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Desde sus inicios, la obra de Juan Fernando García ha latido con el pulso de la dicha; Frente al bosque de pinos no es una excepción. En sus páginas, esa poética se continúa, sólo que con otro trazo, más delgado y translúcido. El verso se afina (en volumen y tono) y el trabajo del poema tiene lugar en una combustión invisible que retumba en el cuerpo a través de movimientos mínimos que percibe el oído. Mientras, el instante se torna protagonista. Un instante entre emotivo y lúcido, propio de la revelación. Un instante esclarecido, como en mayo, cuando el libro se nos abre, con un otoño que “tiene / los colores que nos merecemos”.
Ahora bien, la dicha no está al alcance del lenguaje pasajero. Debe ser reconocida, alzada y celebrada por el poema. Y esa es su tarea, porque esta poética no aspira “a la veneración ni a la eternidad”; tampoco “a la sutil transparencia del recuerdo”, como se nos dice en “Dejame fotografiar la escena”. La voz opera sobre un fondo de duración y caducidad, del que recorta y expone “la nimiedad que late” en “Briznas”: “¿Qué son esos diminutos pétalos / sobrevolando ante nuestra vista? / Algo que no reconocemos. / Parecida a una flor de cardo / por sus lilas y sus brillos opacados / o tal vez esa silvestre permanencia / del panadero que al agitar soplando / hace su gala. Algo así, la nimiedad que late”.
Pero este fondo (compuesto por la materia densa y la acidez del tiempo) no resulta un enemigo, sino más bien un magma a partir del cual obtener la dicha. En vez de opuestos, la voz descubre etapas, estaciones, cristalizaciones. Es ese punto de equilibrio el motivo del festejo, una isla de plenitud que es consciente de la marea turbia que carcome sus bordes. La oscuridad sólo puede ser abordada nombrando aquello que sí se ve: “No es sombra igual / a otra sombra / aunque la proyección / resulte idéntica. / Siempre el canto es inaugural / en el vértice del día. // Este río. / Este febrero regresado” (“Busco”).
Y lo que se ve, se vislumbra en una economía precisa (japonesa, se diría). El verso tiene una levedad que recuerda al fraseo de varias obras de Marguerite Duras. Un hablar, más que un decir; un intimar, más que un cantar. Bajo esa clave parecería estar escrito, por ejemplo, “Necochea”. Leamos su segunda parte: “Como la lluvia entretejida / a los pinos del bosque. / Algo vibra todavía / anudado / a un espíritu anhelante. // Pido paisaje y vuelve infancia // y en su regreso: / una inefable transparencia / entre los grises del pasado”.
Así, esta poética se sostiene por el fondo al que excava y contrasta. La dicha es fugaz, es frágil, pero en su existencia mínima pone de cabeza la legalidad del mundo. Entregar el cuerpo a su goce, aunque sea sólo por el ojal del tiempo que nos abre la “sinrazón / del viento en nuestra cara”. El instante, como nos dice la voz, es un “boceto, siempre”, eso que “parece que va a suceder y nunca sucede”. Pero el poema, al nombrarlo, logra traerlo ante nosotros. Es ahí donde titila nuestra dicha.
Juan Fernando García, Frente al bosque de pinos, Patronus Ediciones, 2021, 42 págs.
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