El buen mal

Fiel a su poética, en El verdadero misterio es el final Francisco Garamona extrema la convivencia del naïf y la ironía, la douceur y la acidez. No hay un solo poema en el que esa mirada no conserve su equilibrio, ni tampoco un verso que no se temple en su tono. Como la vida misma, en tanto haz de sensaciones ambivalentes, lo que la voz articula en canto obra como loa y como diatriba. Así la belleza recibe su contrario para fortalecerse, hace de la fealdad su catapulta, su sapo encubridor de potencial príncipe.
Un aura propia del surrealismo y el dadá atraviesa el libro valiéndose de estereotipos literarios (el féerie, la caballeresca, el cuento medieval, etcétera) y los pone al servicio de una imaginación metafórica anclada en un ahora no estrictamente referencial en términos sociales sino más bien subjetivos. “Escribirán canciones / sobre nosotros / pero ya seremos tan viejos / que no podremos / seguirles el ritmo / ni retener las letras / un segundo en nuestros labios / porque los tendremos / ocupados fumando / enormes pipas de caoba. / Y por las ventanas veremos / una alimaña alimentarse / de nuestros recuerdos, / y oscuras limusinas nos esperarán", se cuenta en “Alimaña”, y con esa acritud tierna se enfrenta el paradójico desplazamiento que implica ser corridos del centro mientras otras voces nos invocan como tema.
Observada desde este mangrullo, la literatura se transforma en una zona entrópica donde la letra se lleva la existencia. Sólo nos resta el juego de hacerla y echarla a rodar. Lo que soltamos adquiere su propia deriva, entra al magma de los días y se vuelve extraño, como en un “Dios de Oro”: “Y yo lloro porque el tiempo del otoño / guarda en mi corazón un dios de oro / que los pequeños niños confunden / con tesoros en la orilla de un lago, / en el que se ahogan yéndolos a buscar”. El naufragio de los niños es también el nuestro si pretendemos ir detrás de lo que ha devenido mariposa. Lo que compone el poema no admite reconexiones ni reconfiguraciones. Los versos fluyen libando aquí y allá, como abejas ciegas. Son el olfato y el gusto los que arman las superficies que finalmente daremos a ver. De ahí que los poemas se nutran de todo aquello que ni la razón ni la memoria han podido clasificar. El estilo es impulso, no criterio. Los retazos de vida y de historia, los tonos que aún conservan su tibieza, resultan su fuente.
“Ah por qué todo lo hermoso / tiende a desaparecer?”, se pregunta el poeta mientras sueña una escalera-patchwork que nos conduzca a la inútil utilidad de la belleza. La respuesta parecería ser que el desarme y el derrumbe cooperan para que todo arranque otra vez y las generaciones enfrenten la vida y sus contingencias por sí mismas, sin más herencia que una serie de ruinas a reinterpretar porque, precisamente, en eso consistiría la existencia. Ante ello, el misterio verdadero actúa como aquella zona incomprensible que representa el cese, la caducidad, el pasaje a la nada. Toda especulación, toda actividad deben ser en la inmanencia.
Es que no hay real preocupación por el origen cuando lo más enigmático es el porqué del quiebre. “Los días se pasan con formas de nubes, / soldados, caballos, andando en las sierpes / de una colina, o inmensos colosos / que ruedan luchando mientras se desesperezan. / Y todo se trata de las cantidades / de harina y pescado / para alimentar la aldea", dice el final de “Sacrificio” para hacernos notar que debajo de las figuraciones está el fondo político terreno después del cual no hay más que vacío. La concentración en el ahora, la aprehensión del acervo, porque ellos son el límite (tanto para los deseos y los sentidos), se revela como la tarea de la imaginación. Suena injusto entonces evadirse al más allá, al mundo metafísico de las palabras, sobre todo cuando se nos señala que “el drogadicto que echaron de la biblioteca era Jesucristo” y por tanto se nos coloca irremisiblemente de este lado, el de las cosas.
Francisco Garamona, El verdadero misterio es el final, Caleta Olivia, 2023, 80 págs.
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