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El que mira bien el cielo es un mediador. Negocia con una meteorología que siempre defrauda las previsiones y a la vez con la probable firmeza del suelo, con la física y la biología, con los movimientos del aire y sus efectos en el cuerpo y la mente, con las mutaciones de la naturaleza y el menudeo y las turbulencias de la ciudad. Se suceden las estaciones, se identifica un clima con una región, pero cada día, hoy, y hasta en cada momento hace un tiempo distinto; una miríada de acontecimientos duran o se disipan en un tris para dejar paso a otros. Ni calendario, ni reloj, ni metrónomo ni diapasón: los meteoros piden otras formas de sintonía y otras escansiones. Así es como la historia de la poesía está repleta de cielos. Pero el empeño de afinación no cuaja nunca; basta pensar en lo indóciles que son las nubes. Parturientas, filamentosas, raudas, lerdas, funestas y docenas de epítetos se vuelven insuficientes, esto sin olvidar que en rigor científico hay cirros, estratos, nimbos, cúmulos y muchas combinaciones de las cuatro categorías. Como el romanticismo agotó el camino de la emoción y los pronósticos televisivos gastaron la jerga científica, una experiencia que merezca el nombre hoy sólo puede obtenerse de un lenguaje que no resigne ni la tradición de la filosofía natural ni los procedimientos de diversas literaturas. Eso es lo que hizo Daniel Durand en El cielo de Boedo, una serie de poemas que registran el curso de las estaciones sobre techos y calles desde un balcón (¿o azotea?) de un barrio de Buenos Aires. Hace como quince años, en la temporada del corralito, escuché a Durand leerlo en una añeja confitería de la avenida Santa Fe. Ni la alucinación que provocó esa tarde una voz convencida ni el aumento de experiencia que obraron los poemas merman cuando ahora se lee cualquier pasaje. “Otra vez noche de viento; estaños plomos y escombros, la marejada de nubes se infla y desinfla con los ventarrones que revolotean bajo y no se alejan… Una nube larga cambia su piel lustrosa de cal por otra más brillante de agujeros azules y puntos negruzcos luminosos. Una gran grieta se abre justo arriba de la bóveda y empieza a existir el cielo… El viento se ha llevado los ruidos a otra parte, calma que acerca dos sonidos muy claros: el zumbido lejano de una cupé que irá mordiendo el brazo gris y arqueado de la autopista, y una risa corta muy cercana intercalada entre choques de cubiertos”. El libro empieza en verano. Cuando llega el otoño, Durand ve avecinarse “los problemas de peso” y se emplaza a evitar “el endurecimiento natural a que nos somete la escritura”. Es como si reconociera el papel decisivo de la mente en la construcción del objeto cielo, y como si las ilusiones del objetivismo que moldeó a buena parte de su generación tuvieran que asimilar tanto a Francis Ponge como las suspicacias que Charles Bernstein proyectó sobre todo lenguaje circulante, incluido el poético. Durand asiente. Los más de cien fragmentos —estrofas irregulares de verso largo algunos, otros prosa continua— son una colección de slides lábil y abarcadora de la influencia disímil de la luz en los días. La lengua ve todo lo que puede verse desde ese balcón, infiere lo que no se ve, se guarda de interpretar, pero no disimula su sensorio múltiple y penetrante. Los tropos asoman con cautela (salvo quizás la inexorable falacia patética, como en “la luna intensifica el yodo raro de una nube gruesa”), indagan, amplifican. Claro que la división del libro por estaciones insinúa la nostalgia de una pauta, de un contrapeso al desbarajuste. Pero después del atardecer, alguna noche, se quiebra “el hechizo de quietud que sujetó este día con finos cabellos a un misterio”. Hay en el equilibrio entre atención inerme y voluntad compositiva algo muy americano, de norte a sur: deseo de incorporar a lo dado algo que no está ahí, pero se percibe, y la exaltación de entrar en las inconsecuencias de la realidad, sus roces, sus turbulencias, su intemperancia, como en la periferia del absoluto. Leer El cielo de Boedo —que incluye poemas de Tu Fu y ahora tiene dos ediciones— es un raro caso de contemplación urbana. Cuando uno termina de leerlo, es otro: conoce mejor unas cuantas cosas y el arco de la percepción se le ha ampliado.
Daniel Durand, El cielo de Boedo, Gog y Magog, 2005, 50 págs; Blatt y Ríos, 2015, 54 págs.
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