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Cleofa, Berengario, Ercilia o Indalecio: así se llaman algunos de los protagonistas de los relatos de este primer libro de ficción de Mariana Amato, licenciada en Letras y docente argentina con residencia en Nueva York. La extravagante disonancia de los nombres, y muchos de los comportamientos de esos personajes —escribir una misma carta de amor día tras día para luego depositarla en un buzón sin estampilla; caminar con una caja plegada bajo el brazo que, de pronto, será la máscara con que Froilán interceptará a un transeúnte—, acaso los vuelvan especímenes de un bestiario singular, uno en el que, como Guillermo Saavedra avisa en la contratapa, resultan “héroes solapados de la renuencia y la obstinación”. Sin embargo, aun cuando nombres y actitudes los ubiquen en un plano intrépido o de cierto disparate, sus particularidades no dejan de estar perfiladas con los trazos propios de unas rarezas casi enteramente humanas: bailar, escribir y dibujar, jugar, negarse a un matrimonio. Simpáticos y extravagantes, los desajustes que los personajes encarnan dejan también una huella dolorosa, y a causa de ciertas desventuras —la soledad, el desamor, una decisión intransigente—, el humor general de los relatos tiende a volverse sombrío o taciturno, a veces resueltamente triste; todos son capaces de transmitir una emoción. Ahí están, si no, el milonguero que “necesita bailar y tomar notas para astillar la cruel insipidez de los días”; la que después del dolor y la vergüenza habla solamente con su televisor, o ese otro para quien la risa es una condena y hace todo por ahogarla. Mientras tanto, la prosa serena, sin aspavientos formales ni semánticos en la que se van plasmando cada uno de estos fogonazos de vida —dos o tres párrafos abarcan una cantidad considerable de años; cuatro páginas, toda una vida— transmite una sensación de cosa cierta que carga de verosimilitud los mundos imaginarios, a veces muy íntimos y otras un poco más abiertos, en los que los personajes habitan. El resultado es el de un efecto conjunto de realidad, entretejiendo lo uno —nombres raros y acciones o destinos marcados por la diferencia o la atipicidad— y lo otro —ambientes y otros comportamientos más o menos próximos a una experiencia general— con imágenes de una belleza infrecuente, como la de una luz gris asilo tan áspera como las sábanas con que se arropan los niños que lo transitan, la extraña negrura de una ceguera en la que lo negro “no es más que un silbido lejano”, o la del tiempo que pasa, “hermoso, inaprensible y hueco como una pompa de jabón”. El Sin título (2012) de Eduardo Stupía que ilustra la tapa contribuye para hacer de este breve volumen de cuentos un libro excepcional.
Mariana Amato, El desorden de la luz, Paradiso, 2021, 80 págs.
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