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Quienes ya hayan leído novelas de Juan José Becerra encontrarán en El artista más grande del mundo algunas insistencias: escenas de sexo tan vívidas como redundantes en esta era de la pornografía digital; una mirada sobre la mujer que se diría lúbrica y hasta cierto punto admirativa, pero que también es lejana y atónita, casi como si mujer y hombre no fueran miembros de la misma especie; el humor omnipresente, que cataloga a los personajes según su pertenencia a uno de dos grupos más o menos definidos: el de los un poco ridículos y el de los ridículos del todo; y la convivencia tirante entre la prosa sesuda y el lenguaje bajo, el combate en el interior de las palabras entre dos narradores, uno que reflexiona y otro que pareciera vociferar para distraer al primero.
Guste o no guste, es probable que se trate de un programa, o quizás de algo menos solemne: un reflejo, un automatismo, una manera de ver tanto o más que de escribir. Lo que no se le puede negar a Becerra es que su obra está cargada de una ambición que falta en las de muchos otros escritores. Sus historias nunca son mínimas. Cuenta lo que está en un primero, segundo y tercer plano. Lo que los personajes hacen tiene repercusiones que trascienden el paisaje inmediato, como un sónar que propaga un sonido para detectar las estructuras exteriores. En su novela anterior, la estructura a desnudar era la percepción del tiempo. En esta nueva, el arte contemporáneo o lo que se entiende por arte contemporáneo cuando no se logra entrar en él, en todos los sentidos posibles del verbo: entrar en sus símbolos, entrar en su mercado, entrar en sus sistemas de legitimación, entrar de una vez y para siempre en la mente abismal del que crea.
En este caso, el que crea es Esteban Krause y el que arma su biografía es Alejandro del Valle, un escritor forzado por los dolores de espalda a dictarle su novela a una máquina, sin intervenir físicamente en el trabajo de escritura. La trama tiene todos los componentes de una sátira, pero no es seguro que Krause sea su blanco principal. Aunque Del Valle no ahorra descripciones para denunciar la supuesta banalidad del mundillo y registra todos los ataques de Krause contra artistas reales como Yayoi Kusama y Ron Mueck, no puede evitar correr a su amigo de la línea de fuego, salvarlo de la enjundia. Krause es un coloso, cuenta con recursos e ideas inagotables, está diez pasos adelante de todo y los detalles de su obra última, que siempre parece a minutos de ocurrir, son un secreto al que sólo él tiene acceso. Sus experimentaciones van desde lo salvaje, como cuando alimenta tiburones con corderos vivos y después los mata con ácido fluorhídrico, en una chanza evidente a Damien Hirst, hasta lo poético e imposible: el espejo gigante que sube para replicar el sol, para trastocar una realidad que ahora debe acostumbrarse a la presencia de dos soles gemelos.
Está el continuo pendular entre Buenos Aires y Cataluña, que encarrila la acción, y están también Greta y Flavia, las mujeres intercambiables que los dos artistas comparten o se disputan. Pero el centro de la novela gira alrededor del duelo silencioso entre Krause y Del Valle, o mejor dicho: de Del Valle con Krause. Ambos encarnan dos disciplinas en pleno viraje hacia la inmaterialidad. Uno es un escritor que habla y el otro un ex escultor que ya no precisa de sus manos para crear. Se trata de dispersiones, de fugas distintas. Mientras el arte contemporáneo persigue lo nuevo a fuerza de una espectacularidad que puede o no estar volviéndose infértil, la literatura se retrae para no dar crédito al avance de la intrascendencia, a su liviandad actual y al parecer ya permanente. Qué les espera a las dos expresiones al final del camino es algo que la novela dentro de la novela de Becerra se reprime, como si intuyera que lo que viene es imparable. Y entonces para qué aclarar nada.
Juan José Becerra, El artista más grande del mundo, Seix Barral, 2017, 296 págs.
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