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Aunque a primera vista no lo parezca, aunque cierta inflexión de los versos y los procedimientos que los encauzan se muestren distintos, hay una continuidad entre En la colonia agrícola y el anterior libro de Santiago Venturini, Vida de un gemelo (2014). Si en aquel libro el gemelo, el doble refractario, le permitía ofrecernos una imagen sin semejanza de la intimidad y el lazo filial, en el nuevo libro construye un nuevo dispositivo de escritura pero regido por la misma ética: habitar la herida, lo atravesado por la desgarradura del Dos. “¿Son gemelos? / nos preguntó una viejita simpática / en la caja del supermercado. / Deje el vino, señora / —le respondió él— / está viendo doble”. Así finaliza el primer poema de Vida de un gemelo, y es justamente esa visión doble lo que engarza ambos libros en una continuidad y da la cifra de la apuesta, tanto ética como estética, de la escritura de Venturini. ¿Qué significa y qué implica experimentar esa visión doble, acceder al mundo desde el Dos? El Dos lleva el sello de la desgracia, de lo ya siempre roto sin unidad gozosa, y su tono suele ser el de la aflicción —como escribió Marechal, “con el número dos nace la pena”—; pero el Dos traza, también, la óptica del Amor, y en el amor —como afirma Badiou— se accede por primera vez al mundo desde la perspectiva del Dos. La visión doble de Venturini compone dialécticamente en sus versos ambas derivas y nos dice: el dos es la experiencia del amor, no a pesar, sino justamente por la herida que constituye el corazón vacío de las casas y las familias. Amable es la herida, el punto justo de la herida de cada quien que existía antes de nosotros y que nacimos para encarnar. Tal vez por eso, por esa comprensión cabal de que sólo se articula la pérdida cuando se la sabe perdida desde siempre, es que los poemas, aunque tracen el viaje de una memoria infanto-adolescente exhibiendo una distancia irreductible, aunque nos ofrezcan postales de escenas lastimosas o, al menos, no felices, jamás desembocan en la tristeza ni el lamento. Todas las casas se levantan sobre un agujero negro y están al borde de su descomposición, en un desequilibro constante: “Un día desapareció / y nos dejó adentro de esa casa / que respira como una ballena. / Con el cambio de temperatura / la madera cruje / se contrae y se dilata”. Y la memoria se convierte, antes que en una acumulación de propiedades —biografismo—, en un buceo en los pozos negros del hogar, un surfeo en el tembladeral de lo propio: el recuerdo es un desaprendizaje de sí, un aprendizaje de lo impropio. Como anticipé, un acceso a la memoria desde el Dos, con el GPS puesto para buscar los lugares donde la herida y la desgarradura se exhiben como el fundamento oculto de lo que separa y zurce a una familia, un pueblo, una comunidad. “Después te dabas vuelta / y veías los yuyos / y las plantas quemados, / la puerta y las ventanas / quemadas”. Todas las casas se están quemando, se quemaron o se van a quemar, y el imperativo ético que Venturini sigue estrictamente es ver esos bordes incinerados y volverlos amables, componer con esas quemaduras la imagen de una familia después de La Familia, un pueblo después de El Pueblo, una comunidad después de La Comunidad: una familia, un pueblo y una comunidad atravesados por la desgarradura amable del Dos. En la comunidad agrícola, en resumen, se propone ofrecer una constelación de imágenes extraídas de pequeños bloques de recuerdos que componen el paisaje posible en el que la desgarradura, la herida, no imposibilita la vida en común sino que habilita una nueva: aquella de quienes se reconocen en la condición irreductible de huérfanos, es decir, todos: “y así nos dimos cuenta / de que dos desconocidos / en un mismo lugar / pueden formar / la mejor familia”.
Santiago Venturini, En la colonia agrícola, Iván Rosado, 2016, 64 págs.
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