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¿Qué se puede hacer en este tiempo sino leer novelas? Esta podría ser la pregunta que traslade las impresiones sobre esta nueva obra de Francisco Magallanes. Hay un código que disputa terreno al lenguaje, como si se tratara de dos superficies en pugna: una, brutal y cerrada en sus mismas leyes; y otra, que estira la lengua literaria hasta hacerla desaparecer, mientras se rehace. El palomar, en ese sentido, ahorra sus posibilidades de marginación exhibiéndolas en una narración fuerte, amorosa, tierna y arriesgada, como el estatuto secreto que gobierna a sus personajes. Sin embargo, el texto presta, o mejor, “dona” la palabra a cada uno de sus personajes, desde el Arveja al Flaquito, de la Ranita de Flequillo a la Normita, del esposo de esta, consciente de ser infiel pero seguro de sus apetencias clandestinas, desde el Camisa hasta el dueño de la remisería. Todos ellos forman un escenario fractal, tal vez cubista, que va ordenando los hechos como si pudieran ser parte de una interpretación que no es tal. En El palomar, los hechos ocurren sin que intervenga el narrador como ordenador de la historia. Es un suelo ganado a la escritura en primera persona, y con una puntuación que por momentos convive entre la segmentación lírica con sus vírgulas y el desarrollo discreto de una cofradía anómala, siempre al borde de la traición o el derrumbe individual y, por ende, la disolución colectiva como premisa inevitable. Uno se preguntaría si se puede describir la pasión y el trayecto que esa pasión logra incrustar en vidas destinadas a sobrevivir en un mundo que los contiene como piezas de un rompecabezas intercambiable, donde quien distribuye sentido y quien lo organiza termina rompiendo los códigos que él mismo había promulgado.
La historia de El palomar es un circuito cerrado con onda expansiva, donde el poder de evasión de los sujetos es la habilidad más decisiva. Un poder de salirse que llega hasta el sintagma que tutela el relato y que tal vez sea su símbolo móvil, la palabra “Canadá”. Podría haberse llamado así el libro, si no fuera porque ese nombre debía ocultarse en las múltiples formas en que aparece: como posible lugar de exilio, como una forma de estirar el verosímil, o bien como el lugar de una muerte segura, incluso previsible. Las criaturas que pululan en este texto corroboran aquello que decía Harold Bloom: “No hay lectura que valga la pena de comunicar a otro, a menos que se aparte de la forma rompiéndola”. Consciente de que la destrucción también importa una retórica, los personajes de El palomar esperan un destino prestado, porque todos dependen de otros, y construyen una vida a través de intermediarios. Esto los dirige sin pausa a la miseria, el amor por la camiseta, a la traición (desde la amorosa a la delación), e incluso al delito. Pocas veces se puede leer un universo tan hermoso de confraternidad que se destruye con un chasquido de dedos.
En este nuevo libro de Magallanes conviven tres planos de la lengua, bien diferenciados. El primero es el del “toma y daca”, el del diálogo rápido, como si se “tiraran paredes” en el fútbol, lo cual no es poco, porque se trata de la vida de un grupete que se conoce desde el trabajo en una remisería, el barrio y la relación con los circuitos transitivos de la hinchada de un club (Gimnasia) en busca de una escala social interna que pocas veces llega. El otro es el plano del estilo, utilizado hábilmente para hacer descansar el texto ante tanta jerga desembozada que recubre la página como los jeroglíficos en la piedra de Rosetta. Ahí el autor nos muestra que conoce no sólo el oficio, sino también su texto. Un autor consciente de su texto es un escritor desde el vamos. Y el tercer plano es el simbólico, porque allí anida incluso lo mejor de esas almas violentadas por un sistema político y económico que no las contiene.
Si se pudiera trazar un paralelo familiar de El palomar con otros textos de la literatura argentina, me atrevería a decir que comercia con algunos pasajes de los libros de Osvaldo Lamborghini, con La piel de caballo y Lata peinada, de Ricardo Zelarayán, o con Andá’ cantale a Gardel (1970), de Alejandro Losada, uno de nuestros misterios más celosamente guardados. En muchos pasajes de la novela, esos hombres y mujeres se vuelven seres indefensos, esperando el trabajo, el turno para encontrarse con otros, compartir un recital de los Redondos o de los Stones sin ser invitados. Esa vida en la que estar “prestado” es casi una forma de pertenecer al mundo. Y porque todos ellos, incluso aquel que tiene hasta la misericordia de comprender a los médicos que lo atienden, descubren que parte de esta vida, como diría un poema del enorme sanjuanino Jorge Leónidas Escudero, es “asumir el concepto ético del dolor”.
Francisco Magallanes, El palomar, Club Hem, 2021, 80 págs.
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