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En primer lugar, Etolia no es un libro sobre los mitos griegos, aunque su nombre coincida con una región legendaria. Pero se diría que suena algo en sus versos que se parece a los antiguos pies de la prosodia trágica. En la primera estrofa, el ritmo existe indudablemente, aunque no se pueda medir a simple vista: “Los amigos, las polillas, las / manchitas blancas en la ropa, / Quersoneso, Sílfides, la Etolia y la / revista Pelo, colección completa, en la heladera rota”. ¿Qué se escucha en esta extravagante enumeración? Algún eneasílabo, algún endecasílabo falso cortado por el encabalgamiento muy abrupto que separa el artículo del sustantivo, pero el secreto de su eficacia reside en el último verso, que esconde un endecasílabo perfecto y un heptasílabo, o sea la antigua silva. Podrá parecer un poema casual, donde la vida, su deterioro y los libros se enfrentan sin tocarse, pero cada elemento apunta a definir un carácter, el personaje de un conjunto de ditirambos que celebran la aceleración de las pasiones, la embriaguez, el desarreglo de los sentidos, que al mismo tiempo es un desarreglo de la forma poema, una escucha de ritmos que puedan seguir el paso de las cosas, los cuerpos, las voces de otros.
En la poesía de Callero también los nombres de lugares, los nombres propios, los apodos se convierten en bases rítmicas, que hacen parpadear algo no dicho en la escritura. ¿Qué hay en un nombre? ¿Quiénes son Dai, Kevin o el Rodri? Y están los toponímicos, siempre inescrutables y transparentes, como señales del lugar natal y de la lengua en la que se vive, y a través de los cuales este libro de título falsamente griego encuentra su color local. Por ejemplo, el nombre de un arroyo urbanizado, pero rebelde, quizá desordenado como toda naturaleza que ingresa en una población: “Hoy me escribió Daiana: el arroyo de ahí / se llama picardía? / Encuentro esa pregunta / titilando en el facebook, y me acuerdo / de un cartel verde, claro, entrando desde rosario / antes de llegar al peaje”. Y quizás el arroyo propicie también otra región, entre Grecia y el litoral cercano a Santa Fe, donde unos efebos descontrolados cuentan y derrochan sus vidas, son presas del deseo, se abandonan. En Etolia hay todo un pensamiento sobre el vaivén amoroso, la atracción que se despierta y que luego cesa; acaso por eso un poema recuerda el carmen de Catulo, el “odio y amo” que es la consigna de los amantes milenarios.
Entre la posesión y el cansancio, la poesía sería el canto de esa región inédita donde los chicos se transforman en imágenes, y el deseo parpadea, titila en una pantalla en la noche solitaria. Callero escribe: “Yo me vuelvo a la ternura traicionera / panza de dálmata / de los atletas / de la Etolia, / pero en el Delta / del arroyo / Picardía”. Atletas huidizos, a veces en banda, pícaros santafesinos, recuerdos troyanos que están condenados a desaparecer, música de las persecuciones joviales, dosificadas pérdidas de la conciencia, ritmos cortados pero también alejandrinos (“y el corazón se enfría en su nicho resentido”), entre otras cosas, caben en las cañadas de esta Etolia. Y todo lo que allí cabe y se registra, como las obras de un ser en tránsito, sabe salvarse, incluso de la literatura.
Fernando Callero, Etolia, Gigante, 2014, 30 págs.
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