocuencias de la Historia, la dignidad de estas vidas arraiga en su constitución poética, en su forma de aparecer versificada. No es difícil recuperar su correlato cierto, el hombre o la mujer que pudo haberlos motivado. Pero esa materia prima documental la trabaja una mudanza, una transformación. Por obra y gracia del poema, de una conjetura, de la evocación o la metáfora, Domínguez acierta en no embarcarse, “que vuelen // aquellos que no saben adónde ir”, y Virasoro recupera en tres momentos el nombre de su esposa diluido en la cotidianeidad de los apodos. Entre lo observado, lo dicho, una intuición y el trabajo hábil para operar con nombres comunes, silencios y la respiración propia de los versos, el anecdotario se desprende de algunos rasgos de su impronta corriente y se combina con aquello que lo tiñe de vida poética.
Coloquiales, de una musicalidad eficaz y revuelta producto del corte irregular de los versos, salpicados de un humor poco frecuente, los poemas de Otegui —sociólogo y músico, además— recortan un tiempo, lugares, un estado de la economía y del habla, una luz y ciertas maneras de transitar en soledad o con otros, y componen un fresco de huellas posibles para una arqueología futura.
Rafael Otegui, Demoras en la General Paz, Caleta Olivia, 2021, 60 págs.
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