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Con Enero, la ópera prima de Sara Gallardo —también con otros títulos suyos—, pasa lo que suele pasar con obras de gran valor que, por razones desconocidas, permanecen en la sombra hasta que se rescatan y leen como excepcionales.
A sesenta años de su publicación, la calidad y la belleza de esta novela ameritan la reedición de la editorial Fiordo, que la ofrece sola, sin la compañía de otros textos, valiéndose por sí misma a pesar de su brevedad. Además, suma a ese mérito el de ignorar el afán de reduccionismo estimulado por el contexto actual: aun tratándose de la primera novela argentina que aborda el tema del aborto desde la perspectiva de la víctima de la violación, Enero supera ese antecedente; la efectividad y la potencia del discurso la hacen mucho más que una “novela sobre el aborto”.
El terror que vive la protagonista, de dieciséis años, que ordeña vacas en el tambo, está enamorada de un muchacho que nunca se fijará en ella y es sometida sexualmente por otro, nos llega desde su mirada, que se detiene en pequeñas situaciones de su entorno y del paisaje, pero también desde la voz de un narrador en tercera persona que la acompaña como un estado de ánimo, mientras ella toma conciencia de su debilidad de adolescente pobre ante el embarazo no deseado. Con una sencillez sólo aparente, la narración fluye dentro de un pathos metafísico hacia el que, como si fuera una zanja en la tierra, se escurren las frases: “Quién sabe si para entonces no estaré muerta […], el tiempo viene y todo crece y después de crecer viene la muerte […]; en medio de la vida está ella con angustia y miedo”. También los detalles fluyen hacia esa zanja: “Los bichos vibran, aletean y caen contra el farol, vuelven a trepar por la lata, vuelven a quemarse y a caer”, como diminutos sísifos, en una narración perfecta que combina silencios y enunciados entrelíneas que aumentan la angustia existencial, la del impotente cuya voluntad se vuelve inútil frente a los acontecimientos.
A pesar de la juventud de la autora cuando escribió la novela —veintitrés años—, el texto rebasa los estereotipos de la tradición literaria rural, vigente cuando Gallardo se inició como escritora, y que en la primera mitad del siglo XX aún tenía el campo como tópico. Si bien está ubicada en una estancia, el punto de vista no es el de los dueños de la tierra sino el de los puesteros que sostienen el trabajo de la estancia y viven amansados por el poder de los patrones, la Iglesia y la policía: “Los patrones y los policías tienen ideas parecidas”, piensa la protagonista. Y: “Hay que tener el alma limpia para la comunión; si no, el infierno entero se mete en uno”. Por ello, el acontecimiento central de la historia sucede el día en que la patrona decide poner orden en la estancia, lo que denomina “la Misión”, cuando trae al cura para que case, bautice y confiese al personal. Y, finalmente, es su arbitrio el que resuelve la trama.
Sara Gallardo escribió sin que la amedrentase su pertenencia de clase, ni descender de los patrones de estancia —que, a su vez, descendían de quienes organizaron la nación a capa y espada—, ni su condición de mujer. Escribió con independencia dentro y más allá de los límites de su clase, con una honestidad y una valentía asombrosas. Y su obra, disonante dentro del canon y olvidada en ciertos momentos, permanecerá por su rareza, su candor y su excelencia.
Sara Gallardo, Enero, Fiordo, 2018, 112 págs.
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