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¿Necesita la literatura tratar los grandes temas filosóficos, existenciales, sociales, políticos? La pregunta es tramposa, porque parece anticipar una respuesta afirmativa. En tal caso, habría que detenerse en los matices: esos grandes temas no siempre están acompañados de reflexiones explícitas, ni necesitan tratarse de forma espectacular. Alejandra Zina transita por un costado más sencillo, aunque no menos denso; se afinca en la mejor tradición del cuento breve y captura algunos instantes de la vida cotidiana para encontrar en lo preciso y minúsculo una contundencia que también se manifiesta en lo ordinario. Sólo hay que tener la voluntad de narrar aquello que la mirada recorta de la serie continua de la vida.
En Hay gente que no sabe lo que hace unas amigas se reúnen para dialogar, entre juegos absurdos, sobre el paso del tiempo; un peluquero transforma su inicial complicidad en posterior desprecio; una nena juega a mendigar por la calle; o una mujer aburrida desea a un joven albañil que trabaja en su casa. ¿Qué es lo que estos personajes no saben hacer? Se detienen cuando sufren el deterioro y en ese instante la escena conmueve: una mujer se encierra en un placard porque la enfermedad comienza a dominarla; o el peluquero, que termina solo, sentado en su sillón de corte, fuma y mira el vacío en el espejo. Son momentos de suspensión en los que la vida es una incógnita, y la pregunta metafísica —que no se hace, pero se vive— esconde una postura política, porque —anacrónicos— todos están fuera de cualquier contacto digital y tecnológico, fuera de todo consumo y conexión permanente, de este lado de la realidad virtual. En esos impulsos vitales que se apagan, la autora pesca lo original y lo hace brillar con relatos precisos, cortos, sin remate, diluidos lentamente después de atravesar la mayor intensidad. Pero también es un universo en tensión permanente por la inminencia de un deseo que no se consuma (“En obra”) y permanece latente como peligro (“El último reflejo de la tarde”), dentro de la fricción constante entre los géneros. Las mujeres protagonistas que ocupan el espacio de los relatos nunca están solas, porque los hombres las acompañan desde la ausencia —un llamado a la distancia, un aviso— o están presentes desde muy cerca, aunque siempre separados por una línea que representa el acecho, el peligro que reverbera sobre los bordes de la interpretación (tres hombres sentados en una mesa contigua en “El último reflejo de la tarde”, tres obreros en su cotidianeidad en “En obra”, un hombre mayor que le regala caramelos a una nena en “Sarah Kay”). ¿Son perversos que acechan a sus víctimas o son inocentes que soportan sentidos sobreimpresos en sus cuerpos? Ese estado no resuelto es el hallazgo del libro, la captura y transmisión de la amenaza latente, el borde o el “reflejo”: eso que está ahí y se ve, se siente, se vive, aunque no se pueda tocar, aunque no se desencadene. Los cuentos de Hay gente que no sabe lo que hace no nos cuentan todo; sin embargo, el tono, el clima, la atmósfera transmiten algo más. Es el lector quien debe elegir y completar.
Alejandra Zina, Hay gente que no sabe lo que hace, Paisanita Editora, 2016, 80 págs.
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