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Desde Sweet Home, Panamericana (1999), Gustavo Álvarez Núñez viene escribiendo una poesía de la intimidad. De las contemplaciones y los pequeños recortes. De la mirada, fundamentalmente. Pero también del oído. Una poesía impresionista, diríamos, que, sin dejar los juegos y los ritmos siempre eficaces que, desde Grecia, ofrece el lirismo ―el canto a uno mismo, las alegrías del yo, sus cuitas, sus perplejidades, etcétera―, evitó siempre la impostura del embellecimiento excesivo, las trampas siempre tentadoras de la voluta, del ornatus. Y también de la oscuridad. Desde ese primer libro, la poesía de Álvarez Núñez fue siempre en busca, si no de “sencillismo”, sí de cierta sencillez. O mejor: de cierta diafanidad. Una poesía, también, de la experiencia; de la experiencia y de las huellas que esa experiencia deja en el sujeto, en el poeta. Libros, así, cuyo principal afán residiría en interrogar los misterios del mundo, de los seres y las cosas.
“Lo que vemos no es lo que vemos, sino lo que somos”. Kant. O Krishnamurti parafraseando a Kant. Es lo de menos. La cita la eligió Álvarez Núñez y aparece en un poema de Sweet Home, Panamericana. El mundo filtrado, inventado, por la mirada. (Y el oído, claro). Desde el primer libro. Acá, ahora, el mundo es una casa; una casa que compone con el lenguaje “una continuidad ineludible”. Dentro de ella, el yin y el yan: un sillón y una cama creados por el lenguaje. Y en el fondo los crepúsculos, las tardes y los cielos de siempre, ahora contemplados desde un confortable sillón (codiciado, a raíz de sus bondades ergonómicas, por los amigos del poeta): “Podría decir / que muchas veces / miro el cielo desde aquí: / la inmensidad / cercana del cielo / que irrumpe en el balcón, / los distintos destellos / que van acompasando / el transcurrir de las horas”. En ciertos poemas, la contemplación se vuelve “objetivista”, como si aspirara a recortar el instante ―lo que está ahí―, y hace que esos poemas se asemejen, como escribió Mario Nosotti, a modernos haikus suburbanos: “Las luces / comienzan / a intercambiar / sus rincones, / la noche se avecina”; o si no: “Las nubes / salen a pasear / por la noche otoñal // Han descansado / varios días / y blanquean / abiertamente / su despreocupación / Similar actitud / han contraído / las gatas / de la casa”.
Entonces, decía, el paisaje como una transparencia sobre la que se dibujan los objetos y sobre la que se desplazan los seres. Interrogándolos, intentando darles una forma, una respuesta, por mínima que esta sea. E intentando sobre todo eliminar la distancia que nos separa de ellos y que nos dificulta, por ende, comunicarnos. Con “Ángeles”, en Pulsiones (2006), con los padres, en Tratado sobre los padres (2013), y ahora, en El sillón y la cama, con “Gisela”, la mujer del yo, fuente del “calor hogareño”, y doble, también, de otra mujer de mismo nombre que habita el prosaico mundo real y a la que el libro está dedicado. “Gisela”, cuyo nombre es revelado, a la manera del “Marcel” en la novela de Proust, en un único poema del libro, duerme en el poema, y mientras ella duerme, el poeta es feliz “acompañando su sueño”. La casa está en orden. Momentáneamente. Por detrás de ese sosiego, de esa protección uterina que brinda el mundo doméstico, por debajo de las certidumbres y las tersuras que proponen los rituales propios de la vida “en familia”, acechan, amenazantes, los resquebrajamientos: “Frente a la desnudez / de la mañana, / cuando la familia duerme / y yo lavo platos y vasos, / asoma / una particularidad: / un pequeño ruido / se convierte / en una amenaza / para la serenidad del hogar”. El mundo feliz corre, así, riesgo de venirse abajo. “Gisela”, encarnación del amor y propiciadora de la dicha, es, también, la que “desenvaina una suma de reproches”, la que seguramente rumia, mientras duerme, “una sinfonía de bemoles” que trastornarán luego el ideal, esa paz hogareña con la que sueña, en su sillón ―mullido centro de operaciones desde el que se piensa, se concibe y se escribe el mundo―, el poeta. Son “horas de desencuentros” en las que la confianza en el otro ―o del otro― es “dinamitada” y las conversaciones se vuelven “espinosas”. La casa, sin dejar de ser un “resguardo generoso”, una “placenta musical”, es, también, con su “hojarasca de dilemas”, el “mapa de una guerra secreta”. Del sillón a la cama, entonces. Ida y vuelta, varias veces. El tono general de este bello libro ―una fragilidad susurrada― se nutre de esos vaivenes.
Gustavo Álvarez Núñez, El sillón y la cama, Caleta Olivia, 2021, 82 págs.
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