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El inicio de Echar el resto debe identificarse en el epígrafe de Dostoyevski —de su nouvelle de 1866 titulada El jugador— que abre el libro. Javier Ponce deposita allí algo más que una correspondencia temática, es decir, la obsesión de un personaje por el juego sobre la que gravita el libro. Lo que traza ahí, sin lugar a dudas, es una forma de decodificar la velocidad a la que una vida puede desmoronarse ante una obsesión, una modalidad de la literatura que se ocupa de retratar con ardor la experiencia del horror en la intemperie de la ley. Las primeras páginas, cargadas de violencia, inician con un golpe al protagonista en la cara y lo que sucede a continuación de ese garrotazo es el estremecimiento, el desequilibrio, la presión, la caída y la lenta descomposición. Ese derrumbe, entonces, es la fábula que organizará el derrotero del personaje a lo largo de toda la novela y la violencia que se imprime sobre ese cuerpo es la que lo arroja a su errancia.
La estructura que ordena Echar el resto es la de un doble relato que opera de forma pendular: por un lado, la obsesión del protagonista por el juego —hay, sin dudas, una narración muy ajustada de las atmósferas donde suceden las apuestas, escenarios con tintes suburbanos, desajustados de toda regla diurna, anverso de un mundo de superficie—. Por otro lado, se despliega el retrato de su trabajo como camarógrafo cuya tarea es la de encomendarse al registro del juicio contra el represor Miguel Etchecolatz. Así, de la precisión del que elabora una táctica en el juego ilegal a la precisión del que encuadra y dispone de un complejo aparato digital para el registro documental —de pretensión neutral— que atrapará al que es juzgado. La transparencia de la escritura del libro, en este punto, encuentra una coincidencia elocuente en la neutralidad del dispositivo de registro. Una pregunta surge en quien lee: ¿se puede capturar el pasado, la historia, organizando la narración del último golpe de Estado, sus espectros, sus espantos? —término que utiliza Silvia Schwarzböck para definir las esquirlas, las rémoras de la dictadura que perviven aún en democracia—. Lo que despliega el narrador, desde un principio, es la lógica de repetición en la que lo instalan la escucha y la visión del juicio por su mero oficio. A partir de esa reiteración, comprende algo del método con que opera la maquinaria del mal: “Por eso cuando un testimonio habla de lugares como La Cacha o la Unidad 9 de La Plata, es lo mismo escuchar tanto a cinco como a treinta sobrevivientes, van a nombrar los mismos apodos de guardias, las mismas características del espacio de cautiverio. Cuando escuchás lo mismo durante meses, podés anticipar lo que va a decir la víctima, incluso la sentencia”. El lugar del protagonista es el de alguien que, sin quererlo, se adhiere a la figura de un testigo privilegiado en el examen de la inteligencia del poder que, además, llega a tramar una secreta complicidad sombría con el mismo Etchecolatz, genocida tristemente célebre. En paralelo, bajo su afición al juego, examina la forma en que la realidad puede o no organizarse mediante la operatoria de la ruleta, tantea la forma de hacerse una fortuna, revisa las maneras de anticiparse a la lógica en la que el azar puede, al menos, ser vislumbrado en su organización caótica, inaprehensible, en la demora de un batacazo que nunca llega. La ruleta, en un punto, termina por desencajar su propia vida, le impone un ritmo nuevo, lo lanza a perder a su pareja, su departamento de clase media, su red de sociabilidad. De ahí que termine mudándose a un vagón de tren abandonado. Entonces el lenguaje del texto recrudece y la narración desemboca en su exilio del mundo. Un armado austero y que funciona con enorme economía y eficacia logra capturar, en lo profundo, el sentido de la fragilidad que organiza cualquier vida. Lo que circula en Echar el resto, sin dudas, es la pregunta por las formas en que una narración puede captar, en un mismo registro, los efectos del horror pasado y la imprevisibilidad de un presente en zona de derrumbe.
Javier Ponce, Echar el resto, Erizo Ediciones, 2022, 80 págs.
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