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“Amanece”. Con esa última frase, Jaulagrande, la novela de Guadalupe Faraj galardonada con uno de los premios especiales del concurso literario organizado por el Fondo Nacional de las Artes en 2020, parece completarse como una fábula de redención. En esa última hora, de una u otra forma y cada uno a su manera, Fresno, Peggy y Boris, integrantes de la familia protagonista, consiguen desprenderse de todo lo que los condenaba a ser como eran y a estar donde estaban para alcanzar una especie de liberación. Antes, sin embargo, en los cinco días previos, lo que resta y la ceremonia —el relato está segmentado en esas unidades de tiempo—, el entorno de estos personajes se había vuelto desconcertante. Desde su llegada a Jaulagrande, la base de los deshonrados en un mundo cuyo paradigma dominante es el militar y en el que el estatus o la suerte de sus habitantes está signado por la permanencia en cada una de esas bases, la luz, el aire, el paisaje y hasta la comida son distintos: como los oficiales, los soldados y sus familias, el ecosistema Jaulagrande se encuentra degradado. “El que hace las cosas bien asciende, el que hace las cosas mal termina en Jaulagrande”. Hay una salvedad, claro, y son los gansos. Superadaptados a la mugre, al amoníaco, a la oscuridad y a las aguas servidas de la Laguna Sucia, no sólo han sobrevivido; han alcanzado cierta cuota de inteligencia y comunicación humanas y parecen rejuvenecer con cada bocado de basura que comen. Precisamente en ellos Peggy, la madre, ve un ejemplo, una suerte de guía para su transformación. Criada en los piletones de leche de la región de los desiertos blancos con el objetivo de ganar un concurso de belleza —el foco está en la piel, en la suavidad y en el brillo de la piel—, Peggy había sido rescatada del odioso segundo puesto por Fresno, un militar en ascenso cuya estampa se configuraba según el porte, la prestancia y el carácter de los elegidos. El ímpetu juvenil y cierto enamoramiento hacen lo suyo; el porvenir, en ese entonces, era ancho y venturoso. Después vino Boris, el hijo, que en el momento Jaulagrande está entrando en la adolescencia y a cuyo amparo la novela se permite ciertos movimientos espasmódicos: aventurarse, investigar, dudar o tomar ciertos riesgos. En el medio, elididos o presentados como una sugerencia, se sucedieron los desaciertos. Ahora es este lugar, un tacho, la estación ominosa, la última. En ese choque entre las expectativas y la realidad se teje buena parte del drama novelesco, y la recreación de un entorno hostil y viciado, un domo casi hermético de gases tóxicos, tierra inservible y aguas pesadas cercado por un bosque negro de troncos extrañamente vivos aporta sus trazos para la conformación de la jaula. El ritmo veloz de la prosa, los capítulos cortos de oraciones también breves centrados en el movimiento de los personajes, en sus acciones y desplazamientos, le dan al relato una energía especial, el vértigo y la aceleración que puede tener una búsqueda contra el tiempo que se acaba. Todo lo que ocurre en el último tramo no desentona. Y el destino que les cabe a Peggy y a Fresno aporta una cuota de resolución imaginativa asombrosa.
Guadalupe Faraj, Jaulagrande, Fiordo, 2021, 152 págs.
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